Una mujer de 57 años describe su relación de más de una década con la marihuana medicinal.
unca me imaginé que a los 45 años iba a parecer de 80. No era capaz de vestirme sola; subir un escalón podía tomarme cinco minutos, necesitaba ayuda hasta para cortar la comida y dormía boca arriba toda la noche, pues cambiar de posición era un infierno de dolor.
Hoy, más de 10 años después, y aunque todavía siento dolor, llevo una vida normal. Tal vez soy menos ágil que una persona sin mi condición, pero puedo vestirme, caminar y comer sola. Y eso, en buena medida, es gracias a la marihuana medicinal.
Todo empezó en 2007 con un dolor en la rodilla izquierda. Yo trabajaba en un jardín infantil y tenía que moverme mucho: acurrucarme, sentarme y pararme todo el tiempo. Eso más el viaje que hacía en bicicleta al trabajo empezó a hacer que el dolor aumentara hasta volverse casi insoportable. El primer médico que me vio me ordenó una resonancia magnética, y los resultados fueron fatales: había una mancha negra en el fémur que, según él, parecía cáncer.
Ver que mi cuerpo empezaba a deteriorase siendo tan joven, cuando nunca antes había sufrido de nada, me produjo mucha tristeza, lloré mucho. Me tocó dejar la bicicleta, olvidarme de los tacones y ser testigo de cómo mis movimientos empezaban a ser cada vez más torpes. Soy flaca, pero me sentía pesada, muy pesada.
"Al principio pagar por marihuana me pareció rarísimo, me sentía haciendo algo malo, pero al ver que al untarme la mezcla sentía un alivio enorme, se me quitó el cargo de conciencia…".
Consulté a varios médicos, entre ellos a una reumatóloga que me sacó corriendo, pues me forzó a hacer movimientos que me sacaron lágrimas del dolor y me recetó un medicamento fuertísimo que, por cierto, nunca compré pues no me dio confianza.
Preferí seguir a punta de analgésicos cuando el dolor era suave, y de inyecciones de diclofenaco cuando era fuerte. Hasta que llegó un punto en que todas las noches mi mamá, que vivía conmigo, me tenía que poner una de esas inyecciones para no desvelarme por el dolor. Además, empecé a cargar ampolletas y jeringa en la cartera por si el dolor me aumentaba en el trabajo, donde afortunadamente un compañero también las sabía poner.
La palabra cáncer me desbarató. Salí de ese consultorio con más dolor —la mente es muy poderosa— y esperando lo peor. Afortunadamente el ortopedista estaba equivocado, y un oncólogo descartó el cáncer, pero tampoco pudo darme un diagnóstico. Empezaron a pasar los meses y el dolor siguió avanzando hasta llegar al pie izquierdo, al punto que tuve que empezar a usar un bastón para poder caminar.
Por ese entonces, el médico alternativo de la familia me recomendó untarme una mezcla de alcohol con marihuana. En mi condición estaba dispuesta a intentar cualquier cosa, pero ¿de dónde iba a sacar yo marihuana? Mi cercanía con esa sustancia era nula. Sin embargo, conseguirla fue más fácil de lo que pensé. En esa época no estaba permitida la dosis mínima, pero en mi barrio había muchos marihuaneros, así que un par de llamadas a los vecinos fueron suficientes para conseguir unos “moños”, como les dicen ellos.
Al principio pagar por marihuana me pareció rarísimo, me sentía haciendo algo malo, pero al ver que al untarme la mezcla sentía un alivio enorme, se me quitó el cargo de conciencia… y a todos en mi casa: mi mamá, mi hermana y mi hijo, que no solo veían mi mejoría, sino que a veces, cuando tenían algún dolor muscular, también la usaban. El ungüento marihuana-alcohol se convirtió en parte del botiquín de nuestra casa.
Un tiempo después otro médico me dijo que mejor hiciera la mezcla con aguardiente, así que mi mercado empezó a incluir aguardiente y marihuana. Me podrían juzgar, pero qué me iba a importar, si eso, junto con los analgésicos, me ayudaba a aliviar el dolor. Valga aclarar que ni me tomaba el aguardiente ni me fumaba la marihuana, nunca lo he hecho, no quiero vicios en mi vida.
Eso sí, me acuerdo que a veces había tanta marihuana en mi casa, que los amigos de mi hijo Nicolás, por ese entonces adolescentes, lo molestaban para que les sacara un poquito. Nunca lo hizo, ¡o por lo menos eso espero!
Y así pasó como un año, hasta que por fin llegó el diagnóstico: artritis reumatoide, una enfermedad crónica y degenerativa de las articulaciones. Pero no solo eso: mis plaquetas (células sanguíneas relacionadas con la coagulación) resultaron muy elevadas. La cifra normal está entre 150.000 y 400.000 por mililitro de sangre, y yo tenía 974.000. Mi sangre se había convertido en una especie de gelatina, y una trombosis podría ocurrir en cualquier momento. Esa enfermedad se llama trombocitosis esencial.
Con estos diagnósticos llegó la depresión. Aunque la enfermedad sanguínea fue controlada rápidamente con quimioterapia oral, la artritis siguió expandiéndose como un pulpo por todas mis articulaciones, a tal punto que tuve que renunciar a mi trabajo, pues así no podía encargarme de los niños. Y no solo eso, empecé a depender de otros para todo: vestirme, caminar y hasta comer. Coger un cubierto era una labor titánica, tuvimos que cambiar los cubiertos de la casa por unos que tuvieran un mango más grueso, pero con todo y eso parecía una troglodita en la mesa.
"La dosis es de tres gotas debajo de la lengua tres veces al día, y la verdad es que desde que las empecé a tomar mis articulaciones se han empezado a desinflamar, mis manos están menos abultadas y me siento más ágil. Además, duermo mejor porque, eso sí, dan sueño".
Si no es por mi familia, en especial mi hermana que se dedicó a mí y fue mis manos y mis piernas en esa época, no sé qué hubiera sido de mí. Si algo me enseñó esta enfermedad es que no estoy sola, que no hay como la familia y que, como dicen, no hay mal que dure 100 años ni cuerpo que lo resista, pues la artritis es una enfermedad con la que uno puede vivir cuando logra controlar el dolor.
Yo me demoré en encontrar los medicamentos indicados porque no cualquier cosa se puede combinar con la quimioterapia oral, pero un buen reumatólogo finalmente dio con lo que era. Y eso, junto con mis ungüentos de marihuana que él aprobó, me sacaron de la crisis.
Las personas que tenemos artritis sabemos que el dolor puede bajar, pero nunca se va del todo. Por eso mi hijo, que vive pendiente de mí, se la pasa investigando sobre mi enfermedad y sus remedios. Un día, a comienzos de 2019, me llamó para decirme que había descubierto unas gotas de marihuana, que eran tomadas y que al parecer eran muy buenas. Al principio le dije que no, me daba miedo. ¿Qué tal que me fuera a trabar? ¿Y si tenía una sobredosis? No, le dije que yo me la untaba, pero tomármela me parecía demasiado.
Sin embargo, me explicó que se trataba de unas gotas que no tienen THC (tetrahidrocannabinol), que es el componente psicoactivo de la marihuana, sino solo CBD (cannabidiol), que es, entre otras cosas, antinflamatorio. Entonces le consulté a mi ramillete de doctores y todos estuvieron de acuerdo en que no tenían ningún riesgo, así que las compré.
La dosis es de tres gotas debajo de la lengua tres veces al día, y la verdad es que desde que las empecé a tomar mis articulaciones se han empezado a desinflamar, mis manos están menos abultadas y me siento más ágil. Además, duermo mejor porque, eso sí, dan sueño. Así que por las noches yo me unto mi aguardiente con marihuana, me tomo mis goticas y quedo lista para dormir. Por eso digo, molestando, que soy una marihuanera medicinal.
Algunos me preguntan qué porcentaje de mi bienestar depende de los medicamentos tradicionales y cuánto de la marihuana medicinal. Y aunque nunca he intentado dejar ninguna de las dos, creo que el balance es 70-30, siendo la marihuana la segunda. Un porcentaje nada despreciable, por eso la recomiendo a ojos cerrados y creo que más personas con enfermedades como la mía deberían poder tener acceso a ella, sin estigmas y sin miedos, pues es un medicamento como cualquier otro que, a la final, hace más llevadero el dolor y, por tanto, la vida.
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