¿Qué es el amor? ¿Acaso se puede definir algo que nos vuelve un poco locos, que nos transporta a mundos de fantasía? Al parecer, la idealización del ser amado y el comportamiento errático son estrategias evolutivas para garantizar la convivencia de las parejas y, con ella, la descendencia.
star enamorados es ser estúpidos juntos, decía el poeta francés Paul Valéry. Pido perdón por las fuertes palabras para aquellos que han tenido un romance teñido de racionalidad, peleas marcadas por la lógica proposicional y atardeceres idílicos en los que leen indicadores de bolsa. Pido disculpas, pero quizá no sea necesario, porque esas imágenes del amor perfecto son un producto de mi imaginación. El amor es y ha sido una fuente de irracionalidad, idiotez y confusión a través de la historia.
Paul Tabori, en su deliciosa Historia de la estupidez humana, cuenta la leyenda del caballero Guillaume de Balaun en la Edad Media, quien habiendo peleado con su amada sólo para saborear la dulce reconciliación, llevó la disputa a tal punto que para demostrar su arrepentimiento terminó, a petición de ella, arrancándose la uña del meñique y enviándosela en una cajita. Es poco conocida la historia del noble Ulrich von Lichtenstein, quien por las mismas épocas, intoxicado de amor, enfermó y casi muere por tomarse el agua en la que se bañaba su amada. Incluso la fría ciencia del derecho estuvo contaminada por la prolija estupidez del amor: en los siglos XVIII y XIX el sistema jurídico europeo se montó en la barcarola de reglamentar las promesas de matrimonio, estableciendo códigos estrictos e inmutables sobre qué hacer en caso de que, por ejemplo, un hombre que propusiera matrimonio y fuese aceptado antes de partir a la guerra, volviese sin una pierna. ¿Ella seguía obligada? ¿Tendría aún así que bailar en la boda? La ley lo cubría todo sin reparar en detalles: otras eran las normas para el que había perdido un ojo o un brazo. Se hicieron en el momento preguntas graves y juiciosas como: ¿si un lunático propone matrimonio y es aceptado, queda por ello comprometido? ¿Cualquier enamorado en estado de pasión es un lunático?
Ahora bien, la estulta idea de los amantes de suicidarse juntos, al mejor estilo de Romeo y Julieta, no ha de ser una extrañeza para nadie. La práctica se extiende a hoy. Lo que ha de extrañar es fracasar en semejante ideal novelesco, como le sucedió a una joven pareja —según narra el escritor ruso Mijaíl Weller en El envenenamiento— que habiendo creído que ingerían somníferos para amarse sin restricciones en el Más Allá, dieron cuenta de un frasco de laxantes. Dado que se habían encerrado en los dormitorios de su universidad y arrojado la llave por la ventana, tuvieron una estupenda oportunidad de conocerse como realmente son por dentro, antes de que los efluvios tan poco románticos que emanaban de su cuarto le hicieran extensivo tan íntimo conocimiento al resto del plantel.
¿Alguna vez se ha preguntado por qué el amor nos hace estúpidos? Sin duda un fenómeno tan extendido en la historia y en todas las culturas no habría de ser un invento de los poetas. El psicólogo evolucionista de Harvard Steven Pinker sí se tomó la pregunta muy en serio. Y su respuesta va así: para comenzar, pongámosle números a la cosa, porque si bien el amor es irracional, entenderlo no tiene que serlo. Supongamos que nuestra media naranja perfecta es un 10. En algún lugar del mundo como la India, en una estepa de Manchuria o durmiendo apacible en los Himalayas descansa justo ahora… quizá en el apartamento de al lado, nunca lo sabremos. Es poco probable que la encontremos en el lapso de una vida, motivo por el cual solemos formar relaciones con quienes, si bien no son perfectos, son lo más cercano a lo que consideramos perfecto. Esa pareja, con la que hacemos lógica en las tardes, ha de ser, admitámoslo, un 7, un 7,5 o un 8. No nos culpemos, hicimos lo mejor que pudimos. Viviríamos felices con la contrita condición si no fuera porque siempre es posible que se nos pase por delante otra que nos obligue a exclamar, plenos de emoción por los números enteros, “¡Uy, qué nuevezote!”.
Exactamente el mismo argumento aplica en sentido contrario: yo soy, cuando mucho, un 7,5, y siempre existe la posibilidad de que mi pareja vea pasar a su 8 o incluso a su 9.
¿Alguna vez se ha preguntado por qué el amor nos hace estúpidos? Sin duda un fenómeno tan extendido en la historia y en todas las culturas no habría de ser un invento de los poetas."
Luego de haberle metido tanto a la relación —las relaciones no son fáciles—, no tiene sentido ser abandonado en cualquier momento. ¿Qué ha hecho entonces la evolución para logar que las parejas permanezcan juntas, condición que asegura mejores descendencias? Como lo indicara el famoso estudioso del comportamiento humano y animal, Konrad Lorenz, la evolución no sólo modifica los órganos de los seres vivos, sino que también cambia su conducta. En materia del amor, ella ha diseñado mecanismos de comportamiento que facilitan el apego irracional con nuestro amado 7,5, elaborando modos de acción que nos vinculan por ningún motivo especial. En poco, nos ha vuelto tontos cuando de encontrar pareja se trata. Por ello, amamos al otro por detalles ínfimos o por un rasgo inconducente, como el que ya sabía la canción mexicana que alababa ese lunar que tenía Cielito Lindo junto a la boca. De hecho, funcionan tan bien estos mecanismos, que nos apegan con el tres cuartos de perfección a menudo contra el deseo de nuestros padres, que siempre creen que podemos conseguir a alguien mejor, y aún contra nuestro propio juicio, porque incluso en el colmo de la idiocia sabemos lo poco que nos convienen ciertos sujetos.
Esta compleja y arcaica maquinaria de nuestro sistema emocional, que nos vuelve sonsos y muermos, que hace que esperemos de otro ser humano poder ser entendidos sin hablar, que induce el conflicto y la más honda reverencia con la misma facilidad e incluso al mismo tiempo, ese indecente sentimiento que en su inevitabilidad y capacidad de penetración el escritor Ambrose Bierce comparaba con un dolor de muelas, es lo que llamamos amor. Y según la explicación que acabamos de dar no es un accidente que forme felices alianzas con la estupidez. Son por el contrario una pareja perfecta el amor y la tontaina, porque los afectos verdaderos, los cimentados en el corazón, no aguantan el examen racional. O sólo considérelo por un momento, en su próxima pelea, cuando el otro está recién levantado: ¿seguiríamos juntos si no mediara una buena dosis de locura, sembrada en el corazón por la naturaleza misma?
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