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Bienestar Colsanitas

Anestesiada por el trabajo

Ilustración
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Entre la menopausia y la pandemia, por poco no me doy cuenta de lo que realmente me estaba deprimiendo: mi adicción al trabajo.

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En mayo de 2021, la médica a quien consultaba por varios síntomas que estaba presentando me dijo: “estás ante una menopausia temprana”. Sonó a sentencia. Y, tras un rato de reflexión, entendí que lo que yo estaba asumiendo como normal era mi cuerpo avisándome de que las cosas iban a cambiar. 

Las tres o cuatro veces, durante los últimos 25 años, en las que mi ciclo menstrual desaparecía por varios meses y luego retornaba a su usual ritmo era una de esas señales, indicios. Sentí que se trataba de una especie de muerte interna, de un duelo que no sabía cómo procesar. Si esta vez mi ciclo se evaporaba del todo, ¿cómo me va a impactar? Leí algunos artículos sobre el tema y lloré. Mi cuerpo me había estado diciendo que algo ocurría, y yo no lo había escuchado con atención. 

En mi defensa quiero decir que ninguna de las alertas que me estaba mandando mi organismo afectaron mi desempeño laboral. Para mí lo importante era que el cerebro funcionara para entender una larga lista de ciclos administrativos y procedimientos que no viene al caso mencionar. Pero sobre mis ciclos, mis ritmos, mis tiempos nunca me enteré, ni me interesé, ni me cuestioné. Estaba tan ocupada siendo hiper productiva, siendo una trabajólica (adicción que por muchos años combiné con la adicción al azúcar y que compartí con varios jefes) que no tenía tiempo para mí. 

Pero como todo adicto, yo no reconocía que era adicta. Yo sólo tenía que “trabajar“ sin parar porque así lo exigían las funciones de mi rol. Por otro lado, yo sólo “tenía antojos incontrolables de dulce”. En muchas ocasiones me ausentaba de la oficina con el único propósito de atender el “antojo”. 

También me ausentaba de mí misma y de mis otras dimensiones de vida. La vida de familia, amigos, ocio, pareja para mí eran un asunto menor, casi inexistente, porque “tenía que trabajar”. Ni qué decir del autocuidado, como hacer actividad física, relajación, o tener momentos de conexión personal: para eso no había tiempo. En mis supuestos ratos libres “tenía que estudiar” para lograr el estatus de ultra eficiente y alcanzar nuevas oportunidades. Era experta en asignarme, sin necesidad, “encargos”, es decir, roles más exigentes y demandantes que superaban mis conocimientos o experiencia. Los aceptaba mientras me decía: “si no acepto esta oportunidad, después no me dan otras”. Esto hablaba de mi profundo miedo y desvalorización, la excusa perfecta para mantenerme “adicta”.  

LaConversacion Anestesiada CUERPOTEXTO

En esa misma dinámica me mantuve durante 23 años hasta la pandemia, hasta que un día el cóctel con ingredientes emocionales, laborales y físicos me llevaron a renunciar a mi trabajo. Para este momento mi alma ya estaba marchita, mi cuerpo sin vigor, sin frescura, sin lozanía y sin energía. Esta vez estaba deprimida. Lo que me había sostenido durante tantos años ya no estaba, se había extinguido, se había evaporado. La anestesia que me había adormecido estaba terminando su efecto de sedación. 

Así que tuve que empezar a recoger los pedazos de mi vasija y reconstruirla con mucha lentitud, con muchas lágrimas, con mucho dolor, porque claro, despertar de la anestesia tiene sus efectos secundarios. No en vano los profesionales médicos preguntan a sus pacientes cuando despiertan de un procedimiento quirúrgico: ¿sí se ubica espacio–temporalmente?, ¿siente mareo?, o cualquier otro síntoma que indique que debe guardar más tiempo de reposo antes de levantarse. 

Empecé a comprender cómo funcionan las hormonas, cómo es ser mujer en una nueva etapa de la vida. Aprendí a pedir ayuda. Aún sigo bajo los efectos de la anestesia, porque despertar después de tantos años de adicción laboral es un proceso que toma su tiempo. Esto implica experimentar el síndrome de abstinencia, porque ya no estaban presentes las sustancias químicas que generaba mi cerebro ante el estímulo del trabajo retador y desafiante que consumía todos mis recursos internos.  

Si bien me volví a vincular laboralmente en una empresa, descubrí que algo dentro de mí había cambiado. Lo ratifiqué cuando renuncié a este nuevo trabajo. Esta vez tuve la sensación de renunciar a un personaje y no a un trabajo, tuve la sensación de nacer y de ser un nuevo yo. Este yo, junto a sus años y años de terapia, tiene más consciencia corporal, está aprendiendo a atender las necesidades del alma, de comunicar lo que siente, de explorar más movimiento, de estudiar para aprender algo que disfruta y compartir más herramientas con las personas que acompaña en  ese camino del autoconocimiento y de la búsqueda de sentido. 

En ese nuevo ejercicio profesional que, por fortuna y sin planearlo, construí paulatinamente al encontrarme con la logoterapia y la escritura terapéutica, en esa búsqueda inconsciente por redireccionar mi vida y darle un mayor sentido de realización, me permito integrar en diferentes actividades los talentos, experiencia y conocimientos acumulados. Ahora me encuentro incorporando gradualmente con mayor libertad y responsabilidad, esos aspectos de la vida que por tanto tiempo ignoré. Mi cuerpo volvió a florecer y mi mirada se volvió  a iluminar. 

Las amistades se decantaron, las conversaciones se depuraron, los sueños se activaron, las nuevas ideas germinaron, las posibilidades se expandieron y los miedos, como globos, se desinflaron.   

Ahora giro alrededor del equilibrio y del autoconocimiento, tengo mayor claridad. Ahora sé que hay una oportunidad que yace en cada caos. Y en cierta forma, hasta le agradezco a la menopausia por frenarme en seco y abrirme la puerta que lleva a una vida lejos de la adicción al trabajo (y al azúcar).

 

*Claudia Caicedo es consejera en logoterapia; inspirada por el paisaje y la fría temperatura de la montaña, ahora escribe más, llora menos y no consume azúcar.

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