Renuncié al primer mundo y regresé a mi país. Canadá era ese novio de mostrar, ese al que quieren las mamás. Colombia, el mechudo salvaje y pobre que produce mariposas amarillas en el estómago.
Salí de Colombia el 26 de enero de 2020, rumbo a Malta. Me fui sin saber muy bien lo que pasaría. Lo importante era tomar el impulso e irme. Lo hice con la excusa de estudiar inglés. El plan era tomar un curso en Malta, luego irme de viaje con una amiga por Europa, para después aterrizar en Montreal, donde estaba matriculada para empezar otro curso de inglés en abril del mismo año.
Montreal, que había sido algo así como “la tierra prometida” para mí, apareció como opción porque dos de mis amigos más cercanos me habían propuesto años atrás irme con ellos. No me les uní en ese entonces, mi hijo aún era muy pequeño y no me sentía capaz, pero me quedó la espinita. Estaba convencida de que algún día haría ese viaje. La idea se transformó en un pendiente, en un faltante.
Un poco antes de cumplir cuarenta años, me imagino que de eso se trata la tal crisis de la mediana edad, pensé que se me agotaba el tiempo, que si no me iba en ese momento nunca lo haría. Así que finalmente, activé mi plan y me fui a Malta. Pero de los planes Dios se rió y el covid se rió con él… y llegó para quedarse. Tuve que salir de la isla mucho antes de lo pensado, olvidar el eurotrip y todo ese discurso de “este es mi momento”, y entregarme al desconcierto de una pandemia.
Cuando llegué a Montreal tuve que aislarme por catorce días. Todavía no entendía la gravedad del asunto, aunque empezaba a intuirla. Sólo unas semanas después, volver a casa ya no era opción. Una amiga me había recibido desde el principio, pero pasados tres meses, ya era demasiado. Debía tener un espacio propio. Fue así como terminé alquilando un apartamento e inicié el proceso para quedarme, convencida de que era lo que me convenía. Aguanté el invierno, y digo “aguanté” porque la falta de sol, de un buen amor, y de la incertidumbre me cobraron factura. Fueron tiempos realmente difíciles.
Al fin llegó el verano. Después de un largo y frío invierno, y aislada por el covid, Montreal se mostraba en todo su esplendor: llena de flores, árboles y arbustos de hojas fluorescentes, como recién nacidas, incluso quemadas por una temperatura que podía llegar a los cuarenta grados. Todo era una explosión de colores, formas, olores y sonidos. De vida.
Quiero aclarar aquí que para mí todo lo que sea frío o lluvia es invierno. Parecía de locos volver a ver lombrices, gusanos, insectos, mariposas y ardillas revoloteando por las calles y los parques. Me parecía fascinante, así como ver las caras y los cuerpos de la gente, con una sonrisa, despojada de gorros, bufandas, abrigos y botas. La fertilidad se sentía en el aire. Era la primera vez que vivía un cambio de estaciones. Estuve guardada, como todos los demás, y tal vez por eso, al salir a la calle de nuevo y encontrarme con personas de carne y hueso y sentir el sol en mi piel, viví algo muy parecido a la plenitud y a la felicidad.
Un día fui con unos amigos a un parque hermoso. Hicimos un asado con salchichas de muchos sabores diferentes y llevamos una nevera portátil llena de cervezas. No podía ser mejor el plan. Y sin embargo, cuando miraba a mi alrededor, todo era tan perfecto que no me cuadraba. El prado recién cortado, los jardines bien cuidados, las personas bellas, separadas por grupos que no se miraban entre sí, guardaban la distancia obligatoria y cumplían con cada norma impuesta, sin tumultos, ni gritos, ni música a todo volumen. La falta de excesos y el lugar lleno de niños tranquilos y de deportistas en sus bicicletas o patines me resultó muy acartonado.
“Esto parece una portada de Atalaya, la revista de los Testigos de Jehová”, le dije a un amigo venezolano, que se rió a carcajadas. Seguro en Venezuela también la editaban. Para quien no las conozca (y para quienes sí también) lo que retrataban ahí eran promesas de un paraíso que lucía exactamente como ese parque: todo orden, limpieza, felicidad. Estaba viviendo en el paraíso de ellos o en un episodio de The Truman show y, la verdad, no sé cuál de las dos visiones me daba más escalofríos.
No era la primera vez que después de conmoverme con tanta belleza terminaba por sentirla ajena, lejana y falsa. Un par de meses antes había ido a visitar los campos de lavanda en la Masion Lavande, a 45 minutos de la ciudad. Era mi primer viaje estando allá y quería comer algo, pero lo único que se encontraba en el camino eran cadenas de comidas rápidas y las tiendas de las estaciones de gasolina. ¡Pura comida chatarra de película! Y yo soñándome un estadero, cantina o fonda de esas que abundan en las carreteras colombianas, con la música a todo taco (aunque me desespere), sus comidas típicas, sus platos hechos en leña, quesos frescos, frutas coloridas y dulces propios de cada región.
Las carreteras canadienses, todas señalizadas, bien asfaltadas, rectas, anchas, infinitas no podían contrastar más con las serpenteadas y estrechas que hay en Colombia, ahuecadas, con un peaje después del otro y los eternos precipicios. Por supuesto, no tuve que abrir la ventana por las náuseas, ni tomar Mareol para el mareo por las curvas, porque allá no hay. La naturaleza en las carreteras quebecois, si bien hermosa, era demasiado ordenada y rectilínea. Yo suspiraba pensando en la naturaleza exuberante, desbordada y llena de curvas de mi país: árboles con melena, líquenes y enredaderas que se entrecruzan con plantas que nacen encima de los árboles o atrapados entre Ojo de poeta; montañas inmensas y otras pequeñas, más las que brotan silvestres y desordenadas por cuanta grieta existe. Sí, los peajes son muy caros, pero hasta eso me hacía falta. Y sí, el Ojo de poeta es muy dañino, pero ¿quién me dice que no es tan hermoso como su nombre?
Podría estar en el Paraíso, al menos en el de los Testigos de Jehová, pero no era feliz.
Entre abril y mayo de 2021 ocurrió el estallido social en Colombia. Yo sentía que se me iba a salir el corazón con cada imagen o video que aparecía en las redes sociales. Pensaba, muerta de angustia, en mi hijo. Le suplicaba que no fuera a las marchas porque estaban tirando a matar sin ningún pudor. Cada video era peor que el anterior. Recuerdo que estaba en clase de francés, porque ya que me quedaría cambié el inglés por el francés, cuando vi la noticia del asesinato de Lucas Villa que, aunque aún no se había muerto, sí estaba gravemente herido después de recibir ocho disparos. Estaba conmocionada con la barbarie que ocurría a kilómetros de donde yo estaba, y que de todos modos me tocaba profundamente, como si estuviera ahí pero sin estar, que es peor. Les mostré a muchas personas de la escuela los videos, pero me di cuenta de que ellos estaban viendo una película de pura ficción. Nadie podía entender (ni creer) lo que yo sentía. No pude seguir en la clase, necesitaba hablar con alguien en Colombia, alguien que entendiera y compartiera el sentimiento.
Pocos días después la diáspora colombiana organizó una marcha frente a las oficinas de Radio Canadá. Fui sola y me encontré con un grupo no muy grande de personas con tambores, quenas y flautas, camisetas y banderas. Más parecía una muestra folclórica del país que una protesta. La policía estaba invitada y el sitio demarcado, así como el horario en el que se podía protestar. Todo estaba controlado y ordenado. No había rabia en los ojos de nadie, no había dolor en sus gargantas. Había perplejidad por las imágenes que un grupo de activistas proyectó amplificando el sonido para que los asistentes pudiéramos oír los disparos, gritos y explosiones, pero no, allá no estaba pasando nada y esos videos, lejos de crear solidaridad, horrorizaban. Solo eso. Nadie quería oír, nadie quería ver. Lo que sí pasó fue que algunos periodistas registraron la manifestación y publicaron en los medios, así que Montreal se unió a muchas ciudades y países para hacer presión y decir “estamos viendo lo que hacen". Pero no pude cantar mi rabia, ni pude abrazarme en llanto con nadie. No pude bailar mi angustia, ni hacer del horror poesía. Yo no estaba en las calles, yo no estaba en ninguna parte.
No entendía bien lo que me faltaba, además de lo obvio (la familia, los amigos, mi ciudad). Era el amor y algo que tenía que ver con mi manera de percibir la vida: “me miras, luego existo”. Y yo necesitaba existir de nuevo. Quería volver a Colombia, hundirme con ella o redimirme, pero ser parte de su futuro, así como lo fui de su pasado.
Nadie entendía.
¿Por qué quería devolverme del primer mundo? ¿Por qué a Colombia, cada vez más jodida?
Creo que uno de los peores defectos de los colombianos es también una de sus principales virtudes: es la forma de mirar. Mirar a los ojos, mirar con descaro, reparar de arriba abajo, mirar con envidia, con rabia o con amor, pero mirar. En Canadá la gente se mira poco porque es de mala educación. En Canadá la gente se toca poco porque es irrespetuoso. En Canadá la gente se muere de soledad.
En Montreal predominaba la mirada del exotismo. Esa que grita “extranjera”, “latina”, “colombiana”. Por primera vez me pregunté qué significaba ser latina, qué significaba ser inmigrante. Y tampoco quería ser nada de eso. Ni que me amaran por eso. Yo solo quería ser y sentirme como una persona más, algo que solo era posible en Colombia. No quería ser mano de obra barata, ni renunciar a mi lengua. A mí me gusta el español. Por eso no quería amar en inglés, ni en francés. Quería poder diferenciar un “me gustas” de un “te quiero” y —con mucha más razón— todo eso de un “te amo”.
Había recorrido miles de kilómetros, buscando, entre otras cosas, el amor, convencida de que en Colombia jamás lo encontraría y también por eso había decidido quedarme. Pero para eso tenía que aguantar, ¡porque los primeros años son de aguante! Tenía que desarraigarme de mi tierra, porque nadie puede vivir en dos partes a la vez. Tenía que desentenderme y yo no, ni cinco de ganas.
A principios de 2022, en un programa que transmitía por YouTube llamado Un café con Larango, entrevisté al hombre que se convertiría en el amor de mi vida. Un colombiano. Fue a visitarme a Canadá a finales de marzo y entonces la decisión se tomó sola. Regresaba a Colombia, regresaba a mi raíz, regresaba al amor. Llegué a Bogotá el 7 de julio de 2022 en medio de pitos, gritos, tumultos y esmog: estaba en mi casa. De aquí soy.
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