El autor tenía 62 años cuando se convirtió en padre de mellizas. Ahora tiene 65. ¿Cómo asume la paternidad alguien que podría ser el abuelo de sus hijas?
i esposa me comenta con cierto dejo trágico que cumplirá 40 años este año. Yo añado, sin resentimiento alguno, que cumpliré 65. Ella me dice “¿y no te da susto?” Soy padre de dos mellizas de tres años. Soy feliz con ellas. La felicidad es algo gaseoso, pero con ellas es tangible. No hay nada abstracto en amarlas y sentirme amado. Caigo en la tentación de subvertir el orden natural de las cosas y desistir de envejecer y adoptar la juventud como mi estado permanente. De esta manera, podré estar con ellas mucho tiempo. Ingenua ilusión.
A estas alturas tengo la certeza empírica de que ser padre tardío es una experiencia extrema: se corre el riesgo de morir prematuramente y a la vez de rejuvenecer. El cansancio de la vida se diluye en esa constante renovación vital que significa la paternidad. Nos desgastamos más y eso, paradójicamente, nos sustrae vejez. Es una paradoja cariñosa. Sí futuro, podríamos concluir.
Esta nueva condición nos impone muchos cambios en la vida. Por ejemplo, ya no podré echarme en la cama a leer hasta que llegue la muerte. Ahora deberé esperarla de pie y con mis hijas al lado. Pero existen mutaciones más drásticas: cambiar el ritmo quedo, ralentizado de la edad madura por uno más vertiginoso, trepidante para no quedar rezagado a la distancia. Así como ellas me imponen un ritmo vital, también me exigen una figura más ligera, menos densa. Es vergonzoso agacharse a jugar con ellas y escuchar la sinfonía patética de los huesos, y lo peor, intentar levantarse momentos después sin hacer una mueca dolorosa. Mis hijas son mi dieta y mi gimnasio; mis estilistas.
Pero si el cuerpo exige transformaciones la cabeza no queda relegada. Hay modificaciones sustanciales en la lengua, inventamos en conjunto un universo de palabras y sonidos, una nueva articulación, tono, frecuencia. Otra gestualidad: los niños nos exigen un repertorio de gestos de animales conocidos (dinosaurios, perros, ranas, gatos, caballos), pero de igual manera, los de otra cantidad de seres imaginarios amorfos, incomprensibles para nosotros, pero tan vivos que hay que hacer el inmenso esfuerzo de remedarlos. La fantasía impone su decir. La imaginación ofrece sus monstruos.
La vejez está plagada de equívocos que el contacto con la infancia se encarga de develar. El imperativo de romper el mito de la “sabiduría” consustancial a la edad madura se hace evidente en nuestra relación con la infancia. Descubrimos con rapidez —y mucho de sorpresa— nuestra ignorancia. No somos sabios ni pacientes. Al contrario, nuestra torpeza al tratar la sutileza del niño nos revela intolerantes, irascibles, quisquillosos. Nuestra proverbial serenidad se hace aguas.
Estamos cerca de la desesperación si el niño no nos “entiende”, si el niño no nos obedece y nos da la razón. Esa razón que poseemos con tanto orgullo y nos hace, a los hombres maduros, tan poderosos. Pero el universo ha girado y ahora rotamos por el territorio inhóspito para nosotros de la imaginación. La razón es deleznable frente a la fantasía, o mejor, se erige en una razón imaginativa o fantasiosa en la que militamos a trompicones. Y ojalá pronto cedamos a esa invitación inesperada y ¿tardía? de habitarla.
Y qué decir de nuestro acomodo al mundo, nuestro abanico de hábitos instalados, nuestra forzada satisfacción con el presente, esa resignación de que ya hicimos lo que teníamos o podíamos hacer y estamos prácticamente clausurados. No queremos movernos más allá de lo que somos. Vivimos domesticados. Por fortuna la infancia también es el reino de la movilidad, la innovación permanente. Todo dura poco y hay que renovar o corremos el riesgo de aburrirnos, y eso jamás lo disculpa un niño. Contra nuestro ostracismo, la modificación continua. Los niños nos empujan a inventarnos o perecer como padres. Otro motivo más para estirar nuestra vida en la Tierra. Ellos son materia en constante construcción y nosotros, que ya estamos más en la deconstrucción que en otra cosa, debemos asimilarnos a ellos, y como vampiros bondadosos alimentarnos de su derroche de vitalidad.
Después de lo dicho, creo que es evidente que el juego preferido con mis hijas, el que prefiero sobre todos los demás, es el de la lectura o el de la invención de historias en torno a sus cunas. Es un juego recomendable, se realiza postrado maravillosamente en el piso o en un sofá, distensiona los músculos, relaja la espalda, equilibra la cintura, serena la razón y, sobre todo, podemos imaginarnos siendo padres inmortales dentro de un cuento infinito.
* Guido Tamayo es escritor y profesor de escritura en las universidades Externado de Colombia y Nacional. Es autor de las novelas El inquilino y Juego de niños, y de dos volúmenes de relatos.
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