Los roles de los hombres y las mujeres están cambiando en Colombia y en el mundo. Al parecer, el mito de la masculinidad no es el mismo de hace un par de décadas, y tanto hombres como mujeres se están reacomodando, con las consecuentes molestias que entraña todo cambio de postura.
éjeme plantearle un dilema ético sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Está basado en una historia real. Cada lector se podrá formar una posición; a lo largo de este artículo yo expondré la mía. Lo llamaremos la historia de Antonio. Conocí a Antonio hace dos años en un proyecto editorial; somos colegas, ambos vivimos de escribir (si es que a la incertidumbre laboral permanente, al pseudo-sub-empleo, se le puede considerar “tener una forma de vida”). Antonio apenas da los primeros pasos en su carrera, que es auto-impulsada y lenta, en la cual uno se debe recordar a diario por qué diablos está haciendo esto sin ser millonario. Pero Antonio es riguroso, hace trabajo de esclavo editorial durante gran parte del día, incluyendo los sábados y domingos, para pagar las cuentas. Para quienes no están familiarizados con esta vida, lo primero que suele hacer un escritor es corrección de estilo, la tediosa y mal paga revisión de escritos de otros a la caza de los deslices ortográficos y gramaticales, en la cual a veces se gana tan poco como tres mil pesos por página corregida. Antonio lo desarrolla con rigor, y aunque este menester es una máquina de consumir tiempo, le dedica tres horas al día a sus propios escritos.
A pesar de sus dificultades, Antonio no ha puesto su vida en pausa. Hace cinco años se casó con una joven de una edad similar a la suya, 23 años. Para entonces ganaba bien; trabajaba en un proyecto de unos extranjeros sobre Colombia. Pudo subvencionar parte de los costos de su boda. Para su esposa, parte del encanto de Antonio eran sus afinidades por la escritura. Ella sin embargo tomó un camino laboral distinto: se enroló en una corporación multinacional como abogada. Poco a poco, pero en un estrecho margen de tiempo, fue ascendiendo. Para cuando conocí a Antonio ella podía estarse ganando el equivalente a unos 30 a 40 salarios mínimos mensuales. Las carreras corporativas van a la velocidad de mercado; las literarias, a la velocidad en que progresa la literatura.
Pero no hay nada que distancie más en un matrimonio que el hecho de que uno vaya embarcándose en un tren de vida que el otro no tiene. El que Antonio ganara a veces un mínimo o menos estaba malogrando la convivencia. Ella comenzó a instigarlo por el dinero: hay que aportar por igual, y claro, esto era de alguna manera culpa de Antonio: “Antonio, es que tú no te haces valer, regalas tu trabajo”. Yo lo puedo decir con conocimiento de causa: pararse en el punto a pedir más por una corrección de estilo simplemente va a lograr que una editorial se la dé a otro, porque como en tantas otras cosas en Colombia, hay un ejército de personas dispuestas a hacer a pérdida lo que uno desecha. Ya lo decía el escritor Ricardo Silva, la clase media colombiana tiene la mala maña de salir a trabajar cuando está mal de dinero.
Antonio debía levantarse antes que su esposa y acostarse luego de que ella se durmiera, porque verlo descansar desencadenaba la acusación de que era un holgazán. Antonio no se equivocaba cuando me confesaba que ella ya no sentía lo mismo por él; ella buscaba la separación. Pero los conflictos no hicieron que él la dejara de amar: de hecho, deseaba con tanto ahínco conservar su matrimonio que le propuso encargarse de la casa. El problema, sin embargo, no era de dinero: el sueldo que ella ganaba bastaba para los dos. El problema es que ella no estaba dispuesta a mantenerlo: no podía admirar a un hombre que ganara poco o que se ocupara de las labores del hogar.
"No se trata de reactivar el machismo ni de dar argumentos a las feministas para sus legendarios ataques al patriarcado; se trata de pensar de otra manera quiénes somos y adaptarnos a los nuevos tiempos".
Una de las colombianas más adineradas, en este momento la mujer mejor pagada de la televisión estadounidense, Sofía Vergara, coincidía con esa perspectiva en una entrevista publicada por El Tiempo hace dos años: “¿Por qué la billetera es tan importante para usted? ¿Cree que amor sin plata no dura? La billetera es más importante para las mujeres que no tienen una propia. He querido a hombres con menos plata que yo; los que no me gustan son los pobres... de espíritu”.
El dilema que le planteo al lector es este: ¿la esposa debía mantener a Antonio? Y si así es, dado que había un matrimonio de por medio, ¿por cuánto tiempo? ¿Hasta que despegara su carrera literaria? ¿Y si eso nunca sucedía? ¿Estaba en lo correcto buscar una separación solo por lo económico así no necesitara el dinero y todo lo demás fuera funcional? No se vale acusar a Antonio por haber escogido una carrera poco lucrativa pero que lo llenaba. Considere el lector que si se nos pagara menos en proporción al hecho de que disfrutamos nuestro trabajo, creo que muchos de nosotros simplemente no recibiríamos sueldo. ¿Quizá haya que lle[1]gar a la conclusión de que estas obligaciones de proveedor son primordialmente de los hombres según una especie de designio escrito en el cielo?
El lector ya habrá inferido que no me cabe duda de que ella debía mantener a su esposo, incluso si lo abordamos con ese verbo deshonroso. Pero quiero hacer clara mi posición. No defiendo a esa estirpe de hombres que pretenden vivir de los sueldos de sus esposas sin mover un dedo, ni a los beodos que exprimen los centavos que sus compañeras han trabajado duramente. Mi caso se refiere exactamente a condiciones como las de Antonio. Mis razones no son sólo la convicción subjetiva de que con la falta de solidaridad de ella se perpetúan justamente los esquemas hombre-proveedor, mujer-subordinada que han sido tan caros en Colombia. Mi punto tiene que ver con los puros y duros hechos. Considérese esto: ¿qué ha posibilitado que la esposa de Antonio tenga tanto éxito laboral? No es un accidente fortuito, no son sólo sus habilidades legales.
Pero el de Antonio y su esposa no es un caso excepcional; se replica cada vez con mayor frecuencia en Colombia y en países donde las relaciones entre hombres y mujeres se han modificado en las tres últimas décadas. La cadena NPR de Estados Unidos ha estudiado con cuidado cómo han salido librados los hombres en esa dinámica… y los resultados son asombrosos.
En Estados Unidos, desde comienzos de la década del ochenta, las universidades gradúan más mujeres que hombres; de hecho, muchas más: mientras que en la década del sesenta el 60% de los graduados eran hombres y el 40% eran mujeres, para 2013 las proporciones se invirtieron totalmente: 40% hombres, 60% mujeres. ¿Qué están haciendo los hombres? Trabajos técnicos y en la rama militar, que son significativamente peor pagos y que de paso han acortado su expectativa de vida. De la misma manera, el número de hombres que se quedan en casa para cuidar a los hijos como principal ocupación se ha triplicado en ese mismo período. Al parecer, algunas mujeres sí han aceptado la propuesta de su Antonio: el número de hombres que se dedican a las labores del hogar se ha multiplicado por 2,5.
¿Y qué tiene todo esto que ver con una pareja que vive en Colombia? No hemos reparado en el hecho de que nuestros indicadores siguen al pie de la letra la media de los americanos. Según los datos del Observatorio Laboral para la Educación, de los 1’381.761 títulos otorgados entre 2001 y 2009, el 54,9% corresponde a mujeres y el 45,1% a hombres. De hecho, la brecha se ha venido ampliando desde el 2009. Dado que el dato incluye todo tipo de educación superior, hay que señalar que en lo referido a educación universitaria de pregrado las mujeres superan con creces a los hombres: un total de 488.263 mujeres recibieron un título universitario entre 2001 y 2009, mientras que 362.257 hombres obtuvieron este mismo título en dicho periodo. Las universidades cuentan con una mayor presencia femenina casi en todas las carreras. Los hombres sólo superan a las mujeres en formación técnica: obtuvieron título 43.904 hombres y 30.911 mujeres. En la formación militar o policial la brecha es dramática, 92% hombres vs. un magro 8% femenino. Las mujeres llevan la delantera en administración: 59% frente a 41% masculino, y en derecho, donde 53% son abogadas. De esta manera, los datos globales concuerdan con el promedio americano —ignoro si con una media mundial—. Los hombres han migrado a oficios técnicos o militares, menos lucrativos, mientras que las mujeres han escogido carreras más rentables.
No hay que llevar los datos a extremos cínicos y desmedidos; claro que los ingresos de las mujeres siguen siendo menores a los de los hombres. Pero, al mismo tiempo, en los escasos tres años que van del 2005 al 2008 la brecha salarial entre hombres y mujeres en Colombia se redujo tan considerablemente que si la tendencia continúa, en menos de 20 años no solo no habrá tal brecha sino que los ingresos de las mujeres profesionales superarán a los de los hombres. Y ojalá así sea: vivimos en un país donde el trabajo femenino es el soporte de la familia en muchos sectores. Pero ojalá las cifras vengan aunadas a un cambio de perspectiva que nos permita pensar que si el amor lleva la delantera, no tiene nada de malo que la abogada se meta la mano al bolsillo para mantener a su marido el escritor.
Ahí va mi punto. Es tiempo de volver a hablar también de los temas de los hombres, porque sin duda el mundo ya no es el mismo que hace treinta años. Conscientes de que los sufrimientos de los hombres son tan acuciantes como los de las mujeres, ha surgido una red de sitios web —como A Voice for Men— y un movimiento global que les ayudan a los hombres a enfrentar sus dificultades. Si un dato no mencionamos arriba es que los índices de suicidio de los hombres y de abandono de sus carreras universitarias en el mismo período sobrepasa significativamente al de las mujeres. En junio de 2013 se organizó la primera conferencia internacional de temas masculinos en Detroit. ¿Sólo más sexismo contrarrestando el sexismo feminista? No lo sé, hay acusaciones de misoginia en el movimiento; habrá que esperar a ver qué tan efectivo es en cumplir su misión principal, a saber, ayudar a los hombres en estado de depresión, desempleo o con tendencias suicidas. Lo que es claro es que ha tenido el acierto de describirse como humanista y de evitar convertir su causa en una lucha de géneros. El solo hablar de temas masculinos ya hará que algunos salten. Dice Paul Elam, fundador del sitio web referido: “Una vez podamos establecer que los hombres son seres humanos —como los niños— será admisible que tomemos una iniciativa y hablemos de sus temas, incluso que, Dios no lo quiera, adoptemos soluciones que no provengan del enfoque feminista”.
Es fácil desechar como insignificantes la reivindicación de los derechos de los hombres y de los niños varones, pero está en el mismo espíritu de la ley no discriminar el peso de un derecho por la condición de la persona que lo ostenta. La política internacional también ha tomado parte. Una noticia que pasamos por alto por estar pendientes de los tweets del doctor Uribe es que el pasado 29 de septiembre, el ministro de Relaciones Exteriores de Islandia, Gunnar Bragi, propuso una conferencia en la cual se invitaba a Surinam a discutir la igualdad de género en el marco de la celebración de los 20 años de la declaración mundial de los derechos de la mujer como derechos universales en la ONU… Solo que, en este caso, el ministro convocaba exclusivamente a hombres. Con respecto a los que acusaron a dicha reunión de ocultar una misoginia que pronto nos estallará en la cara, vale la pena recordar cuál es el país más respetuoso de los derechos de las mujeres en el mundo: que a nadie le sorprenda el nombre de Islandia.
En los dos últimos años no he vuelto a saber nada de Antonio. Recuerdo haber tenido la clara sensación de que no había forma en que pudiera salvar su matrimonio. También recuerdo cómo me golpeó de frente el deseo de quererlo ayudar. Si no son los amigos, ojalá una red de otros que viven lo mismo lo pudieran llevar a medir su situación… y el posible dolor de una separación. Porque no me cabe duda de que lejos de ser un misógino temeroso del poder de la mujer, Antonio era un tipo común y corriente que lo único que quería salvar era el afecto de la persona de la que se enamoró y con la que se había casado.
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