Una mujer trans pereirana, dedicada a la defensa de los derechos humanos de las mujeres y la comunidad LGBTIQ, cuenta cómo ha sido su lucha.
Me fui de Colombia hace seis años porque sabía bien lo que significa ser defensora de derechos humanos en este país. Tuve el privilegio de encontrar un trabajo que me permite vivir en Ámsterdam, Países Bajos, y continuar mi propósito desde un lugar más seguro.
Desde entonces, he trabajado en organizaciones internacionales como la OEA, ILGA World y Aidsfonds, y he colaborado con mecanismos de defensa de derechos de la ONU. En 2020, mientras trabajaba para ILGA, la asociación internacional de personas LGBTI, supe de un relator especial de la ONU interesado en los derechos de los pueblos originarios y de las comunidades indígenas. Por primera vez, la Organización de Naciones Unidas solicitaba información sobre las personas indígenas y de género diversas. Lo vi como una oportunidad única para invitar a mujeres trans de la comunidad indígena embera del municipio de Santuario, en el departamento de Risaralda.
Yo las contacté para que compartieran sus formas de vivir y entender el mundo, pero en especial sus necesidades. Lo primero que me impactó es que en Colombia no hay registros ni datos de cuántas personas de las comunidades indígenas tienen identidades que interseccionan, es decir, que además de ser indígenas, son mujeres trans.
Desafortunadamente en ese momento no pudieron participar del informe. Sin embargo, hice el acercamiento, les conté lo que hacía y comenzamos a trabajar juntas. Gracias a ese trabajo, por primera vez una mujer indígena trans participó en el consejo de derechos humanos de la ONU, donde se habló de la situación de derechos de su comunidad. Para mí eso fue algo muy poderoso porque marcó un hito en esa organización internacional y puso sobre la mesa el tema.
Pero además, esta experiencia fue determinante para mí. Yo sabía que quería transicionar desde 2019 y, gracias a ellas, encontré la fuerza que necesitaba para enfrentar mis propias barreras, claramente menos grandes que las de ellas que viven su identidad en un contexto hostil. En mi caso me enfrentaba a un proceso de reeducar a mi familia y a mí misma para aprender a vivir siendo trans en una sociedad transfóbica. Pese a eso, en Colombia al menos existen las facilidades básicas: el acceso a un reconocimiento legal de mi género y mi nombre, que aunque no fue un proceso fácil, pude hacerlo.
Me preguntaba: si estoy lista para apoyar procesos de otras personas, ¿por qué no para apoyar mi propio proceso? Ese diálogo conmigo misma me permitió hormonarme de la mano de las chicas. Al principio no tuvimos la asesoría médica necesaria, porque yo tampoco podía acceder en ese momento a las hormonas y al acompañamiento que necesitaba. Entonces buscamos la forma menos riesgosa, aunque no es lo ideal.
Pero este es un problema cuando el Estado no nos reconoce ni nos acompaña: tenemos que medicarnos con pastillas o inyecciones para planificar, que no siempre son buenas para nosotras. Esto representa un riesgo muy alto porque le estamos dando a nuestro cuerpo unas dosis de hormonas que no han sido recetadas por un especialista y no sabemos cómo está reaccionando el cuerpo.
En mi caso, en Ámsterdam tuve acceso al tratamiento con hormonas. Pero para mí fue difícil saber que las chicas de la comunidad embera no tendrían acceso a esas hormonas que necesitaban. Garantizar el cuidado de estos procesos debería ser una responsabilidad del Estado y de la salud pública, pero terminan siendo una responsabilidad que cargamos las personas trans por nuestra cuenta.
Un día, tuve una conversación honesta con mi mamá y le conté que mi sueño era transicionar y que no podía posponerlo más. Ella me aceptó y me apoyó desde el primer momento. Aun cuando no fue fácil para ninguna de las dos, pudimos construir puentes de entendimiento y amor. Es un privilegio contar con ese apoyo, porque muchas personas trans pierden hasta la posibilidad de vivir en su casa. Eso me parte el alma, porque es la materialización del miedo y te obliga a enfrentarte al mundo en una condición muy vulnerable.
No todas las transiciones son iguales y no todas las personas trans desean operarse. En mi caso, la cirugía era uno de mis grandes deseos. Tenemos la fortuna de que Colombia es uno de los países que más ha perfeccionado la técnica para hacer esta cirugía, especialmente el cirujano que me operó a mí, pues utiliza piel de tilapia para construir el canal vaginal. El resultado me dejó muy contenta y la recuperación fue rápida, en un par de semanas ya podía caminar.
Después de la cirugía ha cambiado mucho mi relación conmigo misma, con mi imagen; ha sido un cambio maravilloso, un renacer. Además, la relación con mis padres se ha fortalecido, ellos han sido un gran apoyo durante todo el proceso, que fue bastante arduo. Aunque en principio sus ideas sobre las personas diversas estaban basadas en prejuicios y eso no permitía que nos relacionáramos de una manera íntima, tras muchos años de activismo por los derechos LGBTI y gracias también a mi vida previa a la transición como una persona de orientación sexual diversa, ellos cambiaron su percepción y yo pude dejarlos entrar a mi vida.
Pero no quiero que mi vida se vaya pensando que hay algo que tengo que arreglar; quiero pensar que estoy aquí, esta soy y esta seré siempre, así me haga las cirugías que me haga. Sin embargo, ahora es más fácil vivir en un mundo donde no me tengo que enfrentar a miradas y a la violencia solo por ser trans.
Las personas deberían entender la diversidad y la transición de una manera no discriminatoria ni violenta, para que todes tengamos claros los efectos —más que consecuencias— que tiene una transición en un cuerpo humano. Hay una patologización de las personas trans, ser trans todavía se entiende como una enfermedad mental y no podemos decidir sobre nuestros cuerpos.
Por ejemplo, cada vez que iba al médico sentía que me hablaban de las consecuencias negativas que mi cuerpo iba a tener y nunca conversamos acerca del por qué tomé la decisión de hacerlo, porque era mi felicidad la que estaba en juego. Nos dicen: tu cuerpo es tuyo, pero estas decisiones no las puedes tomar porque no estás en tus cabales y alguien tiene que decidir si lo que quieres hacer con tu cuerpo está bien o no.
A mí me gustaría recibir un acompañamiento que no esté enfocado en cuestionar mi cordura, sino en darme herramientas para afrontar el proceso de cambio y la transfobia. Porque además, nosotras tenemos que vivir en un mundo donde cada vez que salimos a la calle debemos aguantar comentarios o agresiones de personas que deberían estar en terapia para aprender a manejar sus emociones y no ir agrediendo a los demás.
A veces me siento cansada de luchar. Las comunidades que somos históricamente marginadas o que vivimos oprimidas por el sistema de poder, terminamos siendo las abanderadas de nuestros procesos emancipatorios. Todas luchamos por el derecho a existir de formas diversas. Solo que en mi caso, además de hacerlo en mi día a día, lo hago también en mi trabajo. Entonces a veces me pregunto qué sería de mí si no hubiese tenido que dedicarme a defenderme, no solamente por ser trans, sino también por ser mujer. Y trabajar por la defensa de otres.
Yo no quiero que todas las políticas públicas y las decisiones que se tomen sobre las personas trans sean desde la mirada cis y desde la espectacularización de lo trans. Quiero que haya más personas trans en las esferas donde se toman decisiones y que sean esas personas trans las que ayuden a formular políticas públicas integrales. Y por eso voy a luchar toda mi vida.
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