¿Cómo deben dar los médicos un diagnóstico? ¿Es mejor saber o no saber? Entre la historia personal y la investigación, el autor intenta dar una respuesta a estas preguntas.
No me digan qué tengo. Díganme qué debo hacer. Pidió mi mamá en marzo de 2013, cuando le diagnosticaron un cáncer de pulmón estadio IV, con metástasis en el cerebro. Desde el principio, los médicos fueron claros conmigo: buscaríamos cuidados paliativos, no curativos. El chance de vencer la enfermedad había quedado atrás, y debíamos prepararnos para lo que venía: cinco meses de un tratamiento muy duro, que terminaría con la inevitable muerte de mi mamá. En las siguientes semanas ella entendió que su situación era crítica, pero nunca quiso conocer los detalles. Para muchos como ella, es preferible la ignorancia.
El diagnóstico lo confirmó poco después su cirujano, justo el día de mi cumpleaños. Hablé con él por teléfono, encerrado en la que había sido mi habitación en la casa familiar. Colgué y lloré un poco. Me contuve porque debía salir a disimular. Afuera, en la terraza, estaba mi mamá rodeada de familia y amigos que habían llegado a visitarla. Se veía feliz en esa terraza que tanto disfrutaba, porque tenía cerca a sus dos hijos y sus nietos. Pero quién sabe qué preocupaciones y qué preguntas empezaban a rondar por su cabeza.
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A fines de los años sesenta, en el Reino Unido, la enfermera Cicely Saunders inició una nueva rama de la medicina que hoy conocemos como cuidados paliativos. Una heredera suya, Gabriela Sarmiento, especialista formada en Valladolid, España, resume su trabajo: “Tratamos de combinar la ciencia, el arte de acompañar y la vocación de servir”, dice. “Nuestro propósito es acompañar a los pacientes que cursan enfermedades amenazantes para la vida. Esto tiene una implicación muy profunda, porque prima la relación que construimos con los pacientes desde la humanidad. Desde allí caminamos con ellos y su entorno para mitigar su sufrimiento”.
Para construir esa relación, los paliativistas deben identificar las necesidades más íntimas de sus pacientes. “Nos enfocamos en lo físico, pero también en lo social, lo emocional y lo espiritual. Además incluimos a la familia, porque la enfermedad los toca a todos”, remata Sarmiento.
Los grupos de cuidados paliativos están integrados por médicos, psicólogos, trabajadores sociales, enfermeros y consejeros espirituales. Más allá de la técnica, en este oficio es esencial una actitud.
Entre las principales necesidades que atienden está el manejo de la información. “Evaluamos cuánto sabe el paciente, cuánto quiere saber y cuán clara es la información médica para todos”. Hay de todo: pacientes que saben lo que pasa y quieren conocer cada detalle; familias que saben pero no informan al paciente para “protegerlo” (esto, según los especialistas, se llama “cerco de silencio”); pacientes que no saben y tampoco quieren saber. Los casos varían, pero al principio, cuando aparece la enfermedad, la mayoría de los pacientes teme conocer el diagnóstico. Después, algunos cambian de opinión. Pero todos necesitan acompañamiento. Aunque llegamos al mundo solos, y solos nos vamos, ambos momentos precisan de un cortejo que haga más llevadero el tránsito.
Detrás de la ignorancia que algunas personas eligen hay, por supuesto, mucho miedo. Se trata de pacientes que no se sienten preparados para asimilar de un solo golpe la inminencia de la muerte. Los especialistas en cuidados paliativos, dice Sarmiento, respetan esa forma de afrontar el asunto. “Es un mecanismo natural de defensa”.
Por el contrario, el silencio que no es elegido por el paciente tiene riesgos. “Hemos visto que en esos casos puede haber más sufrimiento, porque los pacientes sienten que les mienten, que no pueden confiar en su médico y su familia. Les dicen que todo está bien, pero ellos ven su cuerpo y saben que todo va mal. De esta manera, se vulnera la relación médico-paciente”. En términos más prácticos, un paciente que pierde su autonomía no puede tomar decisiones sobre su propia vida si no sabe qué está ocurriendo dentro de su cuerpo.
"Evaluamos cuánto sabe el paciente, cuánto quiere saber y cuán clara es la información médica para todos”.
Cuando el médico certificó la enfermedad de mi mamá, decidí callar un par de días antes de comunicárselo a ella. Ese fin de semana sería el último que viviríamos sin dolor, en un territorio limpio que el cáncer empezaría a contaminar unas horas después. Ya habría tiempo para hablar con mi hermana y con el resto de la familia. Al menos ese día pude robárselo a la desgracia.
Mi madre fue siempre una mujer práctica, llena de entereza y muy estoica, pero también era sensible. La enfermedad y el miedo quebraron su ánimo, y durante el tratamiento eran esporádicos sus momentos de alegría. El cuerpo se le deterioró a ritmo veloz; durante un par de meses casi dejó de caminar, y perdió mucho peso.
También era guapa y vanidosa; siempre la piropeaban. Por eso, cuando perdió el pelo dejó de mirarse en el espejo. Con esa estrategia de negación construyó un muro entre su vida y el horror: si no sé qué tengo, es como si no estuviera enferma; si no veo mi cabeza calva, es como si mi belleza siguiera allí. La negación fue común también en la familia: muchos creían que había una cura, y algunos trataron de ensayar con mi mamá métodos alternativos. Ella probó algunos, pero se aferró sobre todo a su fe. Aunque no era una católica practicante e iba poco a la iglesia, sí tenía una relación permanente con su idea de dios.
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No hay un modelo estándar que les indique a los especialistas qué se debe decir o qué no ante una situación así. “Pero sí sabemos que esta ayuda tiene que ser impecable en el respeto profundo de la vulnerabilidad del otro: conocer las voluntades del paciente, saber qué quiere y qué no es fundamental”, dice Sarmiento. Las enfermedades crónicas tienen una ventaja: permiten asimilar poco a poco la partida de un ser querido. Ese proceso, abordado con transparencia y sensatez, puede servir para que el paciente cierre su biografía y se despida en la forma que prefiera.
Un protocolo les indica a los especialistas cómo proceder en el momento de informar a sus pacientes una noticia de este tipo. Deben tener en cuenta el ambiente donde se da la información, cuánta información dar, cómo darla y, sobre todo, garantizarle al paciente que incluso poco antes del final quedan opciones. “Decirle, por ejemplo, que un grupo de trabajo lo va a acompañar y no lo va a dejar sufrir. Darle una esperanza realista. O sea, va a morir, pero vamos a ayudarle a vivir de la mejor manera posible mientras la vida dure”, dice Sarmiento.
Dicho de otra forma: mientras estemos vivos, vivamos. En el manejo de la información, los paliativistas hablan de “la verdad soportable”. Una verdad que puede ser dicha en cuotas, y que le permite al paciente juntar recursos dentro de sí para lidiar con ese conocimiento.
En la médula del cuidado paliativo palpita la compasión: se trata de permitir que la persona pueda decidir cómo quiere vivir el final de su vida. Si todos hemos vivido más o menos como hemos querido, también deberíamos tener la oportunidad de escoger nuestra manera de morir: gobernar nuestro destino hasta el final. Esta es la oportunidad que perdemos cuando la enfermedad se mantiene en silencio. “Cuando atravesemos ese lapso de los días u horas que transcurren en el proceso de morir, los especialistas tratamos de que ese tiempo sea impecablemente digno para el paciente y para su familia”, explica Sarmiento. Según ella, no hay para la familia inmediata un recuerdo más grande y perdurable que la forma en que murió su madre, su hermano, su esposo.
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Con la radioterapia y la quimio, por fortuna, mi mamá pudo vivir un segundo aire: los últimos tres meses de vida recuperó la movilidad, la independencia y la lucidez. Se sintió tan bien que llegó a abrigar cierto optimismo. Yo le seguía la corriente, porque era impagable verla llena de humor y esperanza. Además, la estrategia de no saber detalles, de no asomarse a su fin con pleno conocimiento, fue una elección que ella sostuvo. Por supuesto, en el fondo, mi mamá siempre supo cuál era su enfermedad, pero el miedo la llevó a darle la espalda. Jamás pronunció la palabra cáncer. En un involuntario giro kafkiano, se refirió a esa última etapa como el proceso.
Esa temporada coincidió con una de mis visitas a su casa, que siempre duraban varias semanas. Una noche, solos en el comedor, le di la noticia que llenó de felicidad sus últimos días: mi esposa estaba embarazada. A la mañana siguiente, para su nuevo nieto, mi mamá empezó a llenar un álbum que dejaría inconcluso. Es un hecho triste, pero también reconfortante: ese pequeño objeto le sirvió para tener un proyecto. Acosada por la muerte, mi mamá se fue pensando en el futuro.
* Periodista y escritor.
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