Una lágrima por la arepa hecha con las manos, puesta con primor en una parrilla y cuidada durante largos minutos por unos ojos atentos. Una artesanía culinaria que no puede desaparecer.
a artesanía, en su condición de objeto hecho a mano, otorga una impronta de sobrevivencia a las culturas de aquellos pueblos que se resisten a ser absorbidos por la globalización y la industrialización. En el siglo XXI, el prestigio del artesanado como técnica de producción continúa mostrando su relevancia en un mundo inundado por objetos de fabricación industrial, donde la ingeniería y la maquinaria no logran competir en términos de calidad y estética con el conocimiento ancestral, la destreza manual y las herramientas específicas de cada oficio.
Cuando el artesano acaricia su materia prima (madera, piedra, arcilla, fibra vegetal, piel, metal o masa), y termina transformándola en mueble, instrumento musical, accesorio de menaje, vestuario, joya, herramienta, marroquinería o despensa, está plasmando el acervo de mañas y secretos provenientes de un histórico entorno cultural y geográfico, el cual rubrica el producto final y asegura su exclusividad como objeto, prenda o alimento.
En el grupo de materias primas y productos relacionados, alimento y despensa hacen presencia permanente en todos los pueblos y lugares del mundo. Cocinero y artesano culinario se mimetizan todos los días para crear en sus talleres recetas que terminan siendo reconocidos productos ora de sal, ora de dulce, y cuyo sabor único permite pregonar su denominación de origen, dando como resultado productos que en su condición de genéricos son universales. Basta mencionar el pan, el vino, el queso, la cerveza, mermeladas, vinagres, encurtidos, aceites, turrones, almíbares, galletas, embutidos, curados, tortas, pasteles, empanadas, confites, cecinas, tamales y arepas. ¿Arepas? Sí: arepas.
La arepa es en América Latina la receta indígena por antonomasia, cuya difusión va desde el norte de México hasta el sur de Chile. Recibe diversas denominaciones según el país o la región: tortillas, totopostones o chapoles en México; panochas en Chile y Costa Rica; pupusas en Salvador; guirilas en Honduras; changas, bonitísimas en Panamá y Ecuador y arepas en Venezuela y Colombia. Este legado de aztecas, muiscas e incas continúa vigente en muchos países americanos después de 500 años de conquista, colonización y mestizaje, demostrando su fuerza como elemento de identidad cultural y, más aún, como símbolo de territorialidad.
Dicho lo anterior, en Colombia existe una comarca, otrora denominada “Antioquia Grande” (los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda y Quindío), cuyos habitantes han convertido la arepa en icono, no sólo de su alimentación, sino de su particular manera de ser y de pensar: para los antioqueños la vida no existe sin arepa. Arepa es mamá, familia, tierra de crianza, historia, fortaleza, pujanza; además, en el lenguaje coloquial de la región “arepa” significa manjar, ponderación, órgano sexual, belleza, exageración, suerte y torpeza.
Sembrar maíz con garabato, llevar las mazorcas al pilón, cocinar en olla de barro los granos machacados, amasar con las manos húmedas y asar al carbón en callana fue la manera como la cocinera indígena le enseñó a hacer arepas a la mestiza campesina durante la Colonia, y ella a su vez transmitió este conocimiento a las generaciones posteriores, que lo mantuvieron vigente hasta muy entrado el siglo XX. El desaparecido pilón indígena fue reemplazado en las primeras décadas del siglo pasado por el molino inglés, después llamado máquina de moler y con el cual hasta mediados del siglo anterior en todas las familias de Antioquia sin distinción de patrimonios se molieron arepas diariamente, tres veces al día para desayuno, almuerzo y comida.
Eran arepas hechas a mano. Así las cosas, la venta de arepas en tiendas de barrio, graneros y supermercados no existía, y solamente se vendían arepas en las plazas de mercado, destinadas con exclusividad a internados, casernas militares, seminarios y cárceles.
Hoy, en la civilización del afán, las costumbres han cambiado. Los niños de este siglo XXI creen que las arepas salen de la nevera, porque todo el mundo compra arepas hechas fuera de casa. Se considera excepcional aquella familia que actualmente siga haciendo las arepas en su propia cocina, una práctica común a todas las familias de la región antioqueña hace apenas tres décadas.
En los últimos quince años, cientos de fábricas de arepas se han establecido en Medellín y los nueve municipios de su Área Metropolitana, dada la magnitud de su mercado. Las cifras son absolutamente sorprendentes: algunos empresarios del sector calculan informalmente que la cantidad de arepas vendidas a diario durante el año 2018 fue de cerca de 5.500.000, y las ventas anuales superaron los quinientos mil millones de pesos. Léase: medio billón de pesos.
Sabemos que últimamente algunos de los más reconocidos restaurantes de cocina colombiana ponen a manteles la arepa artesanal, hecha a mano. Reiteramos: actualmente se está trabajando con propietarios de restaurantes, chefs profesionales y académicos con el propósito de convertir la arepa artesanal en un producto para paladares gourmet. Iniciativa que confiamos en que siga creciendo y se convierta en tendencia.
Porque la arepa como alimento de nuestro pueblo no desaparecerá, y menos aún para quienes jamás renunciaremos a alimentarnos con la añoranza, pues reconocemos el “sabor agregado” que otorgan los procesos artesanales al mundo culinario, y estamos dispuestos a pagar caro el auténtico sabor de una arepa hecha con huella digital.
El dato
El pilón indígena fue reemplazado en las primeras décadas del siglo pasado por el molino inglés, después llamado máquina de moler.
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