Quien padece un ataque de pánico llega a pensar que va a morir. Esto aumenta los niveles de ansiedad, angustia y genera sensaciones físicas y psicológicas intensas.
uando estamos ante un peligro inminente sentimos miedo y nuestro cuerpo responde: produce más adrenalina y otras sustancias que nos ayudan a reaccionar rápidamente para protegernos, sea quedándonos quietos, sea corriendo o ejecutando alguna otra acción. En general, ese miedo es la reacción ante un peligro real que podemos identificar con claridad. Por ejemplo, miedo a un atraco inminente, a un carro que aumentó la velocidad y puede atropellarnos, a llegar tarde y perder un vuelo, a incumplir una obligación seria.
Después de un peligro los animales tiemblan. Es una forma de liberar la energía que se ha producido para afrontar la inminencia del daño o la muerte. Cuando el predador se ha ido, la presa tiembla durante un rato. Y así lo hacemos los humanos: temblamos, lloramos, gritamos o nos quedamos impávidos. Son respuestas que vienen del instinto de supervivencia. Pero cada vez lo hacemos menos, pues muchos de los prejuicios de nuestra sociedad atacan nuestras formas naturales de expresión de las emociones.
La ansiedad es un sentimiento de temor e incertidumbre. Se diferencia del miedo en que nos es difícil identificar su causa. No podemos dar una razón concreta para la sensación, y creemos que el miedo que tenemos es a morir, a enloquecer o a perder totalmente el control.
Además de los efectos psicológicos, la ansiedad puede producir los mismos síntomas de angustia que causa el miedo a una amenaza real: opresión en el pecho, taquicardia, palpitaciones, sudor intenso, atoro en la garganta o ahogo, desmayo o sensación de pérdida inminente de la conciencia.
Estos síntomas se viven con frecuencia como señales de riesgo para la vida: la persona piensa que va a morir, y el miedo a morir aumenta la ansiedad y la angustia. Se juntan las dos sensaciones, la psicológica y la física, ambas de forma muy intensa. Llega entonces el ataque de pánico: “me va a dar un infarto”, “me voy a asfixiar” son pensamientos recurrentes. La persona que lo está sintiendo cree de verdad que se va a morir.
Los ataques de pánico pueden tener muchas causas, pero en general se dan cuando la persona no es capaz de identificar problemas emocionales que enfrenta, de reconocer lo que le molesta y sobre todo de no poder expresar sus sentimientos. A veces por temor a la pareja, a los padres o autoridades, la persona, para evitar el conflicto, se guarda y silencia sus emociones, que se van acumulando y convirtiendo en una bomba interior. Los ataques de pánico son una señal de alerta que nos da el cuerpo: nos está avisando que hay cosas que no estamos resolviendo de manera adecuada.
El ataque de pánico además tiene un elemento de refuerzo propio. Es un círculo vicioso, porque después de sufrir un ataque la persona queda con miedo al próximo episodio. En el trabajo, al atender una tarea como hablar en público, presentar un informe o bajar a un sótano, la persona piensa que no va a poder, y el miedo refuerza los riesgos de ataque. Muchos pacientes optan por tomar alcohol o drogas para evadir los ataques de pánico.
Ante el primer ataque de pánico lo recomendable es ir a urgencias o a control médico, de manera que se revisen con detalle todos los síntomas. Es muy importante un examen a fondo del estado cardiaco, pulmonar, etc., de manera que la persona afectada pueda, racionalmente, saber que los riesgos que tiene de muerte por estas causas son inexistentes, y enfrente el siguiente ataque sabiendo que no se va morir, que se trata de algo psicológico. Cuando alguien sufre un ataque, lo ideal es que esté preparado: que sepa ya de qué se trata y pueda responder con algunas técnicas básicas de respiración y relajación.
Por lo general, el primer tratamiento para los ataques de pánico es químico: se recetan ansiolíticos para regular la producción de las sustancias que se liberan en estados de extrema ansiedad, y cuando se vuelven recurrentes, se añaden antidepresivos.
El tratamiento completo requiere buscar los conflictos emocionales o psicológicos que están provocando los ataques de pánico. Lo ideal es que la persona trate de entender qué le pasa: eso es lo realmente sanador. Sin embargo, esta es la parte más compleja y dolorosa, pues cuando una persona llega a los ataques de pánico es porque tiene muchos sentimientos que no ha podido expresar.
Es frecuente que la persona se resista a explorar las causas de su angustia, pero debe hacerlo, porque siempre la ansiedad tiene algún significado. Con frecuencia hay un patrón hereditario, que proviene de formas de conducta aprendidas en el ámbito familiar o de respuestas a las presiones de los seres cercanos. Sin embargo, para eludir estas cuestiones, la condición se atribuye a la genética, y no se va más allá.
Así que además de la medicación inicial, lo más importante es hacer terapia. Cada persona puede buscar el tipo de terapia que se acomode más a su forma de ser y a sus expectativas. Siempre hay que recordar que mientras más se aplace este enfrentamiento a las emociones y sentimientos que nos incomodan, más se pueden agravar los síntomas.
También hay que buscar formas de relajación y liberación de energía: yoga, meditación, ejercicio, TRE (Ejercicios para la Liberación de la Tensión y el Trauma). Y es fundamental sacar tiempo para el goce personal y no solo para el trabajo y para atender hijos, padres o parejas.
Los niños también tienen ataques de pánico, solo que se manifiestan de otras formas: terrores nocturnos, vuelven a dormir en la cama de los papás, dolores de cabeza o dolores de estómago frecuentes. Hay que estar atentos, y no pensar siempre que comieron más dulces de lo debido.
Testimonios
Gael, 31 años
El primer ataque lo tuve a los 29 años. Estaba saliendo de trabajar y me sentí muy mareado. Comencé a respirar mal, las manos y los pies se me comenzaron a cerrar, yo intentaba mantenerlos abiertos. Tenía el corazón acelerado y cada respiro parecía el último. Le dije al señor del taxi que me estaba muriendo.
Me dejó donde unos amigos médicos. Me examinaron y todo parecía estar bien. Yo me sentía fuera de control. Una de mis amigas, médica, me dijo: “tienes un ataque de ansiedad”. Nunca había oído ese término.
Se volvieron repetitivos. Llegué a tener hasta cuatro por día. Mantenía una bolsa de papel para soplarla y así no hiperventilar. Un día durante el cuarto ataque de pánico del día, no hice nada: pensé que prefería morirme.
Aprendí técnicas de respiración y pude controlarlos. Hace mucho no me daban, hasta hace poco que me volvió a dar y ni respirando se fue. Volví a sentir agonía pero esta vez, a pesar de todo, algo me decía que no me iba a morir.
María Paula, 32 años
Tuve mi primer ataque de pánico a los 26. No sabía qué era. Salí para urgencias a las tres de la mañana. En la clínica me dijeron que todo estaba perfecto y que los exámenes no mostraban nada. No me dijeron que podía ser un ataque de pánico, sino que era estrés y me mandaron a la casa.
En los tres años siguientes tuve unos diez. Algunos eran más suaves: hiperventilaba y me daban ganas de llorar o respiraba con dificultad. Pero tuve unos muy agresivos: se me dormía el cuerpo desde los pulmones hasta la punta de la cabeza (lengua y cuero cabelludo incluidos), las manos se me paralizaban, tenía taquicardia. Sentía que si no llegaba a una clínica me iba a morir.
La última, vez el médico que me atendió en urgencias dijo “ve a un psicólogo y para de trabajar tanto”. Decidí empezar terapia y me dejaron de dar. Pero tuve que cambiar muchos aspectos de mi vida: carrera, trabajo y la forma de relacionarme con los demás.
Fernando, 37 años
A veces me toca dejar lo que estoy haciendo. Salir del trabajo e irme para la casa. He sentido que me voy a morir. Una vez fui tarde en la noche a urgencias, estaba desesperado, no me bajaba la taquicardia y me dijeron que estaba muy estresado. Me hice revisar la tiroides, el corazón, el azúcar. La última vez llevaba dos noches sin dormir y tuve que pedir un médico domiciliario para que me pusieran una inyección para poder dormir.
A veces veo venir los ataques de pánico: te da más calor o te empiezan a sudar las manos, hay dificultad para respirar o se te acelera el ritmo cardiaco. Lo que me parece más difícil es que todos esos síntomas muchas veces pueden ser atribuibles a otras cosas. Un día que esté haciendo calor o te dé calor en la oficina es normal que te suden las manos, pero como estás prevenido por los ataques anteriores, solo por eso piensas que viene un ataque de pánico, y resulta que no. Entonces hay que aprender a lidiar con los ataques y con el miedo a los ataques.
Entrevista al doctor Jairo Villa, especialista en psiquiatría.
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