En un mundo en el que ser mujer ha sido moldeado por lo masculino, es hora de reclamar lo femenino. ¿No nos haría mucho bien un despertar de la ternura, un empoderamiento de lo blando, un erotismo de igualdad?
Crecí con el ejemplo de mujeres recias a mi lado. Me acostumbré a verlas sentir dolor sin quejarse, a soportar abandonos, infidelidades, dolores físicos y emocionales. Cuando era niña era normal escuchar un "no llore por eso", "no ponga problema", "no se queje".
Mujeres que eran capaces de trabajar, resolver y superar cualquier situación. También eran mujeres que sospechaban de las demás. Que no les temblaba la voz para criticar a otra: "fulanita es una mala madre", "esta tan cansona", "aquella es muy caprichosa".
Aprendí muy pronto a valerme por mí misma, a moverme sola, a resolver una comida si tenía hambre, a irme a la cama sin que nadie me diera un "buenas noches". Muchas veces lamenté esa soledad; me preguntaba si la vida en adelante sería así, si el mundo de los adultos tampoco prometería mucho más.
En mi casa había un padre y una madre que se concentraron en conseguir cierta seguridad material. Uno gastaba más, a la otra le gustaba el ahorro. Al final, los dos terminaron compitiendo por proveer mejor, por multiplicar lo que hubiera. Mi mamá cambió de profesión y encontró en los negocios una manera emocionante de vivir. Todo aquel empoderamiento desconcertaba un poco a mi papá, que había crecido en un hogar de doce hijos y una madre abnegada.
Mientras tanto, en los dos se fue instalando un abismo cada vez más grande. Mi mamá criticaba las decisiones financieras que él tomaba, y se fue abriendo un camino por sí misma que le dio un evidente éxito económico. Los asuntos prácticos del día a día, que garantizan cierta estabilidad doméstica, dependían de una empleada, que no podía hacer mucho para restablecer el orden roto. Si él llegaba tarde, ella se preguntaba entonces por qué no podía hacer lo mismo, y aprendieron a competir también en eso. A la fuerza, me convertí en un ser autónomo; maduré pronto. Recuerdo que mi papá criticaba a mi mamá porque nunca hacía una torta, y ella decía que para qué iba a hacer una torta si las vendían tan ricas. Quizás si mi papá hubiera tenido menos prejuicios, habría podido animarse a hacer la torta; y si ella hubiera pensado un poco menos en ella misma, habría podido preparar algo con sus propias manos. Sus diferencias terminaron por separarlos, cada uno aferrado a sus creencias, en la confusión de unos géneros que los asfixiaban sin darse cuenta.
"Aprendí muy pronto a valerme por mí misma, a moverme sola, a resolver una comida si tenía hambre, a irme a la cama sin que nadie me diera un buenas noches".
Sin embargo, en mi casa, mi papá era el de lágrima fácil, el miedoso. Mi mamá no lloraba nunca, a menudo la invadían ataques de ira. Con los años, supe que había crecido con una idea imprecisa de qué era ser mujer, qué era eso del empoderamiento, la liberación. Escuché siempre que "los hombres son todos iguales", " te van a arruinar la vida", "las mujeres son unas interesadas", "todas las mujeres son putas", "todas están locas". Al mismo tiempo, parecíamos empeñados en que nada cambiara. En el fondo no podíamos dejar de vernos dentro de esos roles a veces perversos, insoportables.
Me demoré mucho tiempo en entender que había mucho de misoginia en ese discurso de empoderamiento, el de la mujer proveedora, incluso el de la mujer exitosa. Las pocas capaces de llegar, debían ser las más feroces a la hora de la competencia. En últimas, se trataba de convertirse en aquello que sin querer nos oprimía a la mayoría. Esto dice Adrienne Rich: “La gran pérdida que sufre la mujer ‘especial’ es la separación del resto de las mujeres y, por consiguiente, de sí misma. En cuanto se deja seducir por las adulaciones sobre su ‘diferencia’ […] como digna heredera del principio del padre, queda desconectada de su propia fortaleza innata”.
Lo de conseguir plata no sólo estaba bien, era necesario si queríamos ser tenidas en cuenta. Pero algo me seguía faltando, era como una pieza del rompecabezas que no encajaba en ninguna parte. Pienso en la famosa frase de Cher, cuando su madre le dice que debería casarse con un hombre rico, y ella le contesta: “Mamá, yo ya soy un hombre rico”. No dice “mujer rica”, y ahí, en esa diferencia semántica, está toda la explicación. Estamos todos predispuestos a pensar que el símbolo de éxito es masculino.
Y así construimos nuestra propia imagen de una mujer autónoma y triunfadora, un poco a imagen y semejanza de esa virilidad que también nos oprimía. Con unas ganas locas de tener inteligencia, fuerza, dinero, de ser buenas en los negocios, de participar de las cuestiones del Estado. Pero convencidísimas de que si queríamos eso teníamos que pagar un precio: el de mirar con desconfianza a las demás.
Comprendí —mucho tiempo después— que provengo de una sociedad de madres viriles, masculinizadas, en el sentido del mandato de la fuerza y la disciplina, la competencia feroz, el estoicismo y la resignación. Así hemos logrado soportar los dolores, los abandonos, la violencia machista. Venimos de mujeres que ayudaron a su manera y sin querer a que siguiéramos cargando con las culpas y el odio de los hombres. De mujeres que no nos enseñaron a descubrir y entender nuestros cuerpos, que nos marcaron pronto nuestros defectos y acentuaron inseguridades; que alimentaron la extrañeza frente a nuestras búsquedas sexuales, a la incapacidad para empatizar con la emocionalidad femenina. Son las mismas que criticaban a los varones que no encajaran en lo que se esperaba de ellos: “Es que no le gusta trabajar”, “es un flojo”, “ese es un marica”, “es un miedoso”, “tan llorón”.
Nuestra virilidad ha sido una forma de sobrevivir, y después, de ser respetadas. Con el tiempo, entendí que no estaba mal haber querido salir a conquistar lo que se nos había negado, el problema estaba en que nos enseñaron a competir entre nosotras y a despreciar lo que nos reconciliaba con nuestro femenino. Nos convencieron de no llorar, no sentir miedo, no mostrarnos vulnerables, no parecer locas. Somos hijas de madres severas que, después de entender el empoderamiento, inculcaron el desprecio a las labores de la casa: "No cocines", "no laves", "no barras", que ya eso lo harán otras que estén necesitadas: siempre mujeres.
Es posible que la explicación esté en que el tránsito que hemos ido haciendo hacia la conquista de nuevos espacios esté plagada de imperfecciones, como la vida misma. Pero me pregunto cómo fueron capaces de no cuestionar la idea de la maternidad; o cómo consiguieron preservar sus ideas religiosas y conservadoras sobre el mundo. De nuevo Adrienne Rich me lo explica: “Haber dado a luz y criado a un hijo o a una hija es haber hecho aquello que el patriarcado acopla a la fisiología para obtener la definición de lo que es ser mujer”. Después de observar con cuidado, con asombro, con incomodidad —porque todo esto viene con incoherencias, con encrucijadas—, fui comprendiendo que mi liberación estaba también en lavar mi ropa interior, en preparar mis propios alimentos.
En entender que quería pensar, quería ser inteligente, y que todo eso podía venir después de cuidar las plantas, de amasar un pan. Que entregarme entera a esas labores de mujer me liberaba: me hacía más humana. Me da por pensar que lo que nos ha faltado es erotismo. Eso: nuestras madres, tan viriles, castraron nuestra sensualidad, la posibilidad de bailar con nosotras mismas hasta caer rendidas, de procurarnos el placer que nos hace falta, de entender que no somos la media naranja de nadie, que bastaba con escuchar nuestra voz interior para saber quiénes somos, de qué va esto de ser mujeres. Después de tantos siglos de falocentrismo, quizás necesitamos más hombres y mujeres dispuestos a reivindicar el femenino. A no tener miedo a la purificación de las lágrimas, al grito, a que reventemos de belleza y de sensualidad. La escritora Nuria Labari lo dice tan bien: “Es urgente construir una igualdad donde los hombres caminen hacia las mujeres. Nosotras ya hemos caminado hacia vosotros hasta la extenuación, hasta fundirnos con vuestra masculinidad. Si seguimos construyendo la igualdad a base de caminar hacia vosotros, acabaremos siendo todos tíos. Por eso necesitamos que transitéis nuestros relatos. Los de las mujeres, los de las madres, los de todos”.
Y yo agregaría que necesitamos abrirnos más a esa otra energía. De testosterona estamos todos saturados. Por eso quizás la gran revolución sea la travesti, porque no tiene miedo de abrazar lo que aparentemente nos debilita. En Las malas, la premiada novela de Camila Sosa Villada, que es un relato brutal sobre la ternura en medio del horror que sufren ellas, la protagonista habla sobre la relación de una travesti con su pequeño hijo: “Yo pensé en cómo se desintegraba el amor en toda familia, pero ellos dos no eran una familia; el título de familia les quedaba corto. Lo de ellos era un amor mucho mayor, era toda la comprensión de la que era capaz el ser humano. Nunca se confunde —dice La Tía—. Afuera siempre me dice papá, y acá adentro soy su mamá. Sería complicado si él no fuera inteligente”. Me parece que en todo este despelote, a todos nos vendría bien más deseo, más liberación, menos miedo.
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