Uno de los ecosistemas más complejos y diversos que tenemos en el planeta es el suelo. Responsable de la fertilidad de las plantas, que se convierten luego en nuestro alimento, regulador de la emisión de gases efecto invernadero y actor fundamental en la regulación del agua.
Si el suelo está sano, la hortaliza, la verdura o la fruta que vamos a poner en nuestro plato también lo estará. Pero esta premisa que parece muy sencilla no es tan clara para muchos. Como explica el geógrafo Victor Hugo Raigoso, experto en regeneración, recuperación y monitoreo de suelos, “hay un vacío en nuestra educación porque nos han explicado que la vida empieza con las plantas, luego están los herbívoros, los carnívoros, y el humano en la cúspide, claro. Pero antes de las plantas está la vida microbiana, la que no vemos pero que sostiene a las plantas. Es gracias a la confluencia de bacterias, microorganismos y hongos que se generan los nutrientes para que las plantas puedan crecer”.
Para empezar a llenar ese vacío que menciona Raigoso tenemos que entender qué hay justo debajo de nuestros pies. Según lo explican las ingenieras agrónomas Stella Zerbino y Nora Altier en su publicación La biodiversidad del suelo (INIA), allí abajo se desarrollan organismos que interactúan y contribuyen a los ciclos globales que hacen posible la vida en el planeta. Estos son denominados organismos edáficos, los que se adecuan a la vida bajo tierra. Pueden ser de diferentes tamaños: invisibles al ojo humano, como las bacterias, las algas, los hongos y los protozoarios; los de tamaño mayor pero aún invisibles, como los nemátodos y los microartrópodos, hasta organismos de gran tamaño y más conocidos como las lombrices, los insectos y las raíces de las plantas.
La sana interacción de estos organismos aportan servicios fundamentales para la sostenibilidad de todos los ecosistemas naturales. “Los organismos del suelo se encargan de desempeñar funciones vitales que interactúan directamente con los sistemas biológicos, atmosféricos e hidrológicos. Los organismos del suelo son un elemento esencial de los ciclos de nutrientes, regulando la dinámica de la materia orgánica del suelo, la captación de carbono y las emisiones de gases de efecto invernadero, modificando la estructura física del suelo y los regímenes hídricos, aumentando el volumen y eficiencia de la absorción de nutrientes por la vegetación mediante relaciones mutuamente beneficiosas y mejorando la salud vegetal. Estos servicios son esenciales para el funcionamiento de los ecosistemas naturales y constituyen un recurso importante para la gestión sostenible de los sistemas agrícolas” (FAO).
Por eso garantizar la salud de este ecosistema es vital para nuestra subsistencia, pues en el suelo crecen las raíces de la vida. Una planta se alimenta de agua, de sol y del efecto de la acción bioquímica sobre los minerales del suelo. Pero los asentamientos humanos, la sobreexplotación de la tierra, los monocultivos, los químicos requeridos en la agricultura industrial y por supuesto la deforestación causan enormes daños a este ecosistema.
Así lo explica Victor Raigoso: “antes nos dábamos cuenta de que un suelo estaba sano porque cuando los campesinos araban la tierra, con bueyes, detrás de ellos se avistaba una gran cantidad de aves que iban en busca de esos animales del suelo que podrían ser su alimento. Hoy, detrás de los enormes camiones que aran la tierra no se ve nada. Se acabó el festín”.
Los plaguicidas, creados para erradicar plagas y hierbas o lo que se considera “maleza”, contaminan enormemente el suelo. Así como la cantidad de materia que se deposita en ellos, correspondientes a los rellenos sanitarios, la maquinaria pesada, y los no menos invasivos abonos químicos. A esto se suma la desmineralización del suelo causada por el desgaste en el reciclaje de nutrientes.
La ecuación es sencilla: si todo el tiempo estamos retirando nutrientes del suelo (por ejemplo al cosechar plantas y alimentos) y no los sustituimos, el ciclo natural se desgasta. En suelos donde abunda el bosque y el agua, como en la Amazonia, la vida se desborda, y el mismo suelo recicla los minerales que tiene, no se desgastan como en lugares donde la intervención humana y la agricultura consumen toda la riqueza mineral. Un bosque natural conserva mucho mejor la vida en el suelo porque las hojarascas, el paso de los animales (dispersores de semillas), sus deposiciones y su interacción con el ecosistema permiten mantenerlo bien nutrido. Pero la agricultura es una actividad donde se extraen los minerales del suelo, no se devuelven y además se elimina la materia orgánica, parte fundamental del bienestar del suelo.
LA CIFRA
Más de 1000 especies de invertebrados se pueden encontrar en un solo metro cuadrado de suelo forestal.
Alrededor del 40 % de todos los suelos habitables del mundo son utilizados para alimentar a los seres humanos (según cifras del Fondo Mundial para la Naturaleza, WWF). De esta extensión, el 71 % se emplea para ganadería. Ese desgaste del suelo y su desmineralización influye directamente en la composición nutricional de los alimentos. Tomemos como ejemplo la espinaca. Este alimento debe tener hierro, manganeso, magnesio entre otros nutrientes. Antiguamente una espinaca podía tener más de 1.000 partes por millón de hierro en la planta. Hoy los niveles aceptados por los países, que se basan en datos de la USDA, Departamento de Agricultura de Estados Unidos, es de 10 partes por millón. En Colombia se aceptan hasta 4 partes por millón de hierro en la composición de este alimento. Sin duda, la pérdida de minerales en el suelo produce plantas débiles y hace que los alimentos tengan menos valor nutricional. Así sucede con muchas otras frutas y verduras.
Y aunque parezca que los ciudadanos estamos lejos de proveer soluciones al empobrecimiento de nuestros suelos, está la certeza de que podemos impactar menos la tierra donde nace cada bocado que nos alimenta. El consumo consciente y responsable, donde se combate el desperdicio de alimentos y la compra desmedida siempre será un aporte que podemos hacer como beneficiarios de estos suelos que nos dan de comer.
A la hora de sembrar una huerta
No solo es necesario la semilla, el agua, la tierra y el abono: lo principal es identificar la vida que hay en la tierra y enriquecerla. Una de las formas que recomienda Victor Raigoso es nutrir el suelo con roca molida (minerales). “Cerca a Bogotá, en el municipio de La Calera, por ejemplo, se puede conseguir. Esta roca se espolvorea y esto enriquece mineralmente el suelo”. Otra opción puede ser verter melaza (miel de caña que se convierte en energía y alimento) para reactivar los microorganismos. Si cuenta con más tiempo y recursos puede hacer un caldo de raíces, que se consigue con extractos de raíces de hojarascas del bosque, o usar levadura para reactivar la vida microbiana.
Una huerta contigua a un bosque natural siempre estará más sana que una ubicada junto a un territorio deforestado o plantado con monocultivos, donde el suelo ha perdido gran parte de su capacidad para regenerarse.
Este artículo hace parte de la edición 185 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa en este enlace: https://www.bienestarcolsanitas.com/images/PDF%20ED/Bienestar185.pdf
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