En lo relacionado con la maternidad en general, y la lactancia en particular, muchas veces es imposible hacer las cosas como recomiendan los manuales. Día tras día madre e hijo van encontrando su propia manera de hacer las cosas.
orre al centro comercial y cómprame una pezonera, por favor. No puedo más.”, le dije una noche a mi esposo mientras mi hijo recién nacido y yo llorábamos al mismo tiempo. Efraín berreaba por hambre, supongo, o tal vez porque odiaba que mi leche hubiera comenzado a saberle a sangre. Yo lloraba de cansancio, frustración y dolor. El niño había pasado el día entero pegado a la teta y esa noche el ardor en mis pezones había llegado al límite. Desde el nacimiento habíamos intentando aplicar la técnica que la asesora de lactancia me enseñó usando un muñeco y una gran teta de plástico, pero no estaba funcionando. Efraín no aprendía aún a agarrar toda la areola con su boca, e insistía en succionar apenas desde el pezón, halando con fuerza y mordiéndolo con sus encías desdentadas. Mi esposo y yo vimos tutoriales en YouTube, consultamos foros online, bajamos aplicaciones para el celular y leímos lo que pudimos sobre amamantar, pero nada parecía funcionar como lo prometían los manuales. Esa noche estuve cerca de rendirme; sentí que las tetas se me iban a caer, y mi pobre niño tomó leche mezclada con la sangre que me brotaba de las grietas en los pezones. El líquido era de color rosa pálido, como un batido de fresa del terror.
“La lactancia no tiene que doler”, repetía en mi cabeza por esos días, mientras me untaba la crema cicatrizante que recetó el doctor. Había escuchado esa frase incontables veces durante mi embarazo. Era el mantra preferido de mi asesora y yo lo apropié. Para mí —mamá primeriza e insegura— era la promesa de que todo iba a estar bien. “La lactancia no tiene que doler”, pensaba cada vez que mis amigas con hijos me contaban que mordían toallas para soportar la succión con los pezones rajados, o que terminaron en la clínica con casos severos de mastitis, expulsando leche verdosa. “La lactancia no tiene que doler”: seguía aferrándome a esas palabras durante los primeros días del puerperio, mientras Efraín mordía otra vez mi pezón roto y yo sentía que me pinchaban miles de alfileres. El alma me dolía también. Se suponía que amamantar debía ser algo bonito, un momento íntimo de amor y conexión con mi bebé, pero hasta ese momento solo parecía una promesa rota. Tan rota como mis pezones.
"No hay una única manera de hacer las cosas. Cada madre hace lo mejor que puede con lo que tiene, y mientras haya cariño de por medio y responsabilidades compartidas con la pareja, todo sale bien".
Me culpé por débil, por ser tan llorona y por no saber cómo lograr lo que quería: alimentar bien a mi bebé y no sufrir más. Por fortuna, la pezonera de silicona que consiguió mi marido esa noche funcionó. Aunque la mayoría de asesoras de lactancia y pediatras sugieren evitar usarla si no se tienen los pezones invertidos o alguna malformación que impida amamantar, resultó ser la mejor solución para mí y para mi hijo. La usé solo en las tomas de la noche, que eran las más difíciles porque, además del dolor, había sueño y cansancio. Me la puse por turnos en ambos pechos durante quince días y así logré que mis pezones sanaran, y que Efraín hiciera tomas efectivas.
La pezonera, además de salvarme, me ayudó a entender varias cosas sobre la lactancia materna y, en general, sobre la maternidad: a veces el método elegido no es el ideal, pero si funciona, vale. Aplica para el chupo, la leche de fórmula, el colecho y tantos otros temas. No hay una única manera de hacer las cosas. La teoría es linda, las asesoras son un apoyo maravilloso, pero en la práctica cada madre hace lo mejor que puede con lo que tiene, y mientras haya cariño de por medio y responsabilidades compartidas con la pareja, todo sale bien.
Con el tiempo, Efraín aprendió a succionar y la pezonera quedó olvidada en un cajón de la cocina. Atrás quedaron las malteadas rosadas del terror, el dolor y esas largas horas que pasamos llorando juntos. Ahora mi hijo cumplió cuatro meses y tenemos una lactancia materna exitosa. No lo hice según el manual; tal vez mi método no fue el mejor, pero como dice Sinatra en esa canción de la que abusan tanto los obstinados: lo hice “a mi manera”.
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