De aquella vez que me crucé con un bebé en un parqueadero, de la importancia de un gesto, y de cómo la pandemia cambió dibujos infantiles en todo el planeta.
Hace varias semanas oí a la escritora Yolanda Reyes comentar, en un conversatorio sobre su último y maravilloso libro titulado El reino de la posibilidad, que los niños que van a su jardín infantil ya están dibujando a las personas con tapabocas. De inmediato me vino a la mente una imagen de la época de la cuarentena obligatoria en Bogotá, por allá en julio de 2020: En el parqueadero de un centro médico al que acababa de llegar, delante de mí en la fila para pagar estaba una señora con su bebé en los brazos. Ella de espaldas a mí, la cara de él asomada por encima del hombro de su madre, frente a frente con la mía. El crío debía rondar los tres meses, esa edad en la que pueden mantener firme el cuello, pero no del todo. Miraba a su alrededor, con ojos muy abiertos, todo aquello que el movimiento rítmico de su cabecita le permitía ver.
Pensé en cómo al “genio” que creó el perrito que adorna el tablero de cientos de taxis en mi ciudad le debió bastar con observar a un bebé de brazos unos minutos para inspirarse. Estaba en esas, distraída pensando en el perrito de taxi, cuando la mirada del bebé y la mía se cruzaron y nos fijamos el uno en el otro por un instante. Le sonreí ampliamente, como suelo hacer cuando un bebé se interesa en mí y, para mi sorpresa, él me correspondió con una sonrisa más amplia aún, a pesar de que yo tenía el tapabocas puesto y no se me veía la boca. El bebé lanzó un grito agudo de emoción e hizo varios amagos de desprenderse de la mamá. Me estiró sus brazos, mientras yo le hacía gestos con mis ojos y mis cejas para divertirlo y mantener su interés.
Cuando la mamá se retiró de la caja del parqueadero, el bebé ya estaba entretenido con algo distinto. Mientras yo registré su rostro y su sonrisa en mi memoria, él olvidó la mía en segundos. Así son los bebés, claro. Pero es que, además, ¿cómo podría uno pretender que alguien pueda recordar una sonrisa que no puede ver? Me quedé pensando en esto mientras manejaba de regreso a mi casa, y en cómo en su corta vida ese bebé no habría visto más sonrisas que las de sus padres y quizás las de sus hermanos, si los tenía, o la de sus tíos y abuelos, si el confinamiento no les impidió la posibilidad de interactuar con el nuevo miembro de la familia. Con contadas excepciones, para ese bebé el tapabocas hacía parte permanente de los rostros humanos. Esto me llevó a preguntarme cómo podría un bebé crecer y desarrollarse sin ver que el mundo a su alrededor le sonríe.
Llegué a mi casa y seguí pensando en el efímero encuentro; en la amplia y espontánea sonrisa del bebé, como reflejo a un gesto de mi parte que no llegó a ver. Me pregunté si quizás habría sido la reacción a cierto guiño que adivinó en mis ojos, o si tal vez lo suyo fue la expresión natural de una criatura que reacciona esporádicamente, independiente al gesto que yo le estaba haciendo. En tono de asombro le relaté a mi esposo lo sucedido y cómo el mundo en pandemia sería un lugar distinto para los miles de bebés que, como mi amigo fugaz, estaban empezando a relacionarse con seres humanos que llevaban media cara cubierta. Mi marido, a quien usualmente pocas cosas lo sorprenden, me respondió de inmediato que una gran parte de la población mundial femenina tenía su sonrisa tapada permanentemente y allí también crecían bebés; que esto no era nada nuevo para millones de personas.
“Esto me llevó a preguntarme cómo podría un bebé crecer y desarrollarse sin ver que el mundo a su alrededor le sonríe”.
Seguí inquieta con mis preguntas e hice varias búsquedas en Internet sobre la importancia de las sonrisas en el desarrollo de los humanos. El consenso es que el intercambio de sonrisas con los niños contribuye a su bienestar emocional, sobre todo en esa primera etapa de su crecimiento. Suena demasiado obvio y dudo que alguien pueda demostrar lo contrario. Surgió entonces otro interrogante en mi mente: ¿Si la sonrisa es una de las formas más básicas de comunicación no verbal, si es ese lenguaje universal que no necesita de sonido alguno para expresar una gran variedad de emociones y sensaciones positivas (que incluyen felicidad, placer, simpatía, gratitud, amabilidad, aprobación, confianza, complicidad, y conexión con el interlocutor, entre muchas otras), ¿qué nos espera como sociedad si nuestros infantes no pueden ver las sonrisas de la mayoría de la gente?
Al oír el comentario de la autora en la conversación sobre su libro, volví a pensar en ese bebé y en las reflexiones generadas por nuestro breve intercambio de miradas. Ese chiquitín ya debe de rondar los dos años. Posiblemente balbuceará algunas palabras, y correteará con pasos inestables como su cuello cuando lo vi en esa fila del parqueadero. Seguramente seguirá sonriéndole a cuanta persona se le cruce en su campo visual, así no pueda verles la boca. Para ese bebé, que nació cuando el mundo apenas empezaba a enterarse de la existencia de una pandemia cuyas proporciones eran insospechadas, la gran mayoría de los humanos siempre llevamos la mitad de la cara cubierta.
A pesar de los picos recientes, y de la incertidumbre que aún existe en torno de la evolución del Covid-19 y sus futuras variantes, hoy sentimos cierta esperanza: la vacunación masiva, con la consecuente disminución en las tasas de mortalidad, y el aparente debilitamiento del virus, nos permiten imaginar que esos bebés que ahora están ingresando a los jardines infantiles podrán devolver la sonrisa a los rostros humanos en sus dibujos.
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