Crecer es despedirse, y eso duele. Pero es hermoso ver crecer a otro ser humano.
Lo dejé en la puerta del jardín, tal y como nos explicaron que debíamos hacer en la primera reunión de padres. Ya había ido con mi hijo dos días a pasar la mañana allá, antes de dejarlo solo. Bueno, solo no iba a estar, tendría doce compañeros de clase, una profesora y una auxiliar atentas a todas sus necesidades; y muchos más amigos en los demás niveles, otras profesoras, otras auxiliares, directora y subdirectora. Es decir, estaría en una casa hecha a su medida para aprender, jugar, gozar. Y aun así, hice mi mejor cara de póker al despedirme de él, pero al vol¬tearme y caminar hacia la calle me estalló el corazón en pedazos. Era el hilo, ese que nos une desde que él se gestó en mí. Del que habla la portuguesa Isabel Fernandes Minhos en su libro Corazón de madre, que nos leyó la directora del jardín en la se¬gunda reunión de padres, y me hizo esconder la mirada para no revelar las lágrimas que inundaban mis ojos. Ese tirón, ese jalón, ese dolor. Lo sentí como nunca antes. Y fue tal mi cara de sufrimiento, mi llanto copioso, ahí afuera en la calle, que otra mamá se bajó de su carro y corrió a abrazarme.
Dos hilos, dos tirones abrazados en la calle junto a un árbol, dándose fuerza en medio del dolor. Como si sus hijos hubieran partido a la guerra. ¿A la guerra? No: regresarían a nuestros brazos apenas tres horas después. ¿Por qué era tan difícil entonces dejarlos allí?
No era la primera vez que encargaba el cuidado de mi hijo temporalmente a alguien más. Ya había vivido el jalón de dejarlo con mi madre cuando me quitaron los puntos de la cesárea. También cuando lo dejé con mi papá y le encargué que le diera la compota y le cambiara el pañal mientras iba a alguna reunión de trabajo o al café cercano a escribir. Había confiado su bienestar a una cariñosísima niñera que cuidó de él durante año y medio, ocho horas al día. Aunque la primera semana me costó, no me generó dolor acostumbrarme a verlo feliz jugando con alguien más, al contrario, me alegró y me hizo sentir tranquila. Y sí, hasta un poco más libre.
Pero esto era diferente. La sensación de estar dejándolo a su suerte me desconcertaba. No me sentía libre, estaba ansiosa, angustiada. Ese día lloré casi todo el rato que él estuvo en el jar¬dín y solo volví a respirar con paz cuando volvió a casa. Se veía feliz, era obvio que la había pasado bien. No lloré enfrente de él, le pregunté con entusiasmo cómo lo había pasado, qué había jugado y todo eso.
Pronto me di cuenta de que el tirón no era duro solo para mí, también lo era para él. Durante las primeras dos semanas repitió con insistencia que no quería ir en el bus, que no quería ir al jardín, que no quería ir al colegio. Es más, duró días enteros repitiendo las mismas frases una y otra vez con entonaciones varias: juguetón, cantarín, bravo, manoteando, a gritos, ahoga¬do en llanto. A todo el que llegaba a nuestra casa le decía lo mis¬mo, y a la tía Martha, que le hizo varias preguntas sobre aquel nuevo lugar donde pasaba las mañanas, le contestó un par de ellas de mala gana. Y para cerrar la conversación le dijo: “Ya no quiero hablar más del jardín”.
Todas las mañanas, durante dos semanas, comenzó a gritar y a llorar a todo pulmón desde el momento mismo en que le ponía la chaqueta y le colgaba el morral de dinosaurio que usa de lonchera. Lloraba como pocas veces lo había visto hacerlo. Se zarandeaba para que no pudiera alzarlo. Hacía una pataleta frontal. Cuando subíamos al ascensor y había alguien más mi vergüenza era obvia, pensaba que los demás creían que estaba torturando a mi hijo. La mortificación mayor para una madre es sentir que esos ojos ajenos nos juzgan a partir de todo aquello que suponemos estar haciendo mal.
Llegué a considerar que en efecto estaba maltratando a mi hijo, obligándolo a ir al jardín cuando aún no estaba listo. “Apenas tiene dos años y dos meses, es un bebé”, pensaba. “Yo entré al jardín a los tres años, quizás podemos esperar otro rato”. Pero la decisión ya estaba tomada. La matrícula y la pensión pagadas. A menos que la cuestión fuera realmente insostenible, te¬nía que seguir poniendo cara de “no pasa nada” y entregando a mi hijo a la señorita sonriente que monitorea la ruta.
La sensación de estar déjandolo a su suerte me desconcertaba. Estaba ansiosa, angustiada. Ese día lloré mientras él estuvo en el jardín.
“Pero si es el niño más encantador”, me aseguraba la profesora por teléfono. “Ya sabe dónde poner la lonchera, me ayuda a recoger las cosas cuando cambiamos de actividad y siempre llega y saluda a todos con una sonrisa apenas se baja de la ruta”. Mi hijo, todo lágrimas y mocos y sacudidas del cuerpo cuando lo entregaba en la puerta del bus, se convertía en un niño encantador y simpático a solo una cuadra de distancia de la casa, me aseguró también el conductor del transporte escolar una mañana cuando vi a Luca tan fuera de sí que la angustia me ganó y llamé a preguntar por mi hijo.
“¿Me está manipulando?”, me pregunté. ¡Claro que sí! En nuestra relación no soy la única que conoce al dedillo al otro, él también me tiene calculada y calibrada. Pero asimismo pienso que es el jalón natural que sentimos ambos en esta nueva etapa, en la que él ya empieza a hacer una vida lejos de mí. Empieza a tener experiencias, conversaciones y juegos de los que no me enteraré. Ambos estamos creciendo. Tanto así, que ya nos despedimos con besos volados y no con lágrimas en las mañanas, aunque él todavía repite cada tanto: “No quiero ir en bus”.
*Periodista y escritora.
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