El filósofo Jhon Isaza reflexiona sobre el poder y el significado de las manos, ahora que nos toca poner en cuarentena el saludo y otras expresiones de afecto.
ace pocos días el escritor David Trueba publicó “La distopía nuestra de cada día”, una columna en la que propone un desenlace alternativo a esta hecatombe en la que estamos todos. Inicia así: “(…) Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana”. Permítanme, por favor, añadir norteamericanos y latinos al ejercicio. Entonces tenemos a millones de humanos huyendo temerosos de la muerte y la desgracia, hacia algún lugar que pueda servir como refugio y paliar sus necesidades. Todo lo que sigue lo podemos conjeturar: turbas lanzándose al mar, humanos escapando de humanos y del aire; gobiernos africanos cerrando fronteras, instalando vallas, alambres de púas y muros; entre gentes de colores distintos se escucharían gritos: “vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad”. Miles de europeos, norteamericanos y sudacas vagarían por carreteras siendo nadie, parias que roban y ensucian el aire, mientras que la inmune estirpe africana les ve cargando con la suciedad como destino. ¡El apocalipsis!
Les propongo pensar en algo que Trueba dejó escapar, por la angustia y el desespero y la rabia, supongo. Y es que hay una cosa sencilla, chiquitita, apenas perceptible, que podría cambiar el desenlace de esta tragedia, y salvarnos. Se trata simplemente de eliminar un gesto. Analistas y gobernantes de todo Occidente han salido a calmarnos en medio del pánico: limpien sus manos y eviten el contacto con las manos ajenas. Sólo eso. Llevo días angustiado pensando por qué nunca nadie escribió una distopía en la que las manos regresaran a sus funciones básicas individuales, y perdieran el lugar que han tenido en esta sociedad que gira alrededor de ellas. Llevo días desesperando por este desenlace fatal, y anhelando que sean otras nuestras ficciones de la desgracia. Solo hasta ahora pienso que Ray Bradbury, Aldous Huxley y George Orwell no alcanzaron a imaginar el peor de los mundos, eran apenas gentes grandes teniendo pesadillas de nenes, y sólo hasta ahora comprendo que fue Blanca Isaza, una escritora colombiana, quien se acercó, mucho más que ellos, a la profecía fatal.
No recuerdo cuándo lo escribió. Se trata de un ensayo en el que dice que el valor de las personas en la sociedad se mide por el uso que dan a sus manos. Que mientras estas sigan siendo extensiones de cosas (armas, vehículos, teléfonos) nosotros seremos cosas. Que mientras las personas con dinero las sigan usando libremente y no dependan de ellas para subsistir, y las pobres las necesiten para trabajar al servicio de aquellas, la igualdad no tendrá lugar. Y estoy seguro de que en alguna parte de ese ensayo dice algo más: que en la mano está el destino.
Mientras escribo esto, con mis manos, entiendo por qué tengo tanto miedo. Es culpa de Helen Keller, la mujer ciega, sorda y muda que escribió un libro que se llama El mundo en el que vivo. Se trata de una especie de novela, una serie de ensayos con mucha intimidad, una biografía y una cartografía del universo según las percepciones que le permitieron a ella habitar: el tacto y el olfato.
[…] Acabo de tener a mi perro en las manos. Estaba revolcándose en el césped, con un gozo infinito en cada músculo y cada miembro. Quise tener una imagen completa de él, y entonces lo toqué tan levemente como si palpara telarañas; pero su cuerpo regordete giró sobre sí mismo, se puso tieso y apretó su cuerpo contra el mío como si quisiera hacerse un ovillo […] Si hubiese tenido la facultad de hablar estoy segura de que habría dicho, como yo, que el paraíso sólo se alcanza por medio del tacto; ya que el amor y la inteligencia reside en él.
Así inicia, y mucho más adelante tiene un capítulo, “La mano de la raza”, en el que dice que el nuestro es el universo regido por las acciones fundamentales: las de la mano.
Piensen un momento, ¡por favor!, en lo que esto implica.
"Son místicas las manos: dicen que sus líneas representan la forma en que alguna deidad marcó la ruta de nuestra libertad, y es por eso que cada pueblo busca sabias que lean la escritura del Dios en ellas".
Del latín manus se han derivado tantas cosas: se nos dijo que nuestras ciudades han sido posibles por las maniobras de nuestros ejércitos; que gracias a ellos hemos adorado a reyes y besado sus manos, y que cuando un hombre quiere oficialmente ejercer sobre el cuerpo de una mujer pide su mano a cambio de cabras, gallinas o vacas; luego las familias que mandan han elegido manadas de obreros, que se ponen todos los días manos a la obra y han seguido instrucciones y manuales para construir casas, edificios y templos; se nos dijo que en las disputas civiles ha sido de valientes enfrentarse mano a mano, y que cuando alguno ha hecho daño se ha ensuciado las manos; ha habido cientos que han tendido sus manos a sus hermanos para ayudar; que ante la desgracia ha consolado a muchos saber que el destino está en manos de Dios, mientras a otros les consuela saber que tienen el destino en sus propias manos.
Son místicas las manos: dicen que sus líneas representan la forma en que alguna deidad marcó la ruta de nuestra libertad, y es por eso que cada pueblo busca sabias que lean la escritura del Dios en ellas. Desde chiquitos nos enseñaron a dar la mano como hombres, y trabajar para tener manos de hombre, porque es como hombres que se hace todo lo bueno en el mundo: no teníamos cómo saber, pequeños mancebos, que ya desde chicos ideas machistas estaban maniatando nuestra libertad: con la mano en el corazón, porque es con la mano derecha, que es el lado bueno del mundo, que se jura y se sana, les digo que no hay una forma de quedar a mano con todo el daño que hemos hecho, pero que aún podemos liberarnos, emanciparnos, manumitir.
Ha sido con la mano que se han creado las industrias en las que trabajan las gentes pobres, metiendo mano en asuntos de máquinas y manufacturas, para, al final del mes, llegar a casa con una mano atrás y otra adelante, mano de obra barata, humanos de segunda mano que se enfrentan a patriarcas que siempre se traen algo entre manos, que no han sabido gobernar a mano limpia, corruptos que han sido agarrados con las manos en la masa pero que escapan siempre, o casi siempre, girando la manija de la puerta que lleva a ese lugar borroso, laberíntico y peligroso que es el poder, en el que se manipula todo, en el que se maniobra para dañar y manosear, en el que se orquestan estrategias para atacar al pueblo a mansalva, el lugar en el que el gobierno se lava las manos mientras recomienda al pueblo lavarse las manos.
Quizá exagero, quizá no venga una catástrofe y el destino sea manso, y podamos mantener la calma. Pero es que parece como si a nuestra vida le estuvieran dando vueltas con las manivelas de la fatalidad. Luego pensé en la “Canción con todos”, de Mercedes Sosa, y me preocupa, me preocupa mucho saber qué vamos a hacer ahora que nos están quitando la única fuerza que nos quedaba: juntar las manos todas.
Disculpen el show, por favor, siempre he sido pesimista, no tengo buena mano para construir paraísos, quizá porque sólo soy un amanuense que escribe manuscritos, y siempre he sido testigo de primera mano de la calamidad. El caso es que nunca antes había mirado mis manos con tanta sospecha, nunca antes había sentido enemigas las caricias y el aire. Quizá es por eso que pienso en este dilema trágico, y porque justo ahora que leí a Helen Keller y me entró curiosidad por dejar de usar las palabras para amar y estar, justo ahora que entendí, gracias ella, que llevaba toda la vida viviendo en el limitado imperio de la vista y el oído, justo ahora me dicen que debo elegir entre amar con las manos, entre abrir por fin el paraíso del tacto, o morir de asfixia. Me han dejado manco y solo, en un mundo manido de colores y ruido, y me han condenado a abandonar el otro lado de mis manías, el cosmos de la mano.
Toda esta preocupación empezó un lunes. Salí de la librería y por pura paranoia no me despedí de mis amigos estrechando sus manos con cariño y con la promesa de verlos pronto, ni de mis amigas con un beso en la mejilla y un abrazo fraternal. Sólo pude alzar los ojos hacia la salita en la que estaban leyendo, y me reconocí incapaz de reemplazar con los ojos lo que siempre he hecho con las manos, me sentí tonto e ingrato. Tal vez se abra una nueva era, y nos toque aprender un nuevo lenguaje y un nuevo mundo, y el difícil arte de abrazar con la mirada. Mientras que otras personas, más cercanas a Helen Keller que nosotros, para no morir por la soledad de las manos y la oscuridad de la mirada, deberán aprender a vivir en el mundo del oído, y adiestrarse para enseñarnos cuando llegue el momento.
*Jhon Isaza es filósofo y librero. Es uno de los responsables de la estupenda Libélula Libros, con sedes en Armenia y Manizales.
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