Buscar la naturaleza, aprender a visitarla sin dañarla, admirar los árboles y los pájaros del bosque. De pronto ahí esté la señal que estamos buscando, la voz de nuestros más íntimos deseos.
l 15 de junio 1767 el barón Cósimo Piovasco de Rondó, entonces un niño de 12 años, hosco y dado a impredecibles arrebatos, tuvo un breve altercado con su padre a la hora del almuerzo que habría de cambiar su vida.
Tercamente se desplazará, buscará cobijo y alimento, crecerá, viajará y conocerá mundo —la acción ocurre en la Toscana—, se enamorará y llegará a viejo moviéndose siempre entre la copa de los árboles. Llevará una fantástica pero verosímil vida arborícola hasta que, muchos años después, a punto ya de flaquear su absurda determinación, se aferra al cordaje de un globo aerostático a la deriva que acierta a pasar junto a su árbol. Así, Cósimo se pierde de vista para siempre.
Con estos elementos fantásticos el gran escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) compuso una de las más extraordinarias y aclamadas novelas del siglo XX: El barón rampante.
Su éxito quizá estriba en que vivir en los árboles ha sido una de las más cautivantes fantasías del género humano. Y el motivo remoto se asienta en el inconsciente colectivo. “Una de las nociones más antiguas y extendidas de la mitología y el folclore se ha centrado en torno a la imagen del ser que vive en los árboles”.
Quien así habla es ahora John Fowles, otro novelista, esta vez inglés y no tan universalmente conocido como Calvino. Sin embargo, muchos cinéfilos —especialmente los de mi generación— recordarán un laureado film basado en una de sus mejores novelas: La mujer del teniente francés (1981, protagonistas Meryl Streep y Jeremy Irons, dirige Karel Reisz; en algunos países distribuida con el título La amante del teniente francés).
La frase que cito, sin embargo, no proviene de una novela suya, sino de un pequeño volumen de reflexiones y recuerdos que, en 1971, Fowles tituló El árbol. Este año se cumplieron 50 de su aparición, y en todo el mundo hubo reediciones y reseñas porque El árbol es considerado por muchos ambientalistas como un texto inspirador y profético. Aún hoy, a medio siglo de su aparición, se lee con provecho y, sobre todo, con sumo deleite.
“El ser que vive en los árboles —continúa Fowles— suele ser un personaje esquivo que posee el poder de ‘fusionarse’ con los árboles, y estoy seguro de que si este mito nos resulta tan atractivo y su influjo sigue siendo tan profundo y universal, se debe a que cada uno de nosotros lo lleva dentro y lo rescatamos de modo recurrente”.
"El árbol" es considerado por muchos ambientalistas como un texto inspirador y profético.
Desde que se estableció la planetaria tiranía de la pandemia por Covid-19 y se nos han impuesto a los humanos todo tipo de alarmas y restricciones, he hallado en este libro muchos motivos de meditación que nunca habría pensado hallar en tan solo 104 páginas, apartando la fascinante amenidad de su escritura.
Fowles (1926-2005), nacido en un pueblito del condado de Essex, Inglaterra, evoca su infancia y adolescencia y nos confía que siempre odió el jardín de frutales que su padre cuidaba con poco común esmero. Detestaba el ordenado encierro del jardín hasta que, durante una vacación que lo llevó al condado de Devon, donde sus primos vivían en una granja, descubrió… un bosque. Su primer bosque verdadero, sin verjas ni muros de piedra que lo encerraran.
Comenzó a frecuentarlo y desarrolló el gusto solitario de perderse en los bosques. Se convirtió en un adicto, sin posibilidad de cura, a las experiencias interiores que pudieran tener lugar en lugares aislados. Resulta mágico el modo con que Fowles elabora esas inefables emociones e ideas y nos brinda profundas observaciones sobre nuestra relación con la naturaleza:
Cuanto más solitario fuera el lugar en que me encontrara, más me gustaba: su silencio, su aura, su extraña configuración, su verde enclaustramiento.
[ … ]
Hasta los bosques más pequeños guardan sus secretos y sus lugares recónditos, sus recintos sin señalizar y todos los edificios sagrados, desde la catedral más grandiosa hasta la capilla más pequeña, y todas las religiones hunden sus raíces en el aura natural de esos escenarios boscosos. En ellos nos hallamos entre otros seres, más longevos, más grandes e infinitos, más alejados de nosotros que la forma de vida no humana que podamos imaginar: ciegos, inmóviles, sin habla, adquieren la única firma física que podría tener un dios universal.
Siendo Fowles, como lo fue, un gran novelista, El árbol nos confía algunos de los hallazgos que, gracias a su frecuentación de los bosques de los países que llegó a visitar en vida, iluminaron su oficio de escritor de ficciones.
Por ejemplo, Fowles no considera casual que los pioneros de la novela moderna eligieran con suma frecuencia los bosques para situar sus historias. Tampoco que centraran el tema de la búsqueda como argumento principal. Muchas de las novelas que, luego de leerlas, “se han quedado” dentro de nosotros tratan, de una forma u otra, de la búsqueda y la aventura.
Lo que han hecho los novelistas contemporáneos ha sido transferir el universo arbóreo que envolvió a Cósimo, el barón rampante, a ese otro bosque, más familiar y cercano, hecho de ladrillo y hormigón que crece en las ciudades. A Fowles lo emocionan esas yuxtaposiciones de árboles y edificios que se dan sobre todo en las zonas más céntricas de algunas ciudades: “La visión de esos muros foliares, los literales y los simbólicos, alzándose unos junto a los otros, tan encubridores como reveladores de lo que queda más allá, puede resultar extrañamente poética, y no solo en términos arquitectónicos”.
Es lo que me ha sucedido al sentarme en el parque que hace esquina frente a mi casa, en el barrio Bella Suiza de Bogotá. Mirando las copas de los fresnos, los chicalás y los nogales, el raudo trámite de las mirlas en el follaje, recordé el poema Los árboles, del venezolano Eugenio Montejo (1938–2008):
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
Nota bibliográfica
John Fowles, El árbol, Madrid, Impedimenta, 2017. Traducción de Pilar Adón.
Italo Calvino, El barón rampante, Madrid, Editorial Siruela, 2012. Traducción de Esther Benítez.
*Escritor, libretista, dramaturgo. Tiene una columna semanal en el diario El País, de España.
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