La autora de estas líneas tenía cero interés en la cocina, pues pensaba que la sazón era un talento con el que no había nacido, pero la cuarentena cambió esto.
na cosa tuve segura durante mi adolescencia: nunca aprendería a cocinar. Al menos no hasta muy entrada en la adultez. Más de una vez mi mamá me dijo que había aprendido a cocinar porque le tocaba y no porque lo disfrutara, salvo la tortilla española y el ajiaco. No recuerdo que haya tenido la intención de enseñarme a preparar nada más que huevos y arroz, y tampoco tuve el ánimo de pedirle que me enseñara a hacerlo.
Mientras fui creciendo me enfrenté a la cocina por algunos periodos en los que mi mamá se iba al exterior, o cuando me moví de Pereira a Bogotá para hacer la práctica universitaria. Mis almuerzos daban risa y vergüenza: sánduche de carne, pasta seca con pollo insípido, arepa con jamón y queso. Mis compañeros me aconsejaban, me sugerían formas fáciles de cocinar, pero a mí nada me animaba. Vivía con una prima que intentó en repetidas ocasiones estimular mi entusiasmo en la cocina, pero de otra cosa yo estaba segura: con la sazón se nacía y era bastante obvio que no era de mis talentos naturales.
Desde que empecé la vida adulta, por llamar de alguna manera a ese momento en el que uno consigue su primer trabajo, traté de garantizarme la posibilidad de comprar la comida hecha. Al menos un corrientazo decente, así tuviera que bajarle a la fiesta y a otros placeres de mi paladar. Algunas veces pude hacerlo, en otras tuve que volver al pollo insípido y al atún enlatado. Cuando volví a Bogotá, en mayo del año pasado, me hizo ilusión tener un trabajo que me permitiera comprar el almuerzo todos los días. Nada de cocinar.
Fui completamente feliz por poco tiempo. En mis anhelos juveniles no se cruzó nunca la posibilidad de que durante el 2020 una pandemia acabaría con mi única certeza: nunca aprendería a cocinar. Pero de pronto, salir a comer a un restaurante cercano dejó de ser una opción y los domicilios tampoco eran muy recomendables. Casi pude escuchar a mi estómago gritar que no recibiría las insulsas preparaciones del pasado. Tenía que cambiar.
Por fortuna, al inicio del aislamiento, vivía con una amiga que se animó a buscar recetas en internet y en chats de amigas. Su bagaje era más amplio que el mío y pronto se convirtió en mi referente e inspiración. La veía hacer platos vegetarianos rápidos, fáciles y deliciosos.
Pregunté mucho, probé, observé y ensayé. Algunas cosas empezaron a tener buen sabor y la señora sazón me guiñaba el ojo a lo lejos.
El aislamiento social, además de un poco de angustia y soledad, ha sido una oportunidad para darme cuenta de que cocinar no es distinto a aprender a hablar o montar en bicicleta: se trata de tener ganas e insistir, practicar. Ahora mi relación con la cocina es más armónica y afable, a pesar de que algunos días los experimentos terminan en desastre y decepción, y no me quedan ganas de volver allí ni para lavar las ollas.
Como la vez que, por creerme muy veloz, no me percaté de que aún no había cocinado la carne molida y la metí cruda en la olla de la pasta ya cocinada. Todo quedó nadando en agua. Puse el fuego en bajo y recé para que la pasta no se convirtiera en una masa chiclosa, mientras la carne se cocinara un poco. El resultado no solo fue demorado sino insípido y sin gracia, otra vez. El gesto de mi compañera era entre lástima y desconcierto, porque no sabía si rescatarme de la torpeza o consolarme.
Hoy tengo varias sartenes, ollas y utensilios de cocina que heredé o compré con todas las ganas de poner en práctica esas recetas deliciosas que veo en YouTube. De preparar el pepino que hace unos meses confundía de vista con un apio y al que me referí como zucchini en alguna ocasión. Ahora tengo ganas de llenar la nevera y el plato de brócoli y coliflor, esos diminutos árboles que antes me parecían desabridos y un poco malolientes.
Y no es que ahora prepare platos sofisticados, pero me defiendo. Cada día intento hacer algo distinto, pese a que tengo algunos comodines que me salvan cuando la ciudad amanece lluviosa y triste y no me dan ganas de hacer un llamado a la creatividad. Las verduras al vapor sobre un puré de papa con espinaca, son un alivio durante esos días opacos. Aunque cada vez compro menos carne animal, el pollo a la naranja se me antoja de vez en cuando. Los granos como fríjol, lenteja y garbanzo los como con menos frecuencia pero están dentro del menú. Y el coliflor apanado, las tortillas de verduras y las hamburguesas de falafel, son amigos incondicionales.
La cocina ha dejado de ser un lugar de paso, para ser uno de experimentación. Antes entraba para asar una arepa con queso o servirme un cereal con leche. Ahora me gusta preparar mis propias arepas: amasar, probar, poner algunas sobre la sartén y guardar el resto de la mezcla para la comida del día siguiente. Encontré la magia en la oportunidad de diferenciar mejor los sabores y en la posibilidad de alimentarme con una mezcla de ingredientes a la medida de mi gusto.
Además, el síndrome del intestino irritable empieza a ser amable conmigo porque lo soy con él; las comidas procesadas, las gaseosas y las frituras han quedado reducidas a algunos pequeños gustos de fin de semana, y mi tránsito intestinal se ha tornado normal y tranquilo la mayoría del tiempo. Mi bolsillo me permite otros placeres como los tomates secos, los arándanos en los pancakes, el queso gouda y los cuchillos afilados; porque la comida de la calle no se lleva todo mi dinero. Mi creatividad se estimula y mi sazón, poco a poco se va fortaleciendo, aunque no haya nacido conmigo.
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