Desde que comenzó el aislamiento preventivo a causa del Covid-19 cambió la forma en que nos relacionamos con otras personas. Cambiaron, quizá para siempre, las formas de construir comunidad.
s probable que la palabra que más veces ha pronunciado Mark Zuckerberg en su vida pública desde que salió de Harvard con Facebook bajo el brazo sea el verbo conectar. Incluso la usó en la primera entrevista que dio en el lejano 2004 para la cadena estadounidense CNBC, cuando le preguntaron qué era exactamente TheFacebook, el nombre original de su plataforma: “Es un directorio en línea que conecta personas a través de universidades e institutos mediante sus redes de contactos”, dijo. Esa era o es la promesa de su compañía, y por eso “usa la palabra conectar igual que los creyentes usan la palabra Jesús, como si fuera sagrada en sí misma”, según señala la escritora Zadie Smith en un bello ensayo sobre lo que significó Facebook para toda una generación.
El problema es que desde entonces, millones de personas de diferentes generaciones hemos comprado la promesa de la conexión sin saber en realidad qué significa estar conectados. Revisamos el celular por lo menos cien veces al día buscando el brillo de los íconos de las diferentes aplicaciones que hemos descargado para conectarnos con otros en la soledad de nuestro estudio, de nuestro cuarto, de nuestra cama. Sin embargo, recién ahora, a un año de haber comenzado el aislamiento obligatorio en el mundo a causa del Covid-19, vamos entendiendo que la promesa de la conexión digital difícilmente significa algo más que un contacto virtual, es decir, uno que aparenta ser real, pero que no lo es.
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La conmemoración del primer año de pandemia trajo para más de uno la oportunidad de recostarse en el sillón y hundirse en la nostalgia de las últimas cosas vividas fuera de casa antes del aislamiento obligatorio. Esos “últimos días buenos” son el recuerdo de una vida en presencia de otros sin la mediación de un tapabocas o de una pantalla; eso que hoy llamamos “presencialidad”, pero que entonces solo era el día a día. Compartir un espacio —mejor dicho, el aire— con otras personas pasó a tener otro significado, otros alcances, nuevos vetos. El 2020 fue el año en el que la presencialidad estuvo reservada para aquellos cuyo trabajo sólo puede realizarse en cuerpo y alma. Para el resto, el contacto con familiares, amigos, compañeros de trabajo o desconocidos tuvo que trasladarse a alguna de las plataformas que necesitan de una conexión para posibilitar el contacto.
Ese grupo amplio de personas aisladas en casa vimos cómo nuestra relación con el mundo se fue limitando cada vez más a un pequeño círculo compuesto por nuestros más cercanos. Casi toda interacción con el resto de personas pasó al mundo de la obligación: con aquellos con quienes compartíamos una conversación casual sobre alguna noticia o película en los pasillos del trabajo o de la universidad comenzamos a relacionarnos únicamente mediante correos electrónicos, videollamadas y mensajes de texto. Como lo señala con un poco más de optimismo el New York Times en un artículo titulado “The Coronavirus Crisis Is Showing Us How to Live Online”, llenamos el calendario virtual con el fin secreto-no-tan-secreto de hacerle frente a la soledad que el aislamiento produjo en nosotros. En menos de un año pasamos a construir relaciones mediadas por el deber.
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Durante casi veinte años la promesa de la conexión por parte de aplicaciones como Facebook estuvo atravesada también por la posibilidad de presentarnos ante otros bajo el avatar de nuestra elección: en la pantalla somos lo que queremos mostrar de nosotros, somos la apariencia de una foto retocada. Sin embargo, la virtualidad pandémica operó como un corto en esa lógica, en tanto que las pantallas del trabajo o de la universidad —sea cual sea la plataforma de conexión— nos siguen permitiendo presentarnos con un ícono gris inidentificable, o con nuestra mejor foto, o con una blusa elegante y un pantalón de pijama, mientras exige de nosotros cierta transparencia que nos permita mostrarnos tal como somos. No todos estamos listos para representar un papel a tiempo completo.
Detrás de toda relación hay espontaneidad. Y ésta solamente puede mostrarse en los pasillos, los cubículos, los pupitres, la cocineta, el camino a la tienda.
¿A cuántas reuniones o a cuántas clases no hemos asistido este año con la cámara apagada? ¿En cuántas de ellas no hemos visto una pantalla llena de recuadros con fotos preseleccionadas que no cuentan nada de las personas que hay detrás? Qué año difícil para entrar a un sitio nuevo y conocer personas nuevas. Luego de tantos meses de lo mismo, ya comienza a ser agotador no saber con quiénes trabajamos o con quiénes estudiamos. Compartimos con personas a las que solo les conocemos el rostro y el gusto para las camisas. Y eso equivale a decir que nos hemos conectado con seres cuya humanidad, esa cierta espontaneidad que explota en el trato cotidiano, queda oculta en su pantalla. En últimas, tenemos relaciones del deber con personas aparentemente reales, pero vaya uno a saber si detrás del avatar realmente hay alguien comunicándose con nosotros, o solo cumpliendo con la obligación de conectarse a la sesión. A lo mejor esas personas tienen la misma sensación con nosotros.
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En la presencialidad las probabilidades de conocer a otros eran (o son) muchísimo más altas por la simple condición de coincidir en el espacio. No hay máscara que se sostenga cinco días a la semana con jornadas de tiempo completo: algo comienza a resquebrajarse al compartir el cansancio, el estrés, algún chiste flojo y un café a las diez de la mañana. A través de esas grietas es que conectamos con los demás y que los demás conectan con nosotros. Son los gestos mínimos los que construyen una comunidad. No de otra forma conocemos a nuestros compañeros, a nuestro jefe, a nuestro profesor, al personal de seguridad y de mantenimiento del edificio. No de otra forma podemos presentarnos ante ellos y hacerles saber que tenemos una risa contagiosa, que bostezamos sin descanso durante la hora que le sigue al almuerzo, que zapateamos al ir al baño, que nos gusta la empanada de carne y no la de pollo, que preferimos el tinto de greca al de máquina, que vemos partidos de fútbol a escondidas, que algunos días de frío parece que nos vistiera nuestra abuela.
La escritora Zadie Smith señala, en el ensayo citado al comienzo de estas líneas, que las personas nos reducimos a nosotras mismas con el objetivo de que las descripciones que proyectamos en la pantalla sean más precisas, pero que no hay ningún computador que represente perfectamente a la persona que somos. Es probable que el esfuerzo que ponemos en conquistar a alguien que conocemos en línea sería mucho menor si no tuviéramos la necesidad de reescribir el mensaje antes de enviarlo. Esto porque detrás de toda relación hay espontaneidad. Y ésta solamente puede mostrarse en los pasillos, los cubículos contiguos, los pupitres junto a la ventana, la cocineta al final del corredor, el camino a la tienda, el muro frente al edificio en el cual tomamos cinco minutos de sol a las tres de la tarde.
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Sin duda alguna las aplicaciones que brillan en el escritorio de nuestro teléfono nos permitieron mantenernos en línea durante el último año, casi como si nos hubieran mantenido a flote en el mar del aislamiento obligatorio. Pero decir que nos permitieron conectarnos —por lo menos en el sentido fervoroso de Mark Zuckerberg— es un asunto más delicado. Aún hay mucho que las aplicaciones y que nosotros podemos hacer para posibilitar una verdadera conexión, es decir, para posibilitar la construcción de relaciones que no solo estén mediadas por el deber. Y es necesario que trabajemos en ello, porque la realidad es que el Covid-19 modificó a largo plazo la manera en la que interactuamos con el mundo.
Más o menos durante la época de la primera entrevista de Zuckerberg, fue acuñado el término Web 2.0 para señalar un conjunto de herramientas digitales que eran superiores a sus predecesoras, en la medida en que le permitían al usuario “participar de la construcción” del sitio. El objetivo de estas nuevas herramientas, cuya punta de lanza fueron lo que desde entonces llamamos redes sociales, era darles el poder a los usuarios de construir comunidades en línea mediante la creación de perfiles, foros de discusión y espacios para compartir contenidos. Fueron (o son) herramientas que necesitaban de la participación activa de sus usuarios.
A lo mejor hoy se trate de eso: participar con mayor compromiso en los espacios digitales de los que hacemos parte. Aunque aún no hay muchos estudios que reflexionen sobre esto, los pocos que pueden leerse apuntan a que las comunidades virtuales que mejor la han pasado este año son aquellas en las que sus integrantes sienten que pueden participar y en las que quieren participar. Para conocer a las personas con las que estamos conectados en una reunión puede que sea útil bañarnos, vestirnos, encender la cámara, dejar Candy Crush para el almuerzo, escuchar las voces de los otros con sus matices y dejar escuchar la nuestra con sus muletillas. Para sentirnos parte de una comunidad virtual es indispensable intervenir en ella, modificarla; sólo así podemos llegar a ser interpelados emocionalmente. Tal vez por eso es que las comunidades virtuales de videojuegos sean de las más exitosas entre las que existen: al jugar los participantes sienten miedo, rabia, adrenalina, alegría, y lo comparten activamente en tiempo real. ¿No es eso lo que buscamos al participar de una comunidad cualquiera?, ¿al conocer a personas nuevas? ¿Acaso lo que queremos no es sentir?
*Periodista, filósofo, profesor universitario.
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