Tan importantes para nuestra especie como los antepasados que cazaban bisontes y alimentaban a las primeras tribus, fueron los que se quedaron en las cuevas pintando esas escenas de caza.
s posible que quien estuviera pintando bisontes y ciervos y caballos hace más de 14.000 años en las paredes de lo que hoy llamamos la cueva de Altamira no tuviera tiempo ni ganas de ir a cazar estos animales con sus compañeros de la tribu.
A lo sumo, el ocioso —o la ociosa— que se dedicaba a tan improductiva tarea tendría el tiempo suficiente para ir a contemplar los bisontes mientras pastaban en la llanura, o para verlos correr mientras los cazadores desplegaban sus artimañas para lancearlos y luego traer la carne a la cueva como trofeo. Quizá participaban, sí, en armar la fiesta para celebrar el éxito de su correría, y hambrientos asar la carne sobre el fuego que iluminaba a los presentes y hacía temblar las sombras en la superficie de la roca.
Mientras los otros cazaban, recolectaban frutos y bayas, iban por agua, recogían madera, prendían el fuego, desollaban y descuartizaban el animal, asaban la carne, cuidaban a los ancianos y a los niños, este hombre o esta mujer (lo más probable es que fueran varios, y de diversas épocas) se empecinaba en atrapar la imagen del bisonte que tenía en su mente y quería fijarla para siempre en unos cuantos rasgos esenciales.
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para decorar la cueva y hacerla más bonita, más alegre? ¿Para dejar huella de la presencia del grupo en el lugar? ¿Para realizar un ritual religioso? ¿Para sacar de su interior a los búfalos porque quería o necesitaba exorcizarlos? ¿Para hacer un altar a la belleza? ¿Para asombrar a sus compañeros? ¿Para transmitir un mensaje? ¿Para expresar lo que sentía? ¿Para acuñar un símbolo? ¿Por qué sí? Misterio.
Como dijo el pintor Whistler de manera lacónica: “El arte sucede”. Y el arte sucede, se hace realidad, porque alguien tiene el tiempo para que suceda, así otros consideren que no tiene utilidad y carece de valor porque no tiene función, no sirve a un propósito evidente.
Debía ser extraño para amigos, familiares y compañeros ver a un hombre o a una mujer dedicar su tiempo a pintar, a realizar una actividad incomprensible para quien tiene verdaderos afanes y necesidades en la vida, como cazar para comer y protegerse del frío, tallar las piedras y afilarlas para se hundan de manera eficaz en la carne de los animales o para limpiar la piel. Pintar cuando hay tanto que hacer para sobrevivir. ¡Qué desperdicio!
Aunque es de imaginar que la mayoría de ellos se asomaban de tiempo en tiempo al fondo de la cueva a contemplar con asombro cómo iba apareciendo en la superficie de la roca el animal hermoso y fascinante, pleno de color y de poder.
Al ocioso que creó esas criaturas de dos dimensiones le bastaba el asombro de los otros. Y no esperaba otra cosa distinta a compartir su propio asombro. No sabe de dónde proviene ese impulso oscuro y misterioso que es su obsesión por dibujar, y menos aún por qué ha escogido a bisontes y ciervos y caballos en lugar de, por ejemplo, pájaros, árboles, flores, montañas, lagos, ríos, soles, estrellas o nubes. A veces deja la huella de su mano impresa en la roca, impresionado, tal vez, del poder que tiene su mano para crear imágenes o para dejar su huella en el espacio y el tiempo.
El artista, el ocioso, el que tiene tiempo para perder el tiempo pintando, el que se inventa un tiempo propio que no existe para los demás y lo dedica a hacer aparecer cosas de la nada, es probable que de vez en cuando se pregunte si tendrá sentido hacer lo que hace. Si no estará perdiendo el tiempo, como quizá se lo dicen de manera insistente los otros, que lo necesitan para realizar alguna tarea urgente.
"El arte sucede, se hace realidad, porque alguien tiene el tiempo para que suceda, así otros consideren que no tiene utilidad y carece de valor porque no tiene función".
La poeta argentina Alejandra Pizarnik se preguntaba: “si digo agua ¿beberé? Si digo pan ¿comeré?”. El poema lleva por título En esta noche, en este mundo. Terrible pregunta que se hace quien solo tiene la posibilidad de decir, de escribir, de expresar hambre y sed, y sabe que al escribir estas palabras no hará aparecer el pan que la alimentará ni el agua que habrá de refrescar su boca.
Al fin y al cabo el artista, el ocioso, el que tiene tiempo libre no escapa a la terrible maldición del Dios del Antiguo Testamento, escrita a sangre y fuego en el libro del Génesis, cuando el creador expulsa del Paraíso a Adán y Eva por haber desobedecido la advertencia de no comer el fruto del árbol del bien y del mal: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!”.
Maldición que, vale la pena subrayar, cobija a todas las criaturas, pues todas están condenadas a esforzarse y a luchar para poder alimentarse y para evitar ser el alimento de otras criaturas.
No sé, nadie sabe, cuáles serían las relaciones que tendrían el pintor o la pintora con sus compañeros de cueva, pero algún pacto o negociación debió existir entre ellos para que el pintor pudiera sobrevivir y disfrutar de la comida que otros cazaban y recolectaban, y para que no fuera condenado a la expulsión de la tribu. O tal vez los otros le atribuyeran al artista poderes mágicos y peligrosos con los que sería conveniente no pelear, y habilidades de las que pudieran sacar algún provecho, como una mejor manera de tallar la piedra para fabricar armas y otros objetos deseables.
Aún hoy, las relaciones entre un joven que desea ser artista y su familia son, para decir lo menos, conflictivas, y sigue siendo una terrible advertencia la que los padres le hacen a su hijo, cuando con valor este se atreve a confesar sus intenciones: ¿Y de qué vas a vivir? ¿Cómo te piensas ganar la vida? ¡Te vas a morir de hambre!
Alejandra Pizarnik plasmó este dilema en el mismo poema anteriormente citado:
Lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve
Y entre nosotros, el que quiere hacer visible el alma y la mente y el espíritu puede ser muy peligroso, en el sentido en que pone en duda nuestra manera de concebir la vida.
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