Dudas, certezas, devaneos y reflexiones de un papá que acompaña a su hijo a conocer su vocación.
uando sea grande voy a ir a la universidad del tenis, para ser un tenista profesional”. Eso me dijo Tomás después de salir de una de sus primeras clases. Debo confesar que la frase me enterneció, pero no la tomé en serio. Nadador, futbolista o boxeador. Lo que quisiera. Ojalá encontrara placer en algún deporte. Yo estaba listo para comprarle guantes, raquetas, patines, gafas, arcos o cuantos implementos fueran necesarios para ensayar mientras algo terminaba por encarretarle como pasatiempo. Si la genética hacía su parte del trabajo, Tomás tendría infinitos devaneos con todos los deportes, como su papá: natación, fútbol, béisbol, voleibol, patinaje y rugby subacuático, para finalmente decidir que el deporte y la competencia no serían lo suyo. Me preparaba para acompañarlo en sus dudas y vericuetos, hasta verlo engrosar la multitud de rodillones aficionados que ocupan los escenarios deportivos durante los fines de semana.
Pues me equivoqué, y la genética falló. Va a cumplir ocho años y el tenis lo tiene loco. Tanto a él como a nosotros, sus padres. Yo, por ejemplo, estoy junto a una cancha y a las ocho de la noche escribiendo este testimonio, mientras mi hijo perfecciona el saque a unos metros de mí.
Todo comenzó un sábado de 2017. Salíamos del Complejo Acuático, en Medellín. Él venía amarrado a la silla trasera de mi bicicleta con su pelo mojado, embadurnándose la boca, las manos y la ropa con algún bombón pegajoso. Yo siempre pensé que enseñarle a nadar sería uno de mis mejores regalos, pues le permitiría disfrutar sin temor de las piscinas, del mar y de los ríos. Acababa de cumplir cuatro años y el primer nivel de natación estaba superado.
—Papá, me prometiste que hoy iríamos a las canchas de tenis.
La semana anterior, Tomás había descubierto que muy cerca de las piscinas había unas canchas de tenis. Yo había olvidado mi promesa. Intenté hacerme el loco, cosa que se me da fácil. Quería almorzar y me daba pereza la demora. Pero inmediatamente apareció el ángel de los padres sobre mi hombro, a decirme que es importante cumplirles la palabra. Resignado torcí el rumbo y me acerqué con él a las canchas de tenis, las mismas donde aprendí y jugué hasta el final de mi adolescencia.
"Tomás tendría infinitos devaneos con todos los deportes, como su papá: natación, fútbol, béisbol, voleibol, patinaje y rugby subacuático".
Entramos a “La Liga”, como le decíamos cariñosamente cuando yo jugaba. Sentí emoción. Recordé a los profes que no están, respiré las papas criollas fritas de la entrada y sonreí al recordar el balde con límpido y jabón azul donde me tocaba sumergir las medias blancas manchadas por el polvo de ladrillo. Rápidamente salí de mi abstracción nostálgica y me concentré de nuevo en Tomás. Pensé en contarle mi historia corta con el tenis a manera de ambientación, pero al verlo supe, por la expresión de sus ojos, que algo estaba ocurriendo en su cabeza. Él observaba todo con detenimiento. No despegaba sus ojos de las canchas. Su actitud era de contemplación. Guardaba ese silencio devoto del feligrés que se persigna ante el baptisterio. Uno de los monitores desde la cancha supo ver las ganas del chico, y vino hasta nosotros para ofrecerle una raqueta y una bola. Por primera vez este niño tímido entraba en una actividad de grupo sin dudarlo un instante. Tomás se conectó rápidamente con ese universo. Y desde la primera clase todo fluye. Hasta la plata, que no sobra pero no falta y se gasta mucha. Hay meses en los que me habría gustado que mi hijo escogiera un deporte más ajustado a nuestro presupuesto. Pero todos los esfuerzos se hacen con gusto y sacrificio. El pequeño hizo click de inmediato con el profe, Rubén, a quien le debemos en buena parte el entusiasmo para venir, hasta hoy sin falta ni desgano, a todos los entrenamientos.
A los cinco años ganó su primer torneo. Repitió a los seis y a los siete. Ganó fácil y llegó a sentirse al nivel de los mejores del mundo. Se comparó con Nadal, Federer y Djokovic. Ahora, cercano a los ocho, sufre los primeros rigores del cambio de categoría y se enfrenta cada vez con mayor frecuencia al áspero sabor de la derrota. Hace poco me preguntó: “¿Cuándo uno es tenista, en qué trabaja?”. Yo le hablé de la importancia de trabajar en un oficio que le haga feliz, sea cual sea.
¿Y nosotros? Bien, gracias. Sufriendo y gozando desde la tribuna. Verlo triunfar nos hincha el pecho. Recibirlo entre sollozos cuando pierde nos arruga las tripas. En ambos casos sabemos que todo es importante para su desarrollo. En los torneos hemos visto a papás y entrenadores de estructura militar, que ven la cancha como un campo de guerra y al contendor como enemigo. También nos han tocado los tiernos debiluchos que sucumben ante el más insensato berrinche. Su mamá y yo dudamos de todo: ¿El tenis le gusta realmente? ¿Lo estaremos presionando? ¿Serán muchas horas de entrenamiento para un niño? ¿Se trata de una vocación temprana o de un capricho pasajero? ¿Abandonará en la adolescencia? Nadie sabe. Y qué importa. Por ahora lo disfrutamos. Y lo mejor de todo: en familia.
"Ahora, cercano a los ocho, sufre los primeros rigores del cambio de categoría y se enfrenta cada vez con mayor frecuencia al áspero sabor de la derrota".
Por ahora, me gustaría decirle unas palabras, aunque todavía no pueda leerlas de corrido. Hijo mío: me gusta mucho verte crecer y caminar con firmeza. Admiro tu disciplina, tu pasión y tu empeño. Mi deporte, en cambio ha sido saltar. Saltar de aquí para allá y de regreso, tantas veces que ya perdí la cuenta. Al tenis llegué tarde y salí temprano. Pero que mi historia en este deporte no sea, nunca, tu referencia o motivación. Te pido perdón si con gestos sutiles de aprobación o reproche te induzco a competir y a querer ganar en este mundo de polvo. Si empecinas en esto tendrás que superar muchos retos. Llegarán fuerzas antagónicas como la envidia, la trampa y la codicia. Aprenderás a perder con la frente en alto y a ganar con respeto. No pierdas nunca la confianza en tí, en nosotros y en la vida. Envidio tu estilo temprano de subir por el tronco sin detenerte a dudar entre las ramas. Pero si un día te asustas, si te congelas y resbalas, siempre estarán mis hojas caídas para acolcharte. Juega mientras lo disfrutes.
* Periodista, realizador y productor audiovisual.
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