Si enumerara cada producto que he utilizado en mi vida para alisarme el pelo, rompería un récord. Hoy en día puedo agradecerle a mi hija por despojarme del eterno martirio capilar y, por fin, estoy aprendiendo a querer mis rizos.
Las vueltas que da la vida, años y años de luchar contra la naturaleza de mi pelo rizado y hoy me encuentro en una cruzada por recuperarlo. Esta necesidad, lo reconozco, no fue espontánea, simplemente me convertí en mamá de una niña.
A mis rizos los alisé o, mejor, los mutilé cuando tenía 12 años. El desarrollo me trajo dos grandes dolores de cabeza: unos cólicos terribles y un pelo rebelde al que, por fortuna, una prima peluquera me ayudó a controlar. Tres horas en su salón de belleza y regresé a mi casa con una melena nueva. Era tan lisa que ni siquiera la brisa del ventilador lograba despeinarla. Por supuesto, yo estaba encantada.
Ese fue mi ritual de iniciación a una rutina que empecé a repetir religiosamente dos veces al año. Al principio fue aliser, un químico fuerte que requiere de todos los cuidados en su aplicación y preparación. Un descuido y adiós pelo. El primero que me pusieron se llamaba Victoria. No se me olvida la picazón que me daba en el cuero cabelludo durante las dos horas que debía tenerlo en la cabeza.
Luego pasé a la keratina. Costosa en un principio, pero para descanso de mi bolsillo se volvió popular y, por supuesto, más barata. La primera vez que me la apliqué me llevé el susto de mi vida. Después de que me seccionara el pelo por mechones y me aplicara el producto, mi peluquero me hizo poner un tapabocas. “Cierra los ojos, no los abras”, me dijo. De repente salía humo de mi cabeza. “¡Dios, ¿qué pasa?!, ¿qué se quema?”, le pregunté y por dentro solo me decía, “este hombre me va a dejar sin pelo y, además de todo, ciega”... porque los ojos me lloraban del ardor. Así que durante las siguientes horas me sumergí en un rezo interno. Rogaba no salir calva de ese lugar, mientras él me pasaba y repasaba la plancha de pelo caliente por cada mechón hasta alisarlo y secarlo por completo. Al final solo escuché: “Listo, eres toda una india tocora”. Y sí, tenía el pelo más liso y brillante que nunca. A pesar del susto, ese día fui una clienta feliz. Después supe que lo que hacía efectivo a ese producto era el formol.
Finalmente, llegué a los aminoácidos, una promesa menos lesiva de poner en orden el pelo controlando el frizz, pero que al final resultaba siendo un químico más en mi lista de tratamientos con los que buscaba encajar en el estereotipo de belleza exigido. Si no estabas lisa, simplemente estabas despelucada, desencajabas. Bastaba ver al ramillete de aspirantes a la corona del Reinado Nacional de la Belleza en el gran destape real con esos cabellos lisos imperturbables. Ni con la excusa de que el desfile era en vestido de baño en medio de la piscina del hotel Hilton de Cartagena, y a pocos metros del mar Caribe, se aventuraban a dar un paso con una melena rizada, si acaso ondulada a punta de tenazas bien calientes, pero jamás al natural. Las chocoanas tan bellas e imponentes que hoy lucen con su afro, ni siquiera se atrevían.
Con el tiempo terminé aceptando que nunca estuve conforme con los resultados logrados con ninguno de esos tratamientos. A la larga estaba confiando en que la mano del hombre me diera lo que la naturaleza me había negado: un pelo aceptable. La vuelta que tuve que dar para entenderlo fue grande. Digo que no fue un giro de 180 grados como los que da la gente con sobrepeso que adelgaza instantáneamente con una de esas dietas absurdas, sino un camino lento en una suerte de espiral igual a los que se forman en los rizos de mi pelo que no me gustaban y que me llevaban una y otra vez a alisármelos.
Empecé a cansarme de estar siempre en busca de mascarillas y toda clase de menjurges para tratar de mantener mi pelo vivo, y digo vivo porque ciertamente me la pasé toda la vida matándolo a punta de químicos. No bastaba con alisar, los siguientes meses eran una seguidilla de tratamientos para hidratar, restructurar, nutrir, revitalizar, repolarizar y todo lo que terminara en “ar” que me permitiera siquiera pensar en pasarme un secador por el pelo, porque ese era otro detalle: tanto calor lo debilitaba. Ya en los cajones de mi baño no cabía un frasco más de esas cremas y con muchas de ellas prácticamente tiré la plata a la basura, porque no me servían para nada. Llegó un punto en el que no me lo volví a cepillar. Mi pelo no era ni liso, ni ondulado, ni rizado. Mejor dicho, no sé ni qué era. Me la pasaba de peluquero en peluquero, buscando una solución hasta que me cansé de escucharles el mismo sonsonete: alisar, alisar, alisar. Al final todos resultaban siendo puros placebos para reanimar a un paciente más muerto que vivo.
En esta crisis andaba cuando supe que sería mamá de una niña. Me aterré de sólo pensar que ella tuviera que pasar por esto. Si tan sólo supiera cómo peinarla, si tan sólo supiera cómo manejar su pelo, pensaba. Nacería rizada, ya la había visto en mis sueños, y tenía que hacer cuanto estuviera en mis manos para que su pelo no fuera motivo de vergüenza, sino de orgullo y de fuerza. Hoy es una niña de 6 años con el pelo perfectamente sano, rizado, largo, frondoso, de revista. Con ella he aprendido a abrazar y amar lo que antes rechazaba de mí.
Desenredar, hidratar con mascarilla, luego aclarar con champú sin sal poniéndolo sólo en la raíz y jamás en las puntas, aplicar acondicionador y otra vez desenredar con los dedos mientras estás en la ducha, después aclarar con abundante agua y secar con una toalla de microfibra, y no de las otras porque esas te alborotan el frizz, definir con crema de peinar o gel, o con ambas, dejar secar al aire libre sin tocarlo o dejar que te lo toquen. Una vez seco, romper el cascarón de los rizos con un poquito de aceite frotado en las manos de medios a puntas, y listo. Es un ritual que con mi hija repetimos dos o tres veces por semana y que le explico religiosamente mientras me explayo en elogios para su pelo. Mentiría si dijera que no demanda tiempo, porque puedo demorar en estas entre una y dos horas, pero cada segundo lo vale. Para mí porque son instantes únicos que disfruto a su lado y para ella porque, aunque aún no lo sepa, está aprendiendo de pequeña una rutina que más adelante le simplificará su vida.
No tuve que pasar por una academia para llegar a esto, como toda mujer autodidacta en tiempos de YouTube aprendí viendo tutoriales y leyendo blogs de mujeres rizadas, onduladas y afros arrepentidas de haberse alisado y que han desarrollado técnicas para cuidar su pelo natural. Es un universo paralelo al de los salones de belleza en los que no saben más que alisar.
Lamento tanto que no apareciera alguien que le dijera a mi yo de los 12 años: “No te alises”. Tal vez hubiera tomado una decisión diferente. Mi mamá no era la indicada, toda la vida haciendo lo mismo, al igual que mi abuela, siguiendo un patrón en el que entre más liso y aplastado el pelo… más aceptado. Y no la culpo, simplemente así eran las cosas. No había una presentadora en los noticieros de televisión que no luciera el corte bob liso siempre por encima de los hombros, ni modelos en los comerciales de Konzil que no fueran lacias. La única que rompía el molde era Margarita Rosa De Francisco. La primera vez que la ví personificaba a La Gaviota en Café con aroma de mujer cuando yo tenía 9 años.
Pero volviendo a mi pelo, debo decir que no siempre fue rebelde. De pequeña se me formaban unos gajos preciosos y por esa razón mi papá me decía ‘Bolita’. A mis tías les encantaba. Sólo que para la etapa en la que empezamos a tener una mala relación mi pelo y yo, ni siquiera las cremas de peinar existían, si acaso champú, acondicionador y esas lacas y espumas que lo dejaban todo seco y acartonado
Hoy mientras educo a mi hija, trato de volver a ser rizada con bastantes tropiezos. No sé si lo logre, la verdad. Digamos que estoy en la etapa aspiracional, viéndome en el espejo de las que ya pasaron por allí. Al final no sé si me guste el resultado, sin embargo este es un sacrificio con propósito por el que estoy dispuesta a dar la pelea. No se trata únicamente de darle forma a un rulo, sino de abrazar y aceptar mi naturaleza. Interiorizar que ser rizada no es estar despeinada y desligarme de ese miedo de nosotras la caribeñas de llevar el cabello tal como vino al mundo. Se trata de encontrarme con lo que Dios me dió y la mano del hombre, mi mano, destruyó.
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