Quizá una vida más sencilla nos ayude a estar más tranquilos. Comprar menos, antojarse menos es la propuesta de las personas que asumieron la austeridad como camino.
ecía en una entrevista un chef español con tres estrellas Michelin y ahora en la quiebra: “Montamos una locura que vivía de que la gente tomara un avión para comer en un restaurante”. Por “locura” se refería al modelo de consumo que hemos construido en el afán de satisfacer nuestros deseos. Un modelo desmesurado de acumulación de cosas y experiencias. Hace bien el exitoso cocinero en usar la primera persona del plural en su mea culpa, porque todos hemos contribuido a construir esta locura.
En procura de alcanzar la felicidad, convertimos al capricho en piedra angular de nuestras vidas. Algunos hasta el extremo de volar de un país a otro sólo para probar un plato acreditado por la Guía Michelin.
Creemos que al tener más posesiones y atiborrarnos de estímulos espantamos a la desdicha. De ahí que la austeridad no goce de buena fama, y se asocie al austero con un fraile mendicante. Sin embargo, como enseñan los austeros, la auténtica austeridad es, en lugar de una condena a la penuria, una fuente de alegría.
*Ilustraciones por Jorge Carvajal. Instragram:@castaway.
“Dios mío, ¡cuántas cosas que no necesito!”, dijo Diógenes Laercio al ver todo lo que se ofrecía en un bazar de Atenas. Este filósofo fue discípulo de otro pensador del mismo nombre: Diógenes de Sinope, que demostró con su ejemplo que es posible llevar una vida sencilla y no por ello atribulada. Alguna forma elevada de la placidez debía de inspirar su austeridad, para que Alejandro Magno dijera, cuando lo conoció, que de no haber sido Alejandro “habría deseado ser Diógenes”.
En los bazares de nuestros días nos pasamos la vida escogiendo qué comprar. En la pantalla de nuestro teléfono mientras estamos encerrados por el virus, o la calle y los centros comerciales, el menú es de proporciones pantagruélicas: millones de videos, montones de productos en oferta, decenas de marcas de un mismo producto en los supermercados, cartas de restaurantes con un centenar de platos, infinidad de potenciales parejas en las páginas de citas. No hay respiro en esa carrera hacia ninguna parte. Con la consiguiente tentación de pasar al próximo deseo, o la ansiedad de hallarnos en un lugar y al mismo tiempo pensar en lo que nos estaremos perdiendo por no estar en otro. La vida como la imposibilidad de la satisfacción después de elegir algo. Hoy resulta más cierto que nunca eso que dijo en su autobiografía el escritor Ramón Gómez de la Serna: “Comprendí que el mundo es impaciencia por irse a otra parte”.
El encanto de la austeridad
Ni puritanismo ni pobreza franciscana. Más próxima a la frugalidad que al ascetismo, la austeridad puede ser un modus vivendi que no excluye el hedonismo. De hecho, en su concepción clásica, la filosofía hedonista suponía un estilo de vida austero y mesurado. De modo, pues, que no tiene por qué haber sacrificio en la austeridad. Hay, si se quiere, una renuncia no sacrificada a lo accesorio, llámese objeto, persona o actividad —o como les gusta decir hoy a los genios del marketing, “experiencia”.
“Sobrio, morigerado, sin excesos”. Así define el adjetivo austero la Real Academia Española de la Lengua. Tres acepciones que remiten tanto a una ética como a una estética desprovistas de toda estridencia: la antítesis del abigarrado estilo de la familia Kardashian o de las extravagantes escenografías del reguetón.
Dersu Uzala, de Akira Kurosawa, es quizás uno de los retratos más elocuentes de la austeridad que ha dado el cine. Esta joya, que obtuvo el Oscar a mejor película extranjera en 1975, es un canto a la humildad y al respeto a la naturaleza. Con sus frases escuetas, su autosoberanía, su paciencia, sus escasas pertenencias y su recursividad ante los contratiempos, el anciano Dersu Uzala, cazador nómada, encarna la sabiduría de la tribu china de la que proviene. La austeridad que Uzala le imprime al relato es el revés de las tramas con efectos especiales de Hollywood que por esos mismos años comenzó a desbordar las películas que se hacían en ese distrito de Los Ángeles. Un triunfo de la sutileza sobre la redundancia.
También son expresiones de austeridad los claroscuros del fotógrafo húngaro André Kertész, la instrumentación en Leonard Cohen o los poemas del premio nobel Tomás Tranströmer, tan concretos como este: Zumba la lluvia / Yo susurro un secreto para entrar allí.
En la literatura colombiana, un ejemplo de vocación a la austeridad es la poesía de José Manuel Arango. “La fuerza emotiva de sus versos radica en la economía de palabras”, dice Darío Rodríguez, escritor y atento lector del poeta antioqueño. Alejado de la grandilocuencia de nuestra tradición poética, y permeado por el imaginismo norteamericano, Arango cultivó la imagen concisa desde sus primeros libros. Darío Rodríguez recuerda Paraíso, uno de los primeros poemas de Arango: “Infancia vuelta a encontrar al morder una fruta en su sabor olvidado”.
El arte nacional, por su parte, aporta un puñado de voluntades de austeridad, tales como la obra madura de Bernardo Salcedo, la serie El Dorado de Carlos Rojas o el juego gráfico titulado Colombia, de Antonio Caro.
La austeridad es una virtud tan sutil que a menudo el ojo habituado al hiper consumo pasa de largo, a no ser que venga con etiquetas de moda: “minimalismo”, “la belleza de lo pequeño”, “la creatividad de la escasez”, o el “menos es más” que de lugar común ha elevado a frivolidad mercantil la japonesa Marie Kondo.
Homo consumens
En los años sesenta del siglo pasado el psicoanalista alemán Eric Fromm acuñó el término homo consumens para referirse al individuo cuya finalidad no es consumir lo que necesita para vivir, sino poseer cada vez más cosas para compensar su vacío interior.
La libertad de elegir que conquistó en menos de un siglo el homo consumens, sumada a la masificación de la oferta, han sido a costa del equilibrio entre el bienestar del planeta y el de los seres humanos. En últimas, una libertad que ha demostrado ser un espejismo, cuando no una prisión.
Las ciudades de todo el mundo generan poco más de mil millones de toneladas de residuos sólidos al año. Ese volumen se incrementará a 2,2 mil millones de toneladas en 2025, asegura el Instituto de Tecnología de la Universidad de Ontario, Canadá. Esta es apenas una de las muchas cifras que evidencian que al ritmo que vamos, la Tierra no aguantará otra generación consumiendo como lo hace hoy una cantidad impensable de personas. La ONU calcula que si la población mundial llega a los 10.000 millones en 2050, se requerirá el equivalente a casi tres planetas para proporcionar los recursos naturales requeridos para sostener estilos de vida como los actuales.
Una golondrina que hace verano
Pierre Rabhi es un ecologista, agricultor y filósofo argelino que lleva décadas advirtiendo sobre los riesgos medioambientales derivados de nuestra insaciabilidad. En sus conferencias, sostiene que la angustia por la carencia ha dado paso a hordas de consumidores que él llama “soldados de la economía”, hombres y mujeres que trabajan jornadas extensas y se endeudan durante años para comprar lo que no necesitan, con la esperanza de una felicidad que nunca pueden retener como quisieran.
Por eso este campesino ilustrado, que nació en un oasis en medio del desierto y vive de manera austera en una parcela que cultiva junto a su esposa, cree que “ha llegado el momento de instaurar una política de civilización fundada en el poder de la sobriedad”. Su libro más conocido, Hacia la sobriedad feliz, es un ensayo autobiográfico con espíritu de manifiesto contra el despilfarro, en el que plantea la construcción de “la mayor hazaña creadora: satisfacer nuestras necesidades vitales con los medios más simples y sanos”.
Al igual que los estoicos, los austeros como Pierre Rabhi saben que para vivir una vida satisfactoria sobran muchas distracciones. Y del mismo modo que Rabhi, aquellos que practican una sobriedad alegre entienden que su responsabilidad con el medio ambiente pasa por reducir, reutilizar y reciclar antes que comprar, usar y desechar.
Es cuestión de sencillez
Al amor por las cosas sencillas se encomiendan los austeros. Pero como la austeridad no se puede calcular y su valoración es relativa, cada austero juzgará lo que entiende por sencillez. Porque hay tantas formas de austeridad como mujeres y hombres austeros: la maestra cuya mayor ambición es enseñar a leer, el labriego que no quiere conocer otra realidad que la de sus repollos, el intelectual que con sus libros y el amor se las arregla, la científica que ejerce su profesión en el discreto silencio de un laboratorio, el niño que resuelve el aburrimiento con una piedra.
Austeras fueron las vidas de la poeta Emily Dickinson, que no necesitó salir de su pueblo para sentirse realizada; del arquitecto Antoni Gaudí, como lo revelaban sus ropas gastadas y sus ayunos prolongados; o del legendario fotógrafo de moda Bill Cunningham, cuya bicicleta era su más preciado tesoro, después de su inseparable cámara.
Se puede ser poderosa y a la vez austera, como Angela Merkel, la canciller alemana, sobria en su vida privada y en el ejercicio de la autoridad. O millonario y austero, como el sueco Ingvar Kamprad, fundador de Ikea. Es más, no es rara la austeridad entre los ricos. En un estudio sobre la riqueza en Estados Unidos, Thomas J. Stanley encontró que el 86 % de los carros de alta gama no los compran los más adinerados, sino los recién acomodados: los “pretenders”. Otro dato, también del mercado norteamericano: las millonarias usan menos zapatos de lujo que las mujeres de clase media alta.
Se tiende a confundir austeridad con tacañería. Pero, si bien a veces van unidas, por lo general al austero lo guía más la mesura que la avaricia. Al menos al austero alegre. Sin embargo, ¿quién puede darse el lujo ya no sólo de vivir en una austeridad elegida y alegre, sino de elogiarla? Tal vez únicamente quienes no se encuentran atenazados por la deuda o, lo que es peor, por el hambre, porque no podemos desconocer que vivir en una austeridad no obligada sólo es posible una vez garantizados mínimos vitales como el agua, la comida y un techo digno. Sin ese punto de partida, de lo que estaríamos hablando no sería de austeridad sino de pobreza.
Dejemos que sea una austera quien describa su filosofía. Se llama Mónica Flórez y es la responsable de que el municipio de Pijao, en el Quindío, sea el único “pueblo sin prisa” de Colombia dentro de la red mundial Cittaslow, un modelo de desarrollo sustentable que nació en Italia. “Austeridad no significa vivir como una mendiga”, dice. “A mí me gusta la buena vida, en el sentido de la frugalidad y de la estética. Es decir, tener un jardín bello, dormir en una cama limpia, viajar, comer bien”. Su austeridad no es una fórmula ni una práctica contemplativa. “No me dedico a pensar, también hay que trabajar”. Gracias al trabajo de la fundación que dirige, Pijao es una suerte de laboratorio de tradiciones locales, y su casa un refugio de turistas que no buscan las comodidades de un resort, sino la sencillez y calidez de una casa bien puesta.
Austeridad después del Covid
El austero ex presidente uruguayo José Mujica ha dicho que no quiere usar más la palabra austeridad “porque la prostituyeron en Europa”. Prefiere hablar de “sobriedad”. La suya, como la de Pierre Rabhi, es una sobriedad que consiste en algo tan sencillo como no gastar más de lo que se gana y, si es posible, amistarse con la alcancía. A propósito, el ahorro ha sido denostado durante años por el mercado dominante del crédito. Para la muestra el sueño americano, edificado en parte con la consigna “lograrás el éxito si te endeudas”.
Un estudio de la consultora Mercer indica que el 75 % de los colombianos gasta más de la mitad de sus ingresos pagando deudas. Ocurre así porque lo que ganan no les alcanza para subsistir, pero también por la compulsión del consumo y la persuasión de sistemas crediticios que terminan propiciando círculos viciosos de endeudamiento.
¿Servirá la austeridad para sobrellevar la “nueva normalidad” que está en marcha? ¿O la pregunta es si no nos queda otro camino que la austeridad?
Ante la precarización que se avecina, ¿abrazar una ética de la austeridad será el camino? ¿Lo haremos con alegría o a regañadientes? Podríamos empezar por no comprar cosas que no necesitamos. Tan simple como eso.
Por lo pronto, esta desaceleración obligada de nuestra gula de recursos naturales redundará en una reducción de emisiones contaminantes que la Universidad East Anglia, en Reino Unido, estima entre el 4 % y el 7 % en 2020. ¿Una buena noticia? Nada para celebrar, a juzgar por el 7,6 % mínimo de reducción anual que reclama el Acuerdo de París para bajar la velocidad del calentamiento global.
En resumen, no es que la austeridad sea la panacea o una receta para la felicidad. Una vida austera no está exenta de sufrimiento. Pero podría ser una manera de asumir los logros y los reveses de un modo más tranquilo, más sereno. Y de paso, ayudar a reducir el cambio climático.
*Periodista y escritor colombiano.
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