Hoy, Día Mundial Contra la Lepra, la escritora colombiana Piedad Bonnett repasa la historia de uno de los males más estigmatizados de la historia. Su reflexión nos lleva al pasado y al futuro de esta enfermedad.
os leprosos pertenecemos al mundo de los muertos”, dice la madre de BenHur, el personaje de la novela de Lewis Wallace publicada en 1880 y llevada al cine con gran éxito en 1959. La mujer se refiere, no a la condena a muerte de los enfermos, sino a otra, tal vez más dura e inaceptable, la del aislamiento por terror al contagio y por la repulsa que el leproso desfigurado podía causar a los demás. Porque estigma y lepra han ido siempre de la mano.
Susan Sontang ha mostrado, en La enfermedad como metáfora, que la cultura se ha encargado de romantizar unas enfermedades y de satanizar otras, de poblar algunas de ellas de “fantasías punitivas o sentimentales”, de atribuirles “el peso agobiador de la metáfora”. En su libro desarrolla esa idea tomando como ejemplo la tuberculosis y el cáncer, y también las implicaciones del VIH, sida, uno de los últimos males en el mundo al que se le ha atribuido la palabra “peste”. “La enfermedad cardíaca implica un problema, un fallo mecánico; no implica escándalo ni tiene nada de aquel tabú que rodeaba a los tuberculosos y que rodea hoy a los cancerosos”, nos dice la autora, que murió precisamente de cáncer.
Vergüenza, miedo, asco, castigo, son algunas palabras que se relacionan con las enfermedades satanizadas a través de los siglos. Entre ellas se cuentan la lepra, la sífilis, el cólera, la rabia, e incluso la locura, que hoy conocemos con sus nombres especializados. La vergüenza se hace sentir, por ejemplo, a los enfermos en los que el contagio se da por vía sexual: es el caso de la sífilis o del SIDA, enfermedades a las que el juicio público atribuye culpa. Pero también puede nacer como consecuencia de las deformaciones repulsivas del rostro y de las manos, como en el caso de los leprosos, que pueden temer la reacción adversa –el asco– de los sanos. Pero hay algo peor en “el peso agobiador de la metáfora”: a menudo se juzgaba –y aún se juzga– al enfermo como culpable de su mal: al tuberculoso, de vivir en ambientes pobres o poco saludables; al enfermo mental, de no apelar a la serenidad, al autocontrol; al canceroso por haber inducido la enfermedad, ya sea por descuido en la alimentación y forma de vida, ya sea por “causársela” a raíz de una pena moral. En fin: ciertas enfermedades, como acertadamente ha mostrado Sontang, han estado marcadas por los mitos.
De la lepra se ha oído hablar desde la más remota antigüedad: aparece ya en la Biblia, sobre todo en El Levítico y el Pentateuco: al leproso se lo considera “impuro”, indigno de ir al tabernáculo y se le ordena que viva lejos de los sanos. Así lo hizo, por ejemplo, el Rey Azarías, enfermo de lepra, hasta su muerte. La discriminación al leproso, pues, viene desde aquellos tiempos. En la Edad Media, por ejemplo, era sinónimo de corrupción, de descomposición, y cruelmente se le atribuye a la enfermedad una función justiciera: enferma el que ha pecado.
El primer leprosorio o lazareto parece haber sido creado cerca de París, en el siglo XII, y bajo el auspicio de Luis XVII, por una orden guerrero-religiosa que volvía de los Santos Lugares. “El pobre Lázaro”, personaje lleno de llagas descrito en el evangelio de Lucas, dio pie a la denominación de Lazareto, que se conserva hasta hoy, aplicándose también a todo recinto aislado o higiénico que sirve para dejar en cuarentena a los extranjeros enfermos de alguna enfermedad contagiosa. Porque, como se sabe, la “peste” siempre se cree que viene de otro lugar, es una enfermedad viajera. Con su particular agudeza, Susan Sontang también tiene su punto de vista, muy interesante, al respecto: “existe un vínculo entre la manera de imaginar una enfermedad y la de imaginar lo extranjero. Quizá ello resida en el concepto mismo de lo malo que, de un modo arcaizante, aparece como idéntico a lo que no es nosotros, a lo extraño”.
Lo increíble es que, después de cientos de años de discriminación y condena al aislamiento, se vino a comprobar que la enfermedad no es tan contagiosa como parece, y que, contra todas las creencias anteriores, es curable, aunque se puede recaer en ella”.
Lo cierto es que se atribuye la llegada de la lepra a América a los españoles y los negros, y también, en ciertas partes de Estados Unidos, a los chinos, a los franceses y a otros grupos de extranjeros. El primer lazareto de estas tierras se fundó en 1520 en Santo Domingo, y luego siguieron muchos más, entre ellos tres fundados en Colombia: el de Contratación, en Santander, el de Agua de Dios tal vez el más conocido de todos, situado en Cundinamarca, y el de Caño Loro, en Cartagena, cuyos enfermos fueron trasladados a Agua de Dios, y el edificio bombardeado por las Fuerzas Armadas en tiempos de Rojas Pinilla, en acción digna de una novela del realismo mágico. En Agua de Dios, precisamente, terminaron sus días, en aislamiento del mundo, personajes de importancia nacional como el periodista Adolfo León Gómez y el conocido compositor Luis A. Calvo. A tal grado llegaba el miedo al contagio, que se acuñaron monedas especiales para los lazaretos, que por su poco valor y su tamaño la gente llamó “coscojas”. La primera emisión se hizo en marzo de 1901, en distintas aleaciones de cobre, y todavía pueden verse en la Casa de la Moneda, que fue la encargada de acuñarlas.
Lo increíble es que, después de cientos de años de discriminación y condena al aislamiento, se vino a comprobar que la enfermedad no es tan contagiosa como parece, y que, contra todas las creencias anteriores, es curable, aunque se puede recaer en ella. Se necesitó que llegara el pensamiento científico a explorar lo que durante siglos fue enfermedad maldita, para que apareciera una vía de tratamiento una esperanza de cura. En 1873 Hansen descubre el bacilo que la provoca, abriendo el camino de las investigaciones. Sabemos hoy que se trata de una neuropatía periférica que afecta la piel, la nariz, las manos, los pies y otros órganos, que puede llegar a desfigurar el rostro y que en sus formas avanzadas puede llegar a ser altamente discapacitante. Pero también que se puede prevenir el contagio, y lo más importante, que se puede curar.
Durante años se trató con aceite de Chaulmoogra, derivado de plantas, pero hoy, según la OMS, se puede curar con un tratamiento multimedicamentoso –una combinación de antibióticos- que esta organización dona en acuerdo con Novartis. La eliminación de la lepra como problema de salud pública (1 caso por 10.000 habitantes) se alcanzó en el año 2000, y su prevalencia disminuyó en el mundo de 5 millones a mediados de los 80, a menos de 200.000 casos en 2015. La creencia general es la de que es un mal que desapareció de la faz de la tierra. Sin embargo, en países como Brasil, India y Birmania sigue siendo una enfermedad endémica. En Colombia, desafortunadamente, la enfermedad no ha sido erradicada.
Según la doctora Nora Cardona-Castro, medica investigadora especializada en lepra que trabaja en la facultad de medicina de la universidad CES de Medellín, en Colombia ésta no sólo persiste –aparecen entre 350 a 500 casos cada año y todavía hay niños que se infectan, prueba de que hay transmisión activa– sino que es una enfermedad bastante olvidada. Aunque desde 1961 los enfermos recuperaron sus derechos y se rompió el aislamiento como una imposición gubernamental, apenas si sobreviven con el estipendio que se les da, y, hay mucho por hacer todavía en materia de prevención y curación. Es una enfermedad olvidada, huérfana. Algo que vale la pena recordar en el día Mundial de la Lepra, algo que a muchos sonará ajeno y lejano.
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