A punto de retirarse del oficio en el que lleva más de 20 años, el doctor Becerra resalta la importancia de formar profesionales de la medicina honestos, sencillos y no enfocados en el reconocimiento.
Mientras se charla con Antonio Becerra Gómez es inevitable fijarse en sus manos. Son las manos grandes, nudosas y fuertes de un hombre que ama la vida del campo, con la destreza necesaria para los trabajos de la tierra. Sin embargo, verlas moverse revela algo más. Basta preguntarle por su trabajo en el quirófano para que, al explicar cualquier procedimiento, sus dedos recreen delicadas coreografías de movimientos precisos, como los de un relojero al ubicar una pieza o los de un director guiando poco a poco una orquesta al silencio.
Antonio Becerra Gómez es neurocirujano y jefe del servicio de Neurocirugía de Colsanitas. Estudió medicina en la Universidad del Rosario y más tarde se especializó en Neurocirugía en el Instituto Neurológico de Colombia, entonces adscrito a la Pontificia Universidad Javeriana. Continuó sus estudios en la Universidad Libre de Bruselas, y ha recibido entrenamientos en Alemania y los Estados Unidos. Cuenta con más de veinticinco años de experiencia en cirugía de cerebro y columna.
No obstante, el reconocimiento lo ha tenido siempre sin cuidado. Se considera un hombre más con una habilidad como cualquier otra. “La neurocirugía es una ciencia, pero creo que también una artesanía, como la del joyero o el orfebre.” Y como buen artesano, el doctor Becerra se reconoce en el trabajo que es capaz de hacer con sus manos.
A este hombre de alma ligera, una discreta escultura de vaca en la sala de su casa le sirve de excusa para hablarnos de su amor por los animales, y pasar a comentar con orgullo la vida de sus tres becerras, sus tres hijos. Un libro sobre los Llanos Orientales da pie para conversar sobre los ríos y tierras donde ha pasado algunos de sus mejores días desde su infancia, entre caballos, ganado y peces. Y una discreta escultura prehispánica de un palmo de altura le sirve para volver sobre la cara que más le agrada de su oficio: “Fue un regalo de un paciente. Me dijo que así como yo le había devuelto la vida, él quería también darme de vuelta algo invaluable, algo que había estado en su familia generaciones atrás”.
¿Qué encanto encuentra usted en un oficio tan complejo y de tanta responsabilidad como la cirugía de cerebro y columna?
Para mí operar es un placer. Como cuando uno está buceando, concentrado en la inmersión, avanzando lentamente... Por supuesto, también me encanta ayudar a los pacientes, hacerlo con el mayor cariño y todo el cuidado del mundo. Por eso no me gustan las cirugías de trauma, las hemorragias, las cosas catastróficas. Las hice por mucho tiempo, pero es muy duro ir apagando incendios. Un aneurisma, por ejemplo, si se revienta se vuelve un problema complicadísimo, con una mortalidad hasta del 75 por ciento. En cambio, si uno opera a tiempo a una persona, la morbimortalidad puede bajar al cinco o siete por ciento. Es un abismo. Por eso prefiero lo programado, lo que yo sé que si lo hago bien, termina perfecto.
Varias de las patologías que usted trata, justamente como los aneurismas o los tumores cerebrales, son muy silenciosas. ¿Qué se puede hacer para detectar a tiempo y poder programar esa cirugía?
Muchas no se pueden prevenir. Por ejemplo, hoy se presentó el caso de un señor que tiene un tumor gigante, como una naranja. La única molestia del señor ha sido dolor ocasional de cabeza. Con eso le digo todo. Precisamente uno de los signos de alarma importantes puede ser el dolor de cabeza, por ejemplo, cuando está asociado a visión borrosa, náuseas, vómito o a otros síntomas como que se duerma o tiemble una mano, una pierna, una sensación de inestabilidad al caminar, visión doble, o si es tan intenso y repentino que lo despierta a mitad de la noche… Ahí es que se detectan oportunamente muchas de estas afecciones.
¿Cuándo supo que quería dedicarse a la neurocirugía?
Yo no quería estudiar medicina. Mi papá era neurocirujano y no tenía tiempo para nada, vivía estresado. Yo soñaba con ser ganadero, zootecnista, veterinario, cualquier cosa relacionada con el campo. Pero el país pasaba un muy mal momento y no tenía mucha posibilidad. Sin embargo, por el trabajo de mi papá, teníamos un microscopio quirúrgico en casa y él me puso a jugar ahí desde niño. “Venga, mijito, coja este cigarrillo y sáquele cada hebra….”. Era muy entretenido y muy pronto desarrollé cierta destreza. Y desde pequeño ya tenía una curiosidad muy marcada por la anatomía, inicialmente por la de los animales. Creo que por eso fue muy natural que después mis profesores me envenenaran con la cirugía, como le llamábamos nosotros a la afición que nos sembraban los profesores cuando estábamos en el internado.
¿Cómo era la neurocirugía antes del microscopio quirúrgico?
Era absurdo: se hacía a ojo pelado. Hay cosas que no se pueden tocar, como los nervios ópticos. Y hay tumores que nacen entre los nervios ópticos: si uno los toca o los mueve, puede dañarlos. Entonces imagínese la complejidad. Es que incluso gracias a la microcirugía hay cosas que requieren de demasiada delicadeza y muchísima paciencia, de cariño y amor, mejor dicho. No hay que correr, como le digo a mis estudiantes: si necesita media hora para aflojar o soltar un tumor, tómese la media hora con toda tranquilidad.
Como profesor, ¿qué aptitud busca desarrollar en un futuro colega? ¿Cómo hace para enseñar algo tan delicado?
Yo creo que uno nace con ciertas habilidades manuales y de composición tridimensional. Y lo primero que se tiene que hacer es desarrollarlas, en especial algo que se llama identificación cerebro-mano. Uno la trabaja haciendo talleres para que la persona desarrolle destreza manipulando objetos con el microscopio. Y una vez ya está eso, uno le deja el visor principal al estudiante, mientras le va diciendo, llevando su atención de una cosa a otra, como en un dictado, mientras uno permanece listo para resolver cualquier inquietud o inconveniente. Como aprender a manejar.
Usted me contó antes que su esposa siempre se da cuenta cuando usted está preocupado por un paciente. ¿Nos puede contar un poco sobre ese malestar?
Sí, claro. Primero que todo, yo no hablo mucho de los pacientes acá en la casa. Intento que aquí haya otro ambiente. Pero cuando tengo un paciente complicándose mi esposa y mis hijas me dicen que me noto más callado, ocasionalmente de mal humor, me despierto más temprano, hasta me desvelo. Me afecta mucho que un paciente se infecte, entre en coma, haga un infarto cerebral... Cualquier imprevisto que se pueda presentar. Al fin y al cabo, todos tenemos una enfermedad terminal que se llama estar vivos. Pero imagínese el dolor de una familia, de un paciente, cuando sale de cirugía bien y comienza a deteriorarse. Eso es gravísimo. Me duele terriblemente.
¿Cómo es tramitar estos duelos y preocupaciones?
Es muy difícil. Afortunadamente, esos dolores los mitigan también los triunfos con los otros pacientes. Eso es como el bálsamo que ayuda a seguir adelante. Porque hay momentos de crisis y me he dicho que no, no voy a seguir operando…
Hablemos un poco de su amor por la vida del campo… ¿Qué sembró en usted esa otra pasión de su vida?
De las cosas más tristes que recuerdo de mi infancia era saber que mi papá viajaba al Llano y me decía que no me iba a llevar, o yo me despertaba y él ya se había ido. Me daba muy duro porque mi mayor felicidad era ir al Llano. Íbamos hasta por un mes. Allá yo tenía la oportunidad de hacer todas las actividades que uno se pueda imaginar, desde montar bicicleta hasta aprender a enlazar y a jinetear, o ir de cacería o de pesca. Había unos lagos donde aprendimos a nadar y también a pescar con flechas. Son cosas que solamente pasan allá. Y es que mi papá, que estudió en los cincuenta en la Clínica Mayo en los Estados Unidos y fue uno de los que trajo la microcirugía a Colombia, era de origen campesino. Nació en Sogamoso como sus padres, aunque el abuelo con el que se crió era un campesino llanero.
Y hace más de treinta años su padre fue secuestrado...
Mi papá tenía una finca por Tocaima y una vez se fue para allá con mi mamá. Yo estaba estudiando neurocirugía en el Instituto Neurológico cuando recibí una llamada de un tío: “se llevaron a tu papá”. Ahí comenzó el calvario: primero ni sabíamos quiénes lo tenían… Luego el primer aviso, que no le dijéramos nada a las autoridades porque corría peligro la vida de él, después una carta confirmando que era un secuestro, un cassette con la voz de mi papá en que decía que estaba bien y que no dijéramos nada… Hasta que comenzaron las exigencias económicas.
Así duramos los primeros seis meses. Nos dijeron que ya en diciembre llegaba, y arreglamos la casa y esa emoción esperando a que ya llegara… Y nunca llegó. A los dos años me llamó el fiscal, porque yo ya había avisado a las autoridades. Que iban a visitar “la tumba del cirujano”, me dijo, que habían capturado a unos guerrilleros cerca de la finca y que uno de ellos decía que sabía dónde quedaba ese lugar. Que podía ser mi papá. Y cuando trajeron los restos a Bogotá, fui. Efectivamente, ese se trataba de mi papá. Es increíble lo que uno puede reconocer, así sean solos los huesos. Lo que es la fisionomía de la gente.
Es sorprendente el aplomo con el que habla del tema, ¿siente que a pesar de todo pudo atender y hacer ese duelo?
Afortunada o desafortunadamente, la vida sigue. Nosotros fuimos unos de los favorecidos que pudimos cerrar el capítulo. Conozco varias familias que nunca pudieron ni supieron qué fue lo que pasó. Nosotros pudimos darle sepultura. Yo era un adolescente tardío, como lo son mis hijos hoy en día, cuando me tocó enfrentar eso, y desde entonces me quedó, nos quedó a todos, esa herida en el corazón. Esas llagas van sanando, pero eso sí, el daño quedó hecho, las cicatrices quedan. Esas no se van.
Ahora que menciona a sus hijos, solo una de ellas quiso estudiar medicina y usted no la animó. ¿Podría contarnos por qué?
Porque la vida del médico es muy dura, demandante y hoy se gradúan muchos más que en mi época. Muy probablemente les toque mucho más difícil. Ella había insistido con que quería medicina y eso duró un par de semestres. Y un día llegué a la casa temprano y me dijo “Papi, necesito hablar contigo.” Se puso a llorar. “Es que lamento mucho defraudarte”. La mamá ya me había dado puntaditas para suavizar el tema, así que para que la cosa sonara espontánea, le dije: “¿pero qué pasó?, ¿estás embarazada?” [risas]... “No, papá, cómo se te ocurre. Es que ya no quiero estudiar medicina”. Para mí fue un alivio, era algo que no tenía ningún problema. Le di un abrazo y la felicité. Me pareció de mayor templanza y mayor verraquera que se parara a decir que no, no quiero esto, me doy cuenta que me equivoqué. Equivocarse es de humanos.
Antes me comentó que piensa retirarse pronto, “colgar el diploma”...
Hay gente que dice que si me retiro en dos años va a ser un poco prematuro. Yo todavía me siento joven, hago ejercicio tres veces a la semana, monto bicicleta, hago entrenamiento funcional, intento estar muy activo en el campo, pero la cédula no niega los años. Y detrás viene mucha gente empujando, gente muy buena. Toca abrir espacios. Tengo varios alumnos ya neurocirujanos y he tenido la oportunidad de vincularlos a donde yo he estado trabajando y compartimos casos, experiencias, formación, intentando siempre inculcarles que sean profesionales honestos, sencillos, de carne y hueso, no endiosados. Qué mejor que dejarle el campo a los que uno mismo formó.
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