Para procesar una ruptura amorosa hay amigas, postres, ejercicio, trago y terapia. Para sobrellevar una muerte está la funeraria, el entierro, los amigos, la familia y la terapia. Pero ¿qué hace uno cuando pierde a un amigo?
Siempre he tenido conflicto con la idea de “para siempre”: Llevo 15 años viviendo en México y aunque no tengo planes de irme, no soy capaz de decir que me voy a quedar “para siempre”. Llevo una década con mi pareja, no me imagino mi vida sin él, pero es raro pensar que estaremos juntos “para siempre”. Me costó 38 años hacerme mi primer tatuaje porque no quería nada en mi cuerpo “para siempre”.
Y, sin embargo, tuve un amigo con el que estaba segura que seríamos “para siempre”. No fue así. Recuperarme de eso ha sido una de las cosas más difíciles de mi vida. Aunque han pasado ocho años desde que dejamos de ser amigos, hay días en los que siento que este duelo no se va a terminar nunca.
Ustedes dirán: “Ah, pero yo he perdido muchos amigos sin tanto drama”. Y sí, yo no tengo este dolor con todos los amigos que ya no están. Algunos ni me di cuenta que se fueron de mi vida. Pero con él fue y es diferente. Nos conocimos en mi último año de colegio y durante la carrera almorzamos, prácticamente, todos los martes. Mochileamos juntos por Europa. Teníamos ese balance ideal entre poder hablar de cosas profundas y de lo más trivial. Nos acompañamos durante amores, desamores, muertes cercanas, carreras, maestrías, ciclos de depresión, cambios de casa, de ciudad y de país. Fuimos los primeros del grupo de amigos en irnos de Colombia, cada uno por su lado, pero manteniendo la amistad. Él vino a verme y yo fui a visitarlo. Chateábamos, hablábamos por teléfono, y nos escribíamos correos largos, detallados y tan profundos como las conversaciones que teníamos cuando vivíamos en la misma ciudad.
Con los años las cosas empezaron a cambiar. Tuvimos discusiones, por primera vez sentía que había cosas que él no me quería compartir. Mis correos, en los que le contaba mi vida, mis sentimientos, lo bueno y lo malo, se quedaban sin respuesta. Le pregunté una y otra vez qué pasaba pero nunca tuve una respuesta de fondo, más allá de un “es que estoy ocupado en estos días”. Cada vez estaba más ocupado y cada vez había menos diálogo. Luego llegaron los malentendidos, él no fue capaz de decir qué sentía, le dio miedo decirme que no quería acompañarme a algo que para mí era importante, y yo no quise ver la distancia que crecía entre nosotros.
Una noche nos encontramos en Bogotá. Había pasado mucho desde la última vez que nos habíamos visto. Yo tenía muchas tristezas y rabias guardadas. Él… no lo sé. En ese bar fue claro que se habían roto demasiadas cosas entre los dos. Nos enojamos, lloramos y nos dijimos cosas hirientes. Me subí en un taxi y nuestra amistad de tantos años se acabó de terminar. “Soy una mierda, pero te quiero”, me escribió mientras yo lloraba de regreso a mi casa. No le respondí, no pude.
Meses después le escribí una carta tratando de sacar todo lo que tenía dentro, toda la tristeza, la rabia y la decepción. Creo que estaba esperando recibir una respuesta que me ayudara a entender por qué ya no éramos amigos. Él me aseguró que no había cosas de fondo ni misterios, que simplemente la distancia nos había ganado… pero no le creí. Él me había mentido, él dejó de querer ser parte de mi vida. Hoy creo que para sobrevivir como migrante, él necesitó poner una distancia, no solo física sino emocional, con Colombia; con el amor que allá dejó, con el dolor de estar lejos de su familia, con lo difícil que a veces es vivir entre extraños. Y yo era un gran recordatorio de todo lo que él quería dejar atrás. Era más fácil sacarme de su vida que enfrentar tantas tristezas.
Después de mi carta me enfrenté a una pérdida que nunca había anticipado.
Yo siempre había escrito. Desde niña inventaba historias, de adolescente hice poemas vergonzosos y de adulta nunca dejé de escribir. Hice crónicas de mis viajes. Escribí cuentos e intenté hacer una novela. Estaban esos correos largos donde le contaba mi vida. Tenía un blog donde había volcado mis emociones, mis historias de colombiana viviendo en México, mis dramas amorosos, mis confusiones diarias. Pero sobre esto no pude escribir. Dejé el blog, dejé los cuentos, el intento de novela se quedó paralizado en mi disco duro. Me llené de silencio.
Los días se convirtieron en años y el dolor siguió ahí. Descubrí que perder a un amigo implica un duelo arduo. Por un lado, la persona sigue existiendo, no se ha muerto. Uno puede encontrárselo, stalkearlo en redes, enterarse de sus noticias por medio de los amigos en común. Y cada “reencuentro” duele. Porque el hecho de que él siga vivo pero ya no seamos amigos, es un gran recordatorio de que, de alguna forma, los dos elegimos ya no ser parte de la vida del otro.
La otra razón que ha hecho tan difícil superar esta pérdida es que nunca voy a tener una amistad como la que él y yo teníamos. He vuelto a hacer amigos, tengo gente increíble en mi vida, personas con las que cuento y que llenan mi corazón. Pero ninguna de esas personas me conoció a mis 17, con ninguna de esas personas voy a mochilear por Europa, no voy a almorzar todos los martes durante cinco años, no voy a conocerlos de adolescentes, jóvenes y adultos. Solo con él teníamos ese historial de experiencias y crecimiento juntos.
Este duelo es muy diferente al de una pareja, pero me alborotó las mismas inseguridades que me salían cada vez que terminaba con un novio: ¿Será que nunca fui tan importante para él como lo era él en mi vida? ¿Será que él no me extraña? ¿Será que va a leer esto y pensará que soy una loser por seguir sintiendo tristeza tantos años después?
Obvio, los años ayudan. Ya no tengo la rabia profunda que tuve en un inicio. Ya no pienso en él todos los días, pueden pasar semanas y a veces meses sin que me acuerde de él. Pero nunca se borra por completo de mi vida. De repente leo un artículo y me dan ganas de mandárselo. O veo una película y me río de algo que nos reiríamos juntos. Oigo un podcast que parece hecho para él y se me escurren las lágrimas porque ya no puedo compartirlo. A veces es solo un recuerdo y no pasa nada. A veces el hueco es tan intenso como los primeros días. A veces siento tristeza y unos minutos después ya estoy en otra cosa.
Un día, en terapia, volví a tocar el tema con mi psicóloga. Frustrada le dije que no podía más con este duelo. Ella me preguntó: “Si tuvieras la lámpara de Aladino, ¿qué le pedirías respecto a él?”. Ese día no le supe responder.
No quiero que volvamos a ser amigos, se rompieron demasiadas cosas, el dolor ha sido muy profundo. Tampoco quiero una versión light de la amistad, no me interesa tenerlo en Facebook y mandarnos mensajes de cumpleaños, Navidad o año nuevo. Después de todo lo que fuimos, ¿para qué querría eso? No quiero olvidarlo o que ya no me duela. Vivo agradecida de que él haya existido porque parte de lo que soy es gracias a él. Y mi dolor es la prueba del cariño tan profundo que le tuve. Tal vez le pediría al genio de la lámpara que me cuente si a veces a él también le duele o si me extraña. Pero luego pienso que eso solo me dolería más. No sé. No importa, no tengo un genio a la mano.
Así que, ¿qué hago con mi dolor y con mi hueco? Trato profundamente de que no se repita nunca más. Mucho se habla de lo difícil que es hacer amigos en la vida adulta, pero muy poco se habla de cómo la vida adulta parece hecha para destruir las amistades. Entre el trabajo, la pareja, los hijos, la familia, es fácil perder el contacto con los amigos. Uno posterga el café, cancela el almuerzo, pasa el plan para el siguiente fin de semana. Y luego no pasa y la distancia va creciendo. Cuando uno se da cuenta, hace años no habla con esas personas que tanto significan para uno.
Trato de ser esa amiga que escribe, llama, vuelve y busca, así no le contesten. Saco el tiempo para ver a las personas que me importan. Les digo que las quiero siempre que puedo.
Tal vez el sentido de perderlo fue hacerme ver que sin importar cuán segura me sienta de una relación, siempre está la posibilidad de que se acabe. Tal vez no tenerlo en mi vida hace que otros se queden. Y eso no me quita el dolor, pero como si fuera una lámpara de Aladino, hace que duela un poquito menos.
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