A nadie le está dado saber cuáles son las consecuencias de sus actos. Actuamos a ciegas, de buena o mala fe, sin saber cuál será el resultado de la empresa o aventura que emprendemos: si el que calculamos o uno que nunca tuvimos en mente.
Uno de los ejemplos monumentales de este andar a tientas por el mundo fue la aventura de Cristóbal Colón, un navegante que se propuso acortar el viaje al otro lado del planeta para facilitar a Europa el comercio de pimienta, canela, cúrcuma, comino y otras especies, y demostrar de paso que la Tierra era redonda y no plana, tal como creían sus contemporáneos. Colón llegó a un territorio desconocido, que consideró eran las Indias, en Asia, y a su regreso a Europa llevó tomates, aguacates, maíz y papas. El famoso navegante jamás llegó a saber que había descubierto el continente americano.
En la literatura universal hay varios ejemplos ilustres de autores que imaginaron de manera equivocada cuál sería el efecto de sus libros. Uno de los más ilustres fue el del escritor irlandes Jonathan Swift, quien al escribir los Viajes de Gulliver se propuso hacer una burla incisiva y feroz sobre la sociedad de su época. El tiempo, que todo lo puede, limó hasta tal punto el mordisco de la sátira que hoy en día el libro de Swift se considera un seductor e inofensivo libro para niños.
Un caso contrario al anterior fue el de Lewis Carrol, quien una tarde de julio inventó un cuento para entretener a las tres pequeñas hermanas Lidell, que estaban a su cuidado, y después lo publicó con el título de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas. El libro sigue siendo leído por innumerables niños y niñas alrededor del planeta, pero el autor nunca imaginó que sus juegos de palabras, malabares con el tiempo, burlas, absurdos, paradojas y sinsentidos que abundan en sus páginas habrían de ser leídas y citadas en tesis y artículos por numerosos especialistas, en especial matemáticos, físicos, físicos cuánticos, astrofísicos, economistas, abogados, filósofos y literatos, para quienes el libro es una fuente inagotable de asombro y perplejidad.
Para ilustrar cuán desmesuradas pueden ser las consecuencias de un hecho trivial, el escritor Ray Bradbury, a quien le encantaban los juegos con el tiempo, escribió un cuento titulado El sonido del trueno. En él menciona un negocio llamado Safari en el tiempo S.A., que promueve la cacería de la más terrorífica fiera que haya existido, el famoso tiranosaurio rex. Basta con que el cazador pague una suma enorme de dinero para que sea transportado al pasado y ubicado sobre un sendero que flota sobre un pantano prehistórico, para que esté frente a la apetecida fiera, y pueda disparar a su antojo el arma fatal y la cámara fotográfica que registrará su hazaña. La única condición del negocio es que el cazador se comprometa a no salirse del sendero flotante, para evitar que altere siquiera una minúscula partícula del pasado, so pena de cambiar de alguna manera el futuro.
En el momento de partir hacia el pasado, el cazador se fija en un cartel publicitario que hay fijado en la pared, donde aparece la imagen del candidato demócrata que acaba de ganar las elecciones para la Presidencia de los Estados Unidos, y cuyo contrincante ha sido un hombre con carácter de dictador. Una vez instalado en la prehistoria, el cazador del cuento se acobarda cuando se ve frente al tiranosaurio rex, y de manera imprudente se sale del sendero. Sus guías matan al dinosaurio, rescatan al cazador y lo meten a la fuerza en la máquina del tiempo, pero al llegar al presente descubren en una de las botas del cazador a una pequeña mariposa muerta. Todos quedan estupefactos. Y llega a continuación el terror, cuando ven frente a ellos el mismo cartel publicitario no ya con la imagen del candidato demócrata sino con la del victorioso dictador. Un pequeño detalle, la muerte de una pequeña mariposa en el pasado, ha alterado por completo el presente y el futuro del mundo.
La trama de La hoguera de las vanidades, novela de Tom Wolfe, sigue una órbita similar sin acudir a la fantasía, todo sucede en nuestra época, con personas de carne y hueso: un corredor de bolsa de Nueva York, Sherman McCoy, quien se llama a sí mismo en la novela “el dueño del universo”, dada su arrogancia que lo lleva a imaginarse muy por encima de sus congéneres, lleva una vida envidiable según los estándares del éxito aceptados en el mundo moderno: dinero, lujo, prestigio, confort, esposa e hijas, una amante rica y hermosa. Una noche, McCoy recoge en el aeropuerto a su amante y se dirigen hacia Manhattan, pero al llegar a un puente elevado se desvían por equivocación hacia el Bronx y terminan perdidos en un laberinto de calles desconocidas en barrios peligrosos. Tratando de salir topan en su camino una calle bloqueada por desechos y basura.
El dueño del mundo se baja de su costoso automóvil para despejar la vía y ve, asustado, a dos jóvenes negros que se le acercan. Se imagina que lo van a atacar, así que la amante, ahora al timón del lujoso vehículo, corre para salvarlo y atropella a uno de los jóvenes. La pareja logra regresar a Manhattan, pero los hechos de esa noche cambian por completo el destino del dueño del universo, de su amante, del esposo de su amante, de su propia familia, del atropellado, de la familia del atropellado, de los habitantes del Bronx y de muchas otras personas que de una u otra manera se ven implicadas en la historia. Una leve desviación en una vía de la ciudad conduce al derrumbe de varias vidas y al ascenso de otras.
Vivimos haciendo equilibrio sobre el abismo. No sabemos qué nos traerá el azar o la suerte, ni qué peligros nos acechan cuando tomamos una decisión cualquiera. El universo mismo parece comportarse de manera caprichosa. Cualquier cosa puede suceder, y lo que es más grave: sucede. Mas no por ello debemos eludir las responsabilidades sobre nuestros actos. Sabias son las palabras de un poeta, que nos advierte: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…”.
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