Frankenstein es una de las figuras de terror con mayor reconocimiento a nivel cultural. ¿Pero cuál es el temor que inspira?
En las primeras páginas de Frankenstein o el moderno Prometeo, un tal Robert Walton le envía cartas a su hermana en Inglaterra contándole cómo va su expedición rumbo al polo norte. En la primera de ellas (que también es la primera página del libro) le dice: “Insufladas por este viento de promesas, mis ensoñaciones se vuelven más ardientes y vívidas. Intento persuadirme en vano de que el polo es la cuna de la gelidez y la desolación, porque en mi imaginación siempre aparece como la tierra de la belleza y las delicias”. Apenas un par de páginas después, nos enteramos de que el polo sí es la cuna de la gelidez y la desolación: el barco de Walton queda atrapado en medio de vastas e irregulares llanuras de hielo que se extienden en todas direcciones y parecen no tener fin.
Ese fue el paisaje que encontró Matt Berninger, el vocalista de la banda norteamericana The National, cuando agarró por azar el libro de su biblioteca en uno de los tantos días en que lidió con la depresión. “La tundra congelada donde sucede el principio de Frankenstein encaja donde estaba mentalmente”, dijo alguna vez. El libro lo llevó a recordar una frase que su esposa le decía con frecuencia durante ese tiempo y a partir de entonces volvió a escribir canciones. Con esas letras la banda grabó un disco, titulado, precisamente, First Two Pages of Frankenstein.
La frase en inglés decía: “Tu mente no es tu amiga”. Ambos elementos, la frase y las vastas e irregulares llanuras de hielo, llevaron a Berninger a escribir una primera canción. La letra dice:
Your imagination
Is in an awful place.
Don't believe in manifestation
Your heart'll break.
Don't you understand?
Your mind is not your friend again.
It takes you by the hand
And leaves you nowhere.
(Tu imaginación)
(Está en un lugar desagradable.)
(No creas en la manifestación)
(Romperá tu corazón.)
(¿No lo entiendes?)
(Tu mente no es tu amiga de nuevo.)
(Te toma de la mano)
(Y te deja en ninguna parte.)
Eso es precisamente lo que sucede en la novela de Mary Shelley: le pasa a Walton, al doctor Frankenstein y a la criatura. Los tres terminan en ese no lugar que es la cuna de la gelidez y la desolación. Ese es el verdadero terror que hace de Frankenstein una novela de terror. Los personajes le temen a lo mismo: verse en ese territorio desolado.
Por lo general, la novela se ha leído desde una mirada o científica o política, en la que el terror se fundamenta en la noción de que la búsqueda del hombre por expandir sus horizontes al final es la búsqueda de su propia ruina. Solo hasta hace relativamente poco algunas lecturas feministas propusieron una mirada afectiva de la novela a partir de su contexto de producción.
Mary Shelley tenía 18 años cuando comenzó a escribir la novela en 1816. Dos años antes había tenido el primero de sus cuatro hijos, una niña a quien no alcanzó a nombrar. Falleció a los once días. Parió cuatro, enterró a tres y tuvo un aborto que casi la mata; solo el hijo de su quinto embarazo, a quien nombró Percy, como su esposo, sobrevivió. Cuando esa primera hija nació, llevó un registro de su nueva vida en su diario: “Amamantar al bebé. Leer”, y esta misma frase la escribió hasta el onceavo día, cuando agregó: “Me desperté en la noche para darle de mamar, parecía que dormía con tanta tranquilidad que no quise despertarla”. Finalmente, en la mañana anotó: “Encontré muerta a mi bebé”. Días después, cuando le contó la noticia a un amigo mediante una carta, señaló: “Por el momento ya he dejado de ser madre”.
Su propia madre también murió a los once días de haberla parido. Su hermana se suicidó en 1816. Su esposo, el poeta Percy Shelley, murió joven, ahogado en 1822. Su amigo Lord Byron murió enfermo en 1824. Dos años después, en 1826, publicó una novela titulada El último hombre, que va precisamente sobre la última persona viva en el mundo. Para ese momento, aún sin cumplir 30 años, ella conocía la cuna de la gelidez y la desolación. Sus sueños estaban habitados por muertos. Por ejemplo, luego del fallecimiento de su primera hija, escribió en su diario: “Soñé que mi pequeña bebé volvía a la vida de nuevo; que solo había hecho frío y la frotábamos junto al fuego y vivía. Desperté y no encontré bebé”. Una frase idéntica utilizó en el prólogo de la edición de 1831 de Frankenstein, justificando su invención a partir de un sueño.
En la novela, el doctor Frankenstein está interesado en erradicar la enfermedad del cuerpo para prolongar la vida. Los estudios sobre la materia, la carne, lo llevan a examinar de cerca su proceso de corrupción y degradación con la esperanza de encontrar el santo grial. Cuando lo consigue, se da cuenta de que no solo ha encontrado la causa de la vida sino que ahora es capaz de darle vida a la materia inerte. “En ese estado de ánimo empecé la creación de un ser humano”, dice. Ensambla partes de cuerpos que recoge escarbando tumbas, y una noche lluviosa de noviembre ve que el ojo amarillento y mortecino de la criatura se abre, que ella respira con dificultad y agita sus miembros con un movimiento convulso. Esa noche huye del laboratorio; la criatura queda huérfana y además sin nombre.
Frankenstein le cuenta la historia a Walton en el barco, luego de ser rescatado del hielo. Le narra la vida que tuvo antes de darle vida a la criatura y la vida que padeció luego de ello, incluyendo el relato de las muchas pérdidas que sufrió como consecuencia de su obra y que lo dejaron solo en el mundo. La novela se desarrolla igual que una muñeca rusa que encierra una dentro de otra y dentro de otra y dentro de otra. Walton le escribe a su hermana una carta larga en donde recoge la historia que el doctor le ha contado verbalmente luego del rescate; y, en algún momento de dicha historia, el doctor repite la historia que la criatura le contó a su vez la primera vez que conversaron en lo alto de un glaciar. En el puro centro de la muñeca, su vientre, está el relato de la criatura, lo que no deja de ser un detalle menor.
En aquel encuentro, le dice la criatura a su creador:
"¿Cómo puedo moverte a compasión? ¿No hay modo de conseguir que contemples con agrado a tu criatura, que implora tu bondad y compasión? Créeme, Frankenstein: yo era bondadoso. La humanidad y el amor de mi alma iluminaban todo mi ser, pero ¿acaso no estoy ahora solo, miserablemente solo? Si tú, que eres mi creador, reniegas de mí, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que nada me deben?"
Y con aquel preámbulo le narra su vida desde la noche lluviosa de su nacimiento hasta ese mismo momento. El monstruo deja de ser un monstruo. El verdadero temor aparece en ese instante en que aflora la simpatía. La criatura aprendió a vivir por cuenta propia en completa soledad. En efecto, el amor iluminaba su ser: la conmovía el canto de las aves y el cariño entre semejantes. Aprendió a hablar y a leer escondida junto a una cabaña en la que vivían un anciano ciego y sus dos hijos con la esperanza de acercarse a ellos algún día y ser bienvenida en su calor. Esperó ganar su afecto con palabras conciliatorias, tal como lo esperó después con el doctor; sueño inútil en ambos casos. Para la criatura no hay otro lenguaje que el del silencio. “El dulce trino ocasional de un pájaro irrumpía en aquella quietud universal. Todo, a excepción de mi persona, descansaba o se movía feliz”, dice. Su único deseo entonces es que su creador le cree una compañera.
Mary Shelley consiguió que los lectores simpatizaran con sus dos personajes por igual, tal vez porque ella fue uno y otro. En la novela, creador y criatura cargan el mismo frío. Y ninguno de los dos logra comunicarlo a nadie. Las palabras, como sus mentes, no son sus amigas. En cada ocasión en que intentan expresar su desolación pareciera que solo emitieran ruidos y gorjeos ininteligibles para el resto de seres vivos. La primera vez que se encuentran, poco después del nacimiento, dice el doctor: “La criatura levantó la cortina del dosel de la cama y fijó sus ojos, si así puedo llamarlos, en mí. Abrió la boca y emitió un conjunto de sonidos inarticulados mientras una sonrisa le hendía las mejillas. Tal vez me hablara, aunque yo no lo oí”. Por eso la representación de Boris Karloff como la criatura en la película de 1931 es aterradora: su lenguaje es un no-lenguaje que le impide expresar su dolor.
Esta idea está presente desde las primeras páginas de la novela. En la segunda carta, Walton le cuenta a su hermana que está entusiasmado por su aventura, pero lamenta no tener un amigo con quién compartir la experiencia. Otro desamparado. Alcanza a decir que ese es el mayor de sus males: está en un barco lleno de tripulantes que no lo escuchan. Su corazón llegó al polo mucho antes que su cuerpo. La primera canción del disco de The National recoge esa sensación, ese mal, ese temor, nuestro temor:
What was the worried thing you said to me?
(¿Qué fue eso preocupante que me dijiste?)
La novela va sobre la soledad que emerge luego de hablarle a la nada.
I can’t keep talking.
I can’t stop shaking.
(No puedo seguir hablando.)
(No puedo dejar de temblar.)
Sobre personajes varados en medio de las vastas e irregulares llanuras de hielo que se extienden en todas direcciones y parecen no tener fin. Es el paisaje natural que llevan en el pecho.
Am I asking for too much?
Can’t hear what you’re saying.
What was the worried thing you said to me?
What was the worried thing you said to me?
(¿Estoy pidiendo mucho?)
(No logro escuchar lo que dices.)
(¿Qué fue eso preocupante que me dijiste?)
(¿Qué fue eso preocupante que me dijiste?)
En esa sensación yace el terror de la novela, en esa tristeza, en esa desolación. En entender que las palabras nunca son suficientes para romper el hielo que eventualmente se solidifica alrededor de un cuerpo, dentro de un cuerpo; que a veces el trino de un ave es lo único que interrumpe la quietud universal.
This is the closest we’ve ever been.
And I have no idea what’s happening.
(Esto es lo más cerca que estaremos alguna vez.)
(Y no tengo idea de que es lo que está pasando.)
En su monólogo final, la criatura se pregunta a quién puede acudir en busca de compasión. Y la formula ante la única persona que escucha por primera vez lo que tiene que decir. Con el barco aún varado por el hielo, Walton escucha sus lamentos sin juzgarla; de la misma forma en que escuchó la historia del doctor, ahora su amigo, sin juzgarlo. En medio de ninguna parte, Walton encontró brevemente lo que anhelaba. No sabemos cómo termina su historia. No obstante, en la tierra de la gelidez y la desolación pareciera haber más que eso.
Mary Shelley murió a los 53 años a causa de un tumor cerebral. ¿Qué más vio en esas llanuras de hielo? ¿Acaso le bastó con escuchar el trino del pájaro en medio de la quietud universal?
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