El libro Rituales cotidianos relata los hábitos de más de 160 escritores, artistas, cineastas, científicos y filósofos desde el Renacimiento hasta hoy.
No es raro que después de terminar un libro o una película, o de escuchar una composición clásica prodigiosa o de visitar un museo o galería de arte nos preguntemos: ¿Cómo alguien pudo hacer esto? Esa pregunta tiene siempre, al menos, dos respuestas. La primera es la que nos podría dar un conocedor empírico o académico: técnicas, referentes de inspiración, menciones a experiencias que marcaron a un autor o que contribuyeron a sembrar esa idea que su genio logró aterrizar. La segunda, más prosaica, es que esa persona se sentó un cierto número de años a robarle tiempo al día para hacer su obra.
Y aunque esta segunda respuesta suele ser desdeñada por especialistas, por parecer accidental o no permitirnos hacer comentarios inteligentes sobre una obra, puede ser una de las dimensiones más humanas, interesantes y divertidas a la que uno se pueda acercar.
Al menos eso es lo que uno queda pensando después de leer Rituales cotidianos: cómo trabajan los artistas del norteamericano Mason Currey. Este pequeño libro retrata los hábitos y rutinas cotidianas de más de 160 escritores, artistas, cineastas, científicos y filósofos desde el Renacimiento hasta hoy.
Inicialmente se trató de un ejercicio de procrastinación de su autor que, preso de un bloqueo en su propio trabajo creativo, comenzó a averiguar cómo era que otros antes que él habían logrado organizar su vida para producir esas obras que día tras día nos siguen inspirando a los seres humanos. Como él mismo anota en el prólogo del libro, le asombró lo bien documentadas que estaban estas rutinas de trabajo creativo en diarios, cartas y biografías principalmente. Gracias a este hallazgo, comenzó a llevar un blog, Daily Routines, que terminó siendo el germen del libro que publicó en 2013 en los Estados Unidos y que tradujo al poco tiempo la editorial madrileña Turner.
¿Cómo realizar una obra creativa que valga la pena mientras te ganas la vida al mismo tiempo? ¿Es mejor entregarse por completo a un proyecto o dedicarle pequeñas porciones de cada día? Y cuando parece no haber tiempo para todo lo que esperas lograr, ¿tienes que renunciar a algunas cosas (horas de sueño, ingresos, casa limpia), o puedes aprender a condensar tus actividades, hacer más en menos tiempo, “trabajar con más inteligencia, no más”, como siempre me dice mi padre? En líneas más generales, ¿son incompatibles la creatividad y la comodidad, o sucede lo contrario: encontrar un nivel básico de confort cotidiano es un requisito del quehacer creativo sostenido?
Ahora bien, creo que estas preguntas podrían ser del interés no solo de los aspirantes a recorrer los caminos del arte, la ciencia o la escritura, sino de cualquier persona. Organizar el tiempo, al fin y al cabo, no es solo tarea de artistas y creadores. Todos padecemos y sobrellevamos ese pequeño infierno que es trazar un ritual cotidiano para hacer coexistir nuestras necesidades, gustos y compromisos de todo tipo en las mismas veinticuatro horas. Y además, a mi juicio, hay un gran alivio en descubrir que muchas de nuestras angustias diarias las compartieron otros que encontraron formas de resolverlas para producir obras extraordinarias.
Por supuesto, lo primero que imagina uno es que para hacer grandes obras hace falta ser un trabajador obsesivo y dedicado, seguramente con la agenda copada o lleno de manías. En el libro desfilan varios perfiles que confirman esta idea hasta el mismísimo absurdo cómico. Beethoven, por ejemplo, incluía entre sus hábitos contar los 60 granos que usaría cada día para el café y acostumbraba a tararear mientras se aseaba, bañaba y afeitaba, en tal grado de concentración y tan duro que podía hacer reír a carcajadas a sus empleados domésticos. Pero sin duda, pocos rituales más absurdos que los de Truman Capote. Solo era capaz de escribir acostado, interrumpía constantemente el trabajo por nimiedades como tener más de tres colillas de cigarrillo aplastadas en su cenicero, no era capaz comenzar o terminar algo los viernes y se negaba a aceptar habitaciones de hotel cuyos números considerara de mala suerte.
También supone uno que los genios son aquellos que podían producir sin dificultades. Y de hecho, sí han existido. Sorprenden mucho los capítulos dedicados al pintor Andy Warhol, al compositor musical Dmitri Shostakovich o al escritor italiano Umberto Eco. Viendo sus rutinas cotidianas puede uno llegar a pensar que el horario creativo es un accesorio y que cualquier momento es útil para quien lo sabe aprovechar. O que la rutina y las horas de encerrarse en el estudio pueden ser solo una treta para desestancarse cuando las cosas no marchan bien, como hizo y recomendaba el escritor y periodista norteamericano David Foster-Wallace.
Sin embargo, Rituales cotidianos también permite ver que siempre han sido muchos los que sufren con sus propios demonios, tareas y necesidades. Resulta impactante y descorazonador el testimonio que ofrece el capítulo sobre la poeta Sylvia Plath: le costaba demasiado crear, desbordada por la maternidad y las tareas hogareñas. La mirada íntima que ofreció Georges Sand, la amada de Chopin, sobre el tenaz proceso creativo del compositor musical es aterrador e iluminador por igual. Y ni qué hablar de los que lucharon contra una adicción o un desasosiego profundo como John Cheever con el alcohol, el sexo, la necesidad del trabajo y el manejo de la culpa con una vida privada revuelta y emocionalmente confusa…
Y aún con esto, creo que nos sigue quedando por fuera lo más extraordinario de este pequeño libro: descubrir que hubo y siguen existiendo individuos, cientos de ellos, que encontraron cómo volver habitable el ritual de la rutina, haciendo coexistir trabajo, creación y vida privada, de modos que cualquiera de nosotros podría imitar.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir son ejemplos icónicos. Charles Darwin, por otra parte, llevaba una cotidianidad intermitente pero constante que lo hacía ingresar tres o cuatro veces al día al estudio, haciendo pausas para pasear o compartir con su familia. El caso de Woody Allen es iluminador en cuanto resalta la necesidad de las sorpresas y estímulos externos para encontrar soluciones e ideas, por medio de paseos, cambios de ambiente y baños. Y el del poeta Wallace Stevens prueba que, para algunos, tener un trabajo mundano —él fue corredor de seguros— puede ser el factor que organiza el día y permite despejar de ansiedades el trabajo vocacional y personal.
En últimas, de leer Rituales cotidianos nos queda la sensación de que no hay que ser un genio y producir toneladas. A lo mejor basta con aprender a lidiar con cada uno de nosotros, como hizo el poeta irlandés W. B. Yeats: solo producía tres o cuatro versos al día en tres horas de trabajo. Recordatorio de que el problema es, simplemente, encontrar el modo que mejor se nos ajusta para ser capaces de avanzar, así sea solo un paso a la vez.
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