En 2014, a la autora le extrajeron del abdomen un tumor que pesó cuatro kilos y medio. En estas líneas hace un recuento de su relación con la enfermedad desde entonces.
stoy a la espera de los resultados de una prueba de medicina nuclear que detecta la proliferación de células cancerígenas, o el estadio de lesiones malignas en cualquier parte del organismo. Se trata de un escáner que los especialistas han considerado pertinente ordenar cuatro años después de la cirugía en la que me extrajeron del abdomen un tumor, tipo liposarcoma, que pesó cuatro kilos y medio.
Tengo baja la hemoglobina y hace cuatro meses que me duele la espalda de forma inusual, en la región intraescapular. Es una molestia que puedo percibir, incluso, después de dormir muy bien. Con la mano izquierda, haciendo una contorsión, puedo tocar el pequeño bulto que se forma entre la columna y el hueso de la paleta. Si lo presiono con fuerza llega el alivio fugaz, pero la mayor parte del tiempo el chuzón está ahí, intenso, amenazante, entumeciendo la zona cervical.
Y cuando digo amenazante, me refiero a ese temor permanente que debe ser común entre las personas que formamos parte del 50 % de pacientes que sobreviven a este tipo de cáncer, el de los liposarcomas en órganos blandos. La sensación que me invade por ser candidata a reincidir en una enfermedad tan dramática y calamitosa como esta es de aislamiento. Me confina a un espacio profundamente individual que altera la relación con mi entorno más inmediato, y por eso, ante la impotencia y la indefensión, pretendo envolverme en una bola gigante de un material no conductor que repele la posibilidad de recaída y me ahorra las dificultades de referirme al tema con personas que me aman y sufren conmigo.
Esa tendencia egoísta me recuerda una actitud similar que tenía antes de la enfermedad. Cuando vivía en Bogotá subía con frecuencia el cerro de Monserrate. Me gustaba retarme constantemente para disminuir el tiempo de ascenso a pie, desde la Quinta de Bolívar hasta el santuario que está en la cumbre de la montaña. Era un recorrido que prefería hacer sola, para no tener que esperar ni arrear a nadie. Una compañía podría afectar mi dinámica de ascenso, el ritmo que mi organismo podía seguir y lo que mis músculos estaban dispuestos a dar.
De la misma manera, cuando estoy muerta de susto por mi estado de salud me encierro y vivo esa angustia sólo conmigo, porque no quiero esperar ni empujar a nadie. Quiero seguir mi propio ritmo en este proceso de recuperación, y únicamente lo comparto con mi mejor amiga, porque aunque sé que también le afecta, no tengo que justificar nada ante ella, ni mostrarme invencible, ni nada. Es como si en el ascenso a mi Monserrate personal del cáncer ella no estorbara para nada.
Un año después de la radioterapia renuncié al trabajo nefasto y le propuse a mi esposo mudarnos a una ciudad frente al mar. Así que escribo este relato desde mi nueva casa en Santa Marta. Encima de la mesa está el sobre marrón sellado con los resultados del examen”.
Un día, a mediados de julio 2014, no me alcanzaron las fuerzas para seguir la ruta de ascenso al cerro, me faltaba el aire. A la mitad del camino me regresé derrotada. Ya estaba enferma pero no lo sabía.
Eran los tiempos en los que tenía el peor trabajo que uno pudiera imaginar: hacía algo que no me gustaba y me generaba niveles de estrés muy altos, rendía cuentas a personas iracundas y arrogantes, cumplía un horario extenuante y recibía una remuneración económica que me era insuficiente para cubrir todos mis gastos. Pero hacía tres años había llegado de Venezuela y me eran muy útiles el empleo y el ingreso.
Una noche me fui de rumba y me emborraché. A los dos días tenía la panza hinchada, malestar estomacal y un cansancio que no me dejaba parar de la cama. Fui a Urgencias con la intención de que me incapacitaran por un día para salir del guayabo y recuperar las fuerzas que se me habían extraviado. La médica que me examinó me tocó la barriga y ordenó de inmediato una ecografía. Lo que siguió fue una tomografía computarizada de emergencia.Y allí estaba, en un servicio de urgencias, sola, a la expectativa de un resultado que disipara las dudas de una médica cualquiera que me había atendido por casualidad. Tenía 38 años de edad, hacía ejercicios, ya no fumaba, me preocupaba por alimentarme bien y no tenía antecedentes de enfermedades graves en mi familia. Que ese examen revelara algo muy malo era poco probable. Pero me salió el número ganador.
Cuando la doctora me dio el resultado de los exámenes, por primera vez en mis 38 años de vida pensé en la posibilidad de morir. Surgieron muchas preguntas que hacían tambalear mi fe y cuestionamientos irracionales que nada tienen que ver con la manifestación de la enfermedad: ¿Qué hice mal? ¿Quién me está cobrando qué? ¿Por qué yo? Por eso, construí un enunciado que hace compatible lo que sé con lo que creo: la naturaleza es imperfecta y Dios está para ayudarnos a sobrellevar esa imperfección.
Clínicamente, lo que siguió fue una biopsia para confirmar la malignidad de las células que constituían esa gran bola de carne que estaba en mi abdomen. A los 20 días, el cirujano oncólogo Carlos Lehmann arrancó eso de mi cuerpo, y a los tres meses el equipo médico recomendó 25 sesiones de radioterapia para sellar con radiación la cama donde había estado apoyado el tumor.
Fue una etapa muy dura en la que tenía que comer sin hambre y caminar sin ganas. A veces sostener la cartera en mi hombro o soportar el peso de la chaqueta eran tareas que superaban mis fuerzas, pero evitaba quejarme. El monstruo dientón que tenía en el pecho y los síntomas que producía la radiación no iban a ser más poderosos que mi voluntad.
Mientras todo eso ocurría con mi cuerpo, seguían pasando cosas allá afuera: me casé, se murió mi abuelita paterna, llegó y se fue la Navidad, me llamaron y me visitaron decenas de personas para mostrar solidaridad, hacerme reír o tratar de justificar de manera absurda lo que me había tocado vivir.
No exploto a llorar, no grito, no río. Me quedo mirando la hoja blanca que está escrita hasta el final. Todo lo que está alrededor se suspende, es blanco y negro, silente. Se me sale el miedo del pecho por la boca y los oídos”.
Un año después de la radioterapia renuncié al trabajo nefasto y le propuse a mi esposo mudarnos a una ciudad frente al mar. Así que escribo este relato desde mi nueva casa en Santa Marta. Encima de la mesa está el sobre marrón sellado con los resultados del examen. Mi esposo se hace a mi lado y lo leemos entre los dos. Hay muchos términos médicos indescifrables pero hay una frase cuyo significado, a estas alturas, identifico perfectamente: “Resultado negativo para lesiones hipermetabólicas”. Era lo que estaba buscando. Quiere decir que estoy sana.
No exploto a llorar, no grito, no río. Me quedo mirando la hoja blanca que está escrita hasta el final. Todo lo que está alrededor se suspende, es blanco y negro, silente. Se me sale el miedo del pecho por la boca y los oídos. Lo miro irse por la ventana a toda velocidad. Pero sé que volverá en el próximo chequeo.
Mientras eso sucede, me recuesto sobre mi esposo, juego con mis perros, busco el abrazo de mi madre, hablo por teléfono con mi mejor amiga, mando un mensaje al grupo familiar y me voy a dormir una siesta. Temprano regresaré al mar a nadar, porque la contractura muscular intercostal ya no es un aviso maligno, pero todavía duele.
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