Siempre me consideré una citadina sensata, pero después de estar enferma en la cuarentena, me hice consciente de que venía haciendo todo mal. A veces el camino más difícil de encontrar es el de la autenticidad.
Desde que estoy en la Sierra me levanto temprano a correr un poco por la Troncal, la carretera que va por la falda de la montaña desde Santa Marta hasta la Guajira. Aunque llevo cuatro meses aquí, aún no me aburro del paisaje. Las ondulaciones verde esmeralda de la Sierra, entapetadas de palmas y árboles con hojas de formas variadas y exuberantes, salpicadas de flores tropicales, me siguen sorprendiendo todos los días, como si fuera la primera vez.
En mis recorridos he visto bandadas de loros y de guacamayas ir de un árbol a otro, y familias de micos titís llevar a sus crías al hombro por las ramas de las palmas, como si fuera un documental de la National Geographic. Solo que como es la vida real, también me he tenido que enfrentar a otras cosas, que no había visto antes, como insectos voladores que parecen pterodáctilos, heces misteriosas de criaturas desconocidas, barrizales malolientes a lado y lado del camino, frutas pudriéndose y cadáveres de animales en descomposición.
Un día me encontré con un accidente: un perro muerto a un lado de la carretera, un ave atropellada en el medio, y al otro lado, el cadáver de una mapaná adulta, la serpiente más venenosa de la Sierra. No estaba claro lo que había pasado. Tal vez se estaban persiguiendo para comerse y en la carretera alguna tractomula los había atropellado. O tal vez habían sido atropellados en distintos momentos, el perro cuando iba primero por el ave viva y luego la serpiente cuando iba por el ave muerta. Pensé que si no hubiera sido por la carretera a lo mejor todos se habrían salvado. La vía los había confundido y ahí donde solo alguno debía morir habían muerto los tres.
Cuando pasé, vi que el cadáver del perro, volteado sobre su espalda, ya estaba empezando a inflarse por los gases de las bacterias de la descomposición. El tramo, a pesar de estar al aire libre, hedía.
Durante los siguientes días vi cómo el perro se hinchaba cada día más, hasta que le empezó a salir un líquido por la nariz y la boca. Un lugareño que pasó me dijo que seguramente el cadáver ya se estaba por reventar y entonces tuve que parar y dejar de salir a correr. Imaginar lo que venía a continuación ya era suficientemente difícil. Nunca antes había visto un cadáver en proceso de descomposición. No podía verlo más. Por un momento fugaz tuve ganas de devolverme a Bogotá, donde los cuerpos no se descomponen así, o por lo menos yo no tenía que verlo.
A las semanas que volví a salir a correr, ya del perrito solo quedaban los huesos, y la calavera con los dientes, como una caricatura. Las aves carroñeras y los gusanos se habían encargado de consumir la carne que quedaba. Los huesos se veían secos y polvorientos. Eso de “en polvo eres y en polvo te convertirás” es bastante literal.
Ahora que lo pienso, vivir en la Sierra en este tiempo no solo me ha puesto más en contacto con mi propio cuerpo, sino también con, cómo decirlo, algo así como la corporalidad de la vida; todo lo que implica tener un cuerpo en este mundo, que además viene de la naturaleza. Un cuerpo que suda, que se esfuerza y que se cansa, que se puede pudrir. Desde este lado de la Sierra, la vida “civilizada” se ve como un esfuerzo por vencer todo ese lado feo de la corporalidad, ese lado que nos recuerda el caos natural del que venimos y al que vamos a regresar, para simplemente poder estar más metidos en nuestra cabeza.
Siempre me consideré una persona de ciudad. Pero después de recuperarme de una extracción de tiroides que me hicieron durante la cuarentena salí huyendo rumbo al mar apenas me vacunaron contra el covid. Cuando llegó la pandemia, a mis 35 años, yo llevaba un tiempo enferma de hipertiroidismo, una condición de la tiroides que acelera el ritmo del metabolismo (a diferencia del hipotiroidismo, mucho más común en las mujeres de mi edad), y me acababan de confirmar que tenían que operarme justo cuando cerraron todas las clínicas por el covid.
Al encierro extremo de la pandemia en la capital, se sumaron para mí todos los síntomas en aumento de la enfermedad: ansiedad, taquicardia, malestar general. Seguía bajando de peso, y cada día tenía menos pelo. Y a medida que las distracciones de la rutina frenética de la ciudad empezaron a desaparecer por la cuarentena, empecé a quedarme a solas conmigo misma y a observarme muy de cerca. Sentí que esta situación traía un mensaje para mí. ¿De dónde provenía esta enfermedad? ¿Qué era lo que me estaba queriendo decir?
“Ahora que lo pienso, vivir en la Sierra en este tiempo no solo me ha puesto más en contacto con mi propio cuerpo, sino también con, cómo decirlo, algo así como la corporalidad de la vida; todo lo que implica tener un cuerpo en este mundo, que además viene de la naturaleza”.
La enfermedad y el encierro me ayudaron a darme cuenta de que en el fondo yo vivía siempre en una carrera frenética contra el tiempo, pero desconectada de mí. Y que desde hacía un tiempo vivía huyendo de mis propios sentimientos.
Mientras me operaban, tuve que regresar a la casa de mi mamá por un tiempo y no pude evitar pensar en lo que había significado para mí crecer allí. Me vi niña, sensible y creativa, en una familia muy conservadora, un poco rígida y autoritaria, en la que de una forma implícita era mal visto expresar lo que uno sentía. Pensé en la educación que recibí en el colegio, académicamente exigente, orientada al logro y a las buenas notas; en mi inclinación a cumplir y a tener una buena hoja de vida, lo que fuera que eso significara; y en cómo poco a poco, había dejado de ser yo en todo ese proceso, y había seguido una brújula que estaba fuera de mí.
Fue una época difícil, pero la cirugía salió bien, y mi cuerpo pudo sanar y recuperar su ritmo natural. Cuando llegué a Santa Marta, tenía la idea vaga de adentrarme en la Sierra, aunque no sabía muy bien por qué, ni cómo hacerlo. Pero la Sierra me acogió y me mostró el camino, y por un amigo de una amiga llegué relativamente fácil a la finca donde ahora vivo cerca al Parque Tayrona.
En medio de la naturaleza la relación con el cuerpo es distinta. A diferencia de la ciudad, donde puedes pedir un taxi por celular, en la Sierra no hay Rappi ni Uber que valga. Tu cuerpo es el único que puede atravesar el río e ir hasta el pueblo por agua, cruzar el puente colgante, estar alerta de las culebras y caminar por las piedras resbalosas sin caerse. Aquí he aprendido a estar más consciente de lo que siento en todo momento. Incluidos todos los efectos de las emociones que atravieso.
Estando aquí, he pensado que en la ciudad, donde la conexión con la mente es más fuerte, se ha minimizado el esfuerzo físico que hay que hacer en el día a día. En la urbe rechazamos toda sensación de incomodidad en el cuerpo, incluido todo lo que nos hacen sentir nuestras emociones, especialmente las negativas, que son las que peor se sienten. Y digo “sienten” porque las emociones se sienten en el cuerpo, no en nuestros pensamientos.
En la ciudad es mejor evitar la tristeza o el arrepentimiento como se evita sudar u oler mal. Es mejor distraernos. Decimos que esto es más razonable, más inteligente, porque en la vida de ciudad hay que ser productivo y seguir adelante, y en eso reside la superioridad de la ciudad sobre el mundo natural. Pero hay una sabiduría profunda, parecida a la sabiduría de la naturaleza, en lo que nuestras emociones nos hacen sentir.
En la Sierra, la cordillera costera más alta del planeta, que alberga uno de los ecosistemas más diversos de la Tierra y es considerada por los koguis como el corazón del mundo, he observado que dentro del caos de la naturaleza todo tiene su lugar y su tiempo. Aquí no se huye del cansancio físico ni de la incomodidad, sino que estos estados se atraviesan. La lluvia o el mal olor no se evitan, sino que se entienden como señales de algo más. De la misma forma, he observado que la vivencia incómoda de nuestras emociones negativas son un paso importante para entender quiénes somos y qué es lo que queremos de verdad, así esas emociones sean turbulentas.
En la Sierra, en la temporada de sol y de vientos, el que está más conectado con su cuerpo es el que tiene más chance de sobrevivir. Aquí he aprendido que el único camino posible es hacia adentro; que la mejor brújula para el camino es mi propio instinto, y que ese instinto se parece a la voz natural que cada uno lleva dentro... y que a lo largo de mi vida en la ciudad había dejado de oír.
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