Dar consuelo y procurar alivio a un amigo que atraviesa un duelo o una pérdida no es banal. Saber elegir las palabras y el momento puede marcar la diferencia.
“No sabía bien qué decir. Me sentía muy torpe. No sabía cómo alcanzarlo, dónde encontrarlo... Es tan misterioso el país de las lágrimas”.
Antoine de Saint-Exupéry
El principito
Hace tiempo, el hermano de mi amiga Camila se suicidó lanzándose desde la terraza de un edificio en Nueva York. Un hombre joven, talentoso, lleno de propósitos y tenacidad, amado por su familia y sus amigos, que durante casi una década padeció en silencio una enfermedad mental.
Cuando recibí la noticia pocas horas después de que hubiera sucedido, mi primer impulso fue llamarla. No podía ni siquiera imaginar lo que yo sentiría en su lugar y mucho menos qué le diría, pero quería acompañarla, aunque fuera a través del vínculo tenue del teléfono. Lo pensé bien; ella debía estar agobiada por las incontables gestiones que vienen con la muerte … Esperé hasta el día siguiente. Lo único que pude decir fue “¡Qué horrible, Cami!”, y empecé a llorar desesperadamente. Ella, en el peor momento de su vida, terminó consolándome.
Difícil imaginarse una peor expresión de condolencia que la mía y, sin embargo, unos años después, rememoramos el episodio y me sorprendió saber que recordaba mi llamada con cariño —“genuina”, fue la palabra que usó para describirla— y que la prefería a algunas de las manifestaciones de pésame que recibió por esa época, fórmulas vacías o divagaciones sin pies ni cabeza, o peor, a la ausencia, a aquellas personas que prefirieron alejarse de ella a acompañar su tristeza.
Sin importar que la pena sea por la muerte de un ser querido, la pérdida de un embarazo, el diagnóstico de una enfermedad grave o una separación de la pareja, estar rodeado de otros y su afecto trae mucho alivio. Sin embargo, todos podríamos aprender cómo ser una mejor compañía para quienes están atravesando un duelo. A continuación, algunas ideas que he venido juntando, tomadas de lecturas o aprendidas de mis propios duelos y los de gente cercana.
Pensar antes de hablar (y saber callarse)
Se puede ofrecer y dar consuelo con un mensaje en redes sociales, un correo electrónico, una llamada telefónica, una carta y, por supuesto, con una visita si la persona es cercana y está dispuesta o puede recibirnos —no siempre sucede—. Sin importar qué manera se escoja, es una buena idea pensar qué vamos a decir antes de hacerlo. Amy Cunningham, una experta en duelo y rituales fúnebres, refiere que un problema común en el momento de expresar condolencias es la ambición: querer decir algo muy valioso para el otro —que lo consuele—y que a la vez sea original y bello. Estas expectativas tan altas hacen que muchos se desanimen antes de emprender la tarea o que la pospongan indefinidamente. Sin embargo, una frase sencilla como “Lo siento mucho. No sé qué decirte, pero quiero acompañarte en estos momentos tan dolorosos”, puede ser suficiente para expresar nuestra solidaridad.
A menos que se tenga mucha certeza sobre las convicciones religiosas de la otra persona, no se debe asumir que encontrará consuelo en expresiones como “está en un lugar mejor” o “Dios quería otro ángel a su lado”. En un duelo, incluso alguien muy creyente puede enfrentarse a una crisis de fe. También, aunque su uso es común en circunstancias dolorosas, frases del tipo “eres muy fuerte” o “no te dejes vencer”, a veces refuerzan en el otro el sentimiento de impotencia o vulnerabilidad en lugar de infundirle ánimo.
Admitir que no tenemos palabras es una opción legítima. En mi experiencia personal, el riesgo de decir algo inadecuado o hiriente aumenta cuando la persona que ofrece el consuelo siente que debe seguir hablando.
“Todos podríamos aprender cómo ser una mejor compañía para quienes están atravesando un duelo”.
El otro es quien importa
Joan Didion, quien en menos de dos años enfrentó el duelo por la muerte de su marido y de su hija, dice que el dolor es un lugar del que no sabemos nada hasta que llegamos allí. Cada uno recorre ese territorio a su manera y, a menos que el doliente o el enfermo quieran saber al respecto, nuestra propia experiencia con el duelo o la enfermedad es casi siempre irrelevante. “Yo sé lo que estás sintiendo” o “Yo ya pasé por eso” son expresiones que, aunque bien intencionadas, desvían la atención de los sentimientos de quien ha sufrido la pérdida.
También, cuando una persona recibe el diagnóstico de una enfermedad grave, las anécdotas sobre nuestras propias enfermedades o las de otros pueden contribuir al miedo o la incertidumbre naturales en esos momentos. Esto es particularmente cierto cuando estas historias no son afortunadas. “No te imaginas la muerte tan horrible que tuvo mi tía con un cáncer como el tuyo”, me dijo una conocida cuando le conté de mi diagnóstico de cáncer de ovarios. Creo que este ejemplo no amerita comentario.
Prestar atención a la expresión y la actitud del otro es esencial: ¿quiere seguir hablando de su pérdida o está intentando distraerse con la conversación? En ocasiones, solo escuchar basta.
El valor de lo concreto
Quien sufre una pérdida escucha con frecuencia el “dime en qué te puedo ayudar”. Sin embargo, es común que la persona esté tan agobiada por el dolor o los aspectos prácticos de su nueva realidad que no sepa cómo pedir ayuda. Es más útil hacer ofrecimientos concretos: recoger a los niños del colegio, ir a la farmacia por un medicamento o al supermercado por leche y pan, regar las plantas, pasear al perro, lavar la loza… o simplemente tomar la iniciativa. La primera noche después de la muerte de mi papá, unos amigos generosos nos enviaron comida a la casa. En ese gesto en apariencia simple de atender una necesidad del cuerpo, descuidada por los afanes de los trámites y la tristeza, nuestros amigos nos transmitieron todo su cariño sin decir una sola palabra.
Un regalo sencillo, como una planta, té o una vela aromática, trae bienestar y comunica afecto. Y, por supuesto, las lecturas pueden ser una buena compañía para el dolor. El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, sobre la vida y muerte de su padre; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, en torno al suicidio de su hijo; El año del pensamiento mágico y Los días azules, de Joan Didion, en los que narra su duelo por la muerte súbita de su marido y la enfermedad y muerte de su hija, respectivamente, y Una pena en observación, de C.S Lewis, que reúne las reflexiones del escritor cristiano tras la muerte de su esposa, son algunos títulos que pueden tenerse en cuenta si se quiere regalar un libro. También, para familias con niños, La abuelita de arriba y la abuelita de abajo, de Tomie DePaola, ofrece una bella forma de iniciar la conversación sobre la muerte.
“Prestar atención a la expresión y la actitud del otro es esencial. En ocasiones, solo escuchar basta”.
Estar presente
Aunque el duelo es un proceso muy largo —a veces, incluso, permanente—, las manifestaciones de solidaridad van disminuyendo con el tiempo, hasta desaparecer casi por completo.
Siempre había pensado que esto era inevitable, hasta hace un par de años, cuando acompañé a un amigo en la Shiva (el periodo de duelo que observan los judíos) por su papá. Una de las siete noches, después de las oraciones fúnebres y las remembranzas de la vida del difunto, el rabino nos pidió a los asistentes que sacáramos nuestros teléfonos y marcáramos en la aplicación de agenda una fecha en cualquier mes del año siguiente, la que quisiéramos, para llamar a nuestro amigo o invitarlo al cine o a tomar un café. Nos dijo entonces que los peores momentos del duelo pueden llegar meses después de la pérdida, cuando se comprende que, si bien la vida nunca volverá a ser la misma, las rutinas del mundo siguen inalteradas. Tal vez, nuestras llamadas o visitas llegarían en uno de esos momentos de decaimiento y, más importante aún, le harían saber que no estaba solo con su duelo, que una parte del mundo lo vivía con él. Me pareció una idea hermosa, sencilla y potente: con un pequeño compromiso individual de cada uno de los asistentes, el rabino ensambló un sistema de apoyo para los meses por venir.
Acompañar a alguien en un duelo nos pone en contacto con nuestra propia vulnerabilidad frente al azar de estar vivos y con emociones que estamos acostumbrados a suprimir, como la tristeza, la rabia y el miedo. No es fácil y, sin embargo, lo intentamos. Aunque en ocasiones se nos olvide, las pérdidas son parte natural de la vida y, con el tiempo, llegará nuestro turno de necesitar consuelo. Mi amiga Camila me consoló cuando murieron mis papás, y la suya fue una de las primeras llamadas que recibí cuando me diagnosticaron con un cáncer incurable. También es una de las que recuerdo con más cariño, por auténtica y sentida, y porque logró condensar en una sola frase mis sentimientos en ese momento horrible. “¡Qué mierda, Marce!”, dijo. Y lloramos juntas
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