La bicicleta exige grandes dosis de sufrimiento, pero a cambio entrega felicidad al deportista y un espectáculo de belleza al espectador.
l 13 de julio de 1967, junto a decenas de ciclistas en el Tour de Francia, el británico Tom Simpson sale de Marsella rumbo al Mont Ventoux, un coloso calcáreo en cuya cima no crecen los árboles. Simpson puede ganar esta etapa, pero a dos kilómetros de la meta, consumido por el esfuerzo y el calor, cabecea, traza la vía en zigzag y cae de la bicicleta. Los ayudantes de su equipo lo asisten y vuelve a pedalear, pero solo otros 500 metros. Los últimos: el ciclista se derrumba otra vez y nunca más se levanta. Muere en un helicóptero rumbo al hospital. Desde arriba no alcanza a ver la montaña que intentó conquistar. Sus últimas palabras, pronunciadas tras la primera caída, fueron una orden y un ruego: “Pónganme de nuevo sobre la bicicleta”.
La tozudez terminal de Simpson es extrema, pero confirma un rasgo común de este deporte cruel: la persistencia más allá de cualquier razón. Miguel Induráin, el versátil corredor español, ya en retiro, fue entrevistado por periodistas que querían saber cómo recordaba sus mejores años: “He llegado muy lejos en el dolor”, confesó. El suplicio no es un pozo que los ciclistas esquivemos. Por el contrario, nos zambullimos en él con deseo, impelidos por la resolución personal y la necesidad de cumplir. “Mientras respire, atacaré”, juró Bernard Hinault, el último gran campeón francés. Por su lado, el escritor y ciclista Ander Izagirre recuerda desde niño la horrible mueca de sufrimiento que exhibía el ciclista Pedro Delgado en una edición del Tour. Esa imagen, que Izagirre pudo ver de cerca, en vez de ahuyentarlo funcionó como un anzuelo. Por eso Giancarlo Brocci, creador de una carrera vintage en Italia, defiende “la belleza de la fatiga”.
El padecimiento nunca falta en la receta ciclista. Debemos subir y la gravedad nos pesa; queremos avanzar y el viento nos frena; el sillín no es un sofá, pero pasamos horas allí varias veces por semana; y además están las caídas. Sobre la bicicleta nos exponemos al sol, al frío, a la lluvia. Pero las dificultades, en vez de disuadir, nos provocan. Los ciclistas —profesionales y aficionados— coqueteamos con el colapso siempre en busca de un nuevo reto. Cuando vemos venir el martirio, pedaleamos a su encuentro. “Tú continúas. Es lo más bello y terrible del ciclismo. Tú continúas”, escribió Tyler Hamilton en sus memorias, Ganar a cualquier precio.
Muchas veces, en la agonía del pedaleo, confrontado por la insensatez de mis actos, me he formulado la misma pregunta. ¿Por qué? Algunos encuentran en la química una respuesta plausible. Durante el ejercicio, nuestro cuerpo segrega las llamadas hormonas de la felicidad: endorfina, serotonina, dopamina y oxitocina. Neurotransmisores que irrigan el cerebro y generan una poderosa sensación de bienestar. Pero no parece suficiente. Antes de cobrar esa recompensa, el ciclista debe invertir grandes bolsas de insatisfacción. Puede que la aventura, la belleza del paisaje y la épica del logro ayuden a despejar este enigma. O puede también que las carreteras estén simplemente llenas de masoquistas.
El sufrimiento prolongado induce una suerte de evasión. “Abstraído del cuerpo doliente, el ciclista prosigue en su dolor y hace de él su materia prima”, escribe Priscila Lessa en su ensayo La estética del dolor. Esto me recuerda un ascenso de casi 30 kilómetros, en un recorrido de 122 en total, que hice entre La Vega y el Alto del Vino, al occidente de Bogotá. El calor de ese día me desgastó en la primera mitad del recorrido, pero cesó cuando alcancé cierta altura en la cordillera. Faltaba poco para completar el tramo final cuando mi cerebro, harto de padecer, se bloqueó; pero yo seguí pedaleando como un autómata. Ese día se me borraron unos kilómetros. Pasé por allí, pero no me acuerdo. Mi mente parece haber dicho: “Hasta aquí te acompaño. Si te vas a matar, hazlo solo”. Y adiós. Hans Ulrich Gumbrecht, en su Elogio de la belleza atlética, describe esta enajenación temporal como el acto de “perderse en la intensidad de la concentración”.
El padecimiento nunca falta en la receta ciclista. Debemos subir y la gravedad nos pesa; queremos avanzar y el viento nos frena.
El colombiano Nairo Quintana, también en el Mont Ventoux, vivió su propia agonía en el Tour de 2013, cuando persiguió como un poseso a Chris Fromme, ganador de la carrera ese año. Quintana llegó a la cima justo detrás del británico, urgido en su pedaleo para no perder segundos vitales. Cuando superó la meta, como un muñeco roto, se desvaneció en los brazos de un masajista. Pero lo hizo después de cruzar. “El dolor había sido derrotado”, concluye Priscila Lessa.
Aquí surge una variable fundamental: el tiempo. Durante seis o siete horas de viaje, los ciclistas gastamos miles de calorías tratando de descontar unos segundos en varios segmentos de la ruta. Queremos ser cada vez más rápidos, cada vez más fuertes. Queremos ir cada vez más lejos. En esa endiablada carrera sin fin, cualquier ganancia marginal se considera una conquista. En el fondo, sospecho, pedaleamos contra los años: para demostrar que todavía somos capaces.
Porque el dolor confirma al individuo. Si el cuerpo duele, es porque está vivo, dice David Le Breton en su libro Elementos para una antropología del dolor. Cuanto más duele, más vivo está. Sobre todo porque después, invariablemente, consigue recuperarse. “El dolor nos permite encontrar la sensación de uno mismo en un mundo cada vez más anestesiado”, escribe Bernard Andrieu.
Al mismo tiempo, el dolor y la concentración extrema nos sacan de nosotros mismos; producen epifanías y euforia. Incluso es frecuente sumirse en una cierta irrealidad: el ciclista, rodeado de silencio y soledad, viaja ensimismado en sus pensamientos. El pedaleo, sobre todo en las subidas largas, tiende a volverse monótono; el cuerpo entonces sabe qué hacer, y el cerebro puede desentenderse para divagar sobre los asuntos más variados. En muchas ocasiones me he descubierto escribiendo párrafos enteros en mi cabeza; cantando para distraerme; recuperando escenas del pasado; a punto de llorar, azotado por el cansancio; o conmovido por la belleza de la luz cuando amanece sobre el páramo. El dolor es desagradable, pero lo aceptamos con gusto, porque nos permite acceder a experiencias memorables y profundas.
Con el dolor surge la verdad. Si no, que lo digan los torturados. Su sensación nos eleva y nos conduce a la pureza, prometen los religiosos. Su naturaleza urgente elimina cualquier distracción: nos enfocamos en él y todo lo demás pierde importancia. El aguijonazo en los muslos y la tensión en la espalda, recurrentes durante horas, ponen al ciclista bajo una suerte de hipnosis. Entonces uno abraza el dolor, se entrega a él y lo acepta, porque fue elegido.
Solemos pensar en el dolor como una experiencia intransferible: nos cuesta describirlo a los demás. Pero sus síntomas pueden verse desde afuera como un espectáculo. Por eso Alain Corbin, en el volumen Historia del cuerpo, habla de “la teatralidad del suplicio”. Esto es notorio en el ciclismo, un deporte cuya cancha es el mundo abierto. Cada año miles de entusiastas llenan las carreteras durante las competencias para disfrutar del tormento en vivo y en directo. Los rostros sufrientes de los ciclistas, sometidos al esfuerzo máximo, componen una estampa digna de fotografiar. Cuanto más se retuerce el deportista, mayor valor se atribuye a su victoria.
O incluso a su derrota. Porque el dolor desperdiciado, sin éxito en su empresa, se vuelve trágico, y por eso irresistible. Para Gumbrecht, la belleza está en la mirada del espectador, que proyecta sobre sus ídolos un sentimiento de fascinación. “Lo que cuenta es la distancia relativa entre el atleta y el contemplador, y esta distancia se vuelve lo suficientemente grande cuando el contemplador cree que sus héroes viven en un mundo diferente, pues, en esta condición, los atletas se vuelven objetos de deseo”, dice el profesor.
Este espectáculo angustioso, por fortuna, ofrece a cambio buenas dosis de estética. Hay una belleza plástica en los cuerpos desarrollados al máximo, y en los gestos cadenciosos del ciclista sobre los pedales. Los deportistas nos permiten ver músculos —su gran herramienta— desarrollados a un nivel que jamás alcanzaremos. La bicicleta, dolor mediante, cincela sus cuerpos hasta conseguir esa delgadez que hoy dicta nuestro canon de belleza.
Pero antes de sufrir sobre la vía, los ciclistas, en especial los profesionales, se han sometido a otras formas de dolor sin testigos: dietas de hambre, entrenamientos exigentes, madrugonazos rutinarios, accidentes con fracturas. Y después de las caídas, el martirio de la recuperación antes de volver. Los ciclistas conviven con el dolor dentro y fuera de la ruta. Tal vez por eso parecen hechos de otro material. Un futbolista cae sobre el pasto mullido y ejecuta volteretas dramáticas antes de abandonar la cancha en camilla. Un ciclista se estrella sobre el pavimento a 50 kilómetros por hora y se levanta lacerado, pero dispuesto a seguir.
Esto nos resulta extraordinario, pero es lo mismo que hacemos todos con bicicleta o sin ella. Pedalear duele, como duele también vivir. Y sin embargo, aún en las peores circunstancias, casi todos elegimos continuar: porque nos hemos propuesto un determinado objetivo. El dolor, siempre pasajero, es solo el precio que pagamos para ser mejores. Mientras haya energía y voluntad, siempre intentaremos continuar. Como el malogrado y heroico Tom Simpson.
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