¿Cómo es ser papá de un niño de dos años? Estas escenas —a veces divertidas y otras no tanto— dan pistas sobre la compleja responsabilidad que entraña tener un hijo
Ser papá de un niño significa debatirse, casi siempre, entre dos posturas opuestas: las ganas de que se duerma para ver si deja al fin de meter las manos al inodoro, comerse la tierra del bonsái, sacar las cosas de la mesa de noche y botarlas por todas partes, y luego, cuando está dormido, las ganas de que se despierte para que meta las manos al inodoro, se coma la tierra del bonsái...
Una tía le regaló a Emilio un muñeco de pilas que habla y canta con una vocecita chillona, y que el niño no deja de poner una y otra vez —y otra vez, y otra vez— cada cinco minutos. Por la salud mental de mi esposa y mía tuvimos que apagarlo una noche y decirle, con pesar, que se le había acabado la pila. Creíamos haber salido del problema cuando, no sabemos por qué, el muñeco empezó a hablar y cantar con su tonito irritante a eso de las 2:00 de la mañana, lo que nos hizo parar de la cama de un brinco.
Entre asustado, furioso y somnoliento, entré en el cuarto de Emilio que dormía plácido al lado del muñeco, y con mucho cuidado lo saqué de la cuna y lo apagué. Estaba a punto de cruzar la puerta, con el sueño pesado aún encima, cuando mi hijo se paró llorando a los gritos pidiéndome que se lo pusiera otra vez a cantar. No me quedó más remedio que darle gusto.
Estábamos a dos pasos, pero no pudimos hacer nada: Emilio se fue de cabeza contra el borde de una pared y se hizo un chichón enorme acompañado de un morado que evidenciaba la violencia del golpe. De inmediato, mi esposa fue a la cocina, envolvió varios hielos en un trapo y los frotó fuerte contra el chichón, mientras él lloraba sin parar, muerto de dolor y de susto. Y aunque el hielo logró bajarle la hinchazón, también hizo que, desde entonces, sintiera pánico por esos pedazos de agua congelada: “Hielo no, hielo no”, es lo primero que dice ahora, entre lágrimas, apenas se cae.
Por eso no pudimos dejar de reírnos una noche en que mi esposa, enferma, estaba poniéndose una bolsa de tela con hielo para bajarse la fiebre, y Emilio se la quitó de las manos para ayudarla. Dándose cuenta de que el niño estaba jugando, mi esposa, con voz cansina, le preguntó, mientras él le pasaba la bolsa por la cara:
—Ay, doctor, dígame qué tengo.
A lo que Emilio, como si fuera una obviedad la pregunta, respondió simplemente:
—Hielo, mamá.
Un día, en un Carulla, Emilio hizo una pataleta por un pastel que no quería compartir. Entre furiosos y apenados salimos del supermercado, y mientras yo pagaba el parqueadero, mi esposa intentó explicarle que el papá estaba muy bravo y que así no podía comportarse. Nos subimos al carro, muy serios, y no dijimos una palabra hasta que llegamos a un semáforo. “Papá”, se escuchó entonces la vocecita atrás. Justo cuando me disponía a soltarle, otra vez, que esa no era la manera y toda la retahíla que los papás repetimos siempre, me desarmó tirándome un par de besos. Arranqué tratando de disimular que hasta ahí había llegado mi mal genio —y sobre todo la autoridad paterna—, pero cualquiera que me hubiera visto entonces habría podido comprobar la expresión de pendejo feliz que llevaba en la cara.
Cualquiera que lo haya vivido sabe que ejercer la paternidad consiste en pasar de la euforia a la rabia —y de ahí a la desilusión— en cuestión segundos. No hay nada más triste que llegar del trabajo pensando que él se tirará a tus brazos, y encontrarte con que no despega los ojos del televisor porque están presentando Peppa la cerdita. Pero cuando la cosa es al contrario, el mundo se ilumina. Durante la primera celebración del Día del Padre nos citaron a todos los papás —nada de mamás— al jardín infantil.
Llegué temprano y, mientras esperaba, otro papá se sentó a mi lado a hablar del único tema posible que puede haber entre dos padres que se conocen en el jardín: los hijos. En esas estaba cuando de pronto Emilio salió del salón y se asomó a la escalera, que estaba trancada con una pequeña puerta. Apenas me vio le entró el desespero: “Papito”, le decía a la profesora señalándome mientras le indicaba que abriera la puerta; “papito”, repetía gritándome, suplicándome, que fuera por él. No recuerdo bien lo que me preguntó el papá que estaba a mi lado, solo que la única respuesta que pude darle, por más que lo intenté, fue una sonrisa estúpida que buscaba impedir, como fuera, que el inmenso nudo en la garganta explotara en un río de lágrimas.
“Nos vamos tranquilos —dije mientras acababa de meter las maletas en el carro, al final de las últimas vacaciones en Manizales—. Emilio siempre se duerme durante el viaje. Ni se siente”. Decirlo fue echar la sal: saliendo de Mariquita cogimos un hueco tan grande que la llanta se explotó de inmediato. Luego de salirme al borde de la carretera, y de cambiarla en medio de un calor sofocante, seguimos el viaje por la vía que de Cambao desemboca en Albán, ya cerca de Bogotá. Entonces Emilio empezó a llorar, pidiendo a gritos que lo sacáramos de la silla y que la mamá se fuera con él en el asiento de atrás. “Déjalo —le dije a mi esposa con una seguridad pasmosa, como si fuera un gurú en temas de paternidad—. No podemos hacer todo lo que quiera porque nos jode. Tarde o temprano se tiene que cansar de llorar”. Veinte minutos después no solo no se había cansado (la verdad es que lloraba cada vez con más ganas) sino que tenía nuestros nervios al borde del colapso.
Al final, a punto de enloquecer, tuve que parquear el carro al borde de la carretera y pedirle a mi esposa que, por favor, por lo que más quisiera, se pasara para la silla de atrás y sacara a Emilio de su silla especial. Solo entonces el niño dejó de llorar. Solo entonces entendimos que habíamos perdido.
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