Un alérgico reconstruye su accidentada historia y comparte lo que ha aprendido en más de treinta años de rinitis e irritaciones en la piel.
escubrí mi condición de alérgico a los ochos años. Empecé a padecer congestiones nasales inusitadas, podía estornudar durante días, la nariz se me ponía roja y los mocos me caían como si llorara desconsolado. Cuando hacía frío era peor, y en esos días sólo quería que saliera el sol y se secara la fuente sin fin que tenía en la nariz. De repente los síntomas desaparecían y volvía a sentirme aliviado, como si nunca hubiera estado enfermo, como si todo hubiera sido un simple mal sueño. Mucho después me dijeron que era “alérgico al polvo” y padecía de rinitis alérgica. Para ser exactos, era alérgico no al polvo, sino a los ácaros que viven en el polvo. Por mi cuenta añadí que también era alérgico al frío.
En mi guerra cotidiana contra la rinitis, la enfermedad alérgica más frecuente, usualmente acompañada de conjuntivitis, se me enrojecían los ojos, me picaban los párpados y lagrimeaba como una plañidera en duelo. Me enfurecía y me provocaba arrancarme la nariz y sacarme los ojos. El mal genio debería considerarse como uno de los síntomas de un alérgico: sentimos una agresividad que dirigimos hacia nosotros mismos o a veces hacia los que están cerca.
Tomaba Loratadina —un conocido antihistamínico— por simple sospecha, si tenía que mover libros en la biblioteca, si presentía que iba a ser un día frío, si veía los árboles florecidos. En casa prefería que ningún mueble se moviera, que ningún movimiento de escoba o sacudidor levantara una tormenta de arena que terminara conmigo asfixiado y bañado en mocos y lágrimas. Así me fui volviendo quisquilloso con el sitio que deben conservar las cosas. Que todo se quede en su lugar.
También tenía algunas ventajas: podía negarme a ir casi a cualquier parte y fui exonerado de hacer tareas domésticas. Por el camino fui investigando qué es una alergia, por qué algunas personas nos enfermamos al entrar en contacto con alimentos, objetos o partículas.
Dicen los alergólogos que existe una ''predisposición genética'' a ser alérgico y unos ''factores ambientales'' que desencadenan dicha condición”.
Una alergia es una respuesta desproporcionada del sistema inmunológico ante agentes inofensivos que por algún motivo —no se conoce la causa exacta— el organismo considera peligrosos. Los ácaros o el polen no lastiman a la mayoría de seres humanos, pero para los alérgicos pueden ser tan dañinos como los virus o las bacterias.
El alérgico va por la vida combatiendo molinos de polvo y gigantes microscópicos, con el estómago revuelto o la respiración entrecortada, estornudando como si la nariz fuera un órgano trasplantado que su cuerpo estuviera rechazando o con sarpullidos en la piel que parecen estigmas vergonzantes, rascándose como si quisiera despellejarse para evitar que el mundo perturbe su sensibilidad magnificada.
Dicen los alergólogos, los especialistas que nos ayudan a resistir nuestras pequeñas batallas diarias, que existe una “predisposición genética” a ser alérgico y unos “factores ambientales” que desencadenan dicha condición: cambios en el clima, una mayor polinización de las plantas, humedad, cambios en los hábitos alimenticios, polución, estrés. Si uno de los progenitores es alérgico la probabilidad de que un hijo resulte alérgico es del 50%, y si ambos padres lo son, la probabilidad puede ser hasta del 100%, aunque no necesariamente a las mismas alergias de los padres. Las alergias son inespecíficas y aleatorias.
Los alérgicos no nacemos, nos hacemos. Nuestro sistema defensivo se forma y fortalece como en el resto de los mortales, es decir, tomando leche materna, vacunándonos. Pero quizás por falta de oficio decide activarse ante la más inofensiva de las alarmas, ocasionando una respuesta descontrolada. Lo primero es una “hipersensibilidad” a sustancias denominadas “alergenos”, y luego viene la alergia: una serie de alteraciones inflamatorias de la piel y las mucosas.
Los manuales médicos dicen que existen muchos tipos de alergenos: inhalados o aeroalergenos (pólenes, ácaros, epitelios de animales), alimentarios (proteínas de la leche de vaca, huevo, frutas, frutos secos), fármacos (antibióticos, antiinflamatorios, anestésicos), de contacto (níquel, cromo, perfumes), ocupacionales o laborales (látex, harina de trigo), veneno de insectos (abejas, avispas). El contacto con cualquiera de estas sustancias puede ser considerado hostil. Entonces, el sistema de defensa produce anticuerpos —proteínas del tipo inmunoglobulina E (IgE)— que se fijan a la superficie de unas células localizadas en la piel y las mucosas (mastocitos) y en la sangre (basófilos), dejando una marca de sensibilidad que puede convertirse en alergia y tener consecuencias en la calidad de vida y en la forma como el alérgico se relacione con su entorno y con las demás personas.
Así como no es fácil precisar qué nos hace propensos a contraer uno u otro tipo de alergia, tampoco lo es descubrir a qué se es alérgico. La alergia es como una sombra que nos acompaña permanentemente, pero no siempre se deja ver. Se puede ser alérgico a diferentes alergenos al mismo tiempo, y determinar a cuál en particular se estuvo expuesto en el momento en que aparecen los síntomas a veces requiere el trabajo de un investigador privado: ¿comí algo raro?, ¿cuándo? ¿Pasé cerca de un árbol florecido?, ¿cuál? ¿Toqué un animal?, ¿dónde? ¿Visité un lugar húmedo o con polvo?, ¿cuál sería? Vamos con el detonador encendido en el interior de nuestro cuerpo, a la espera de que se active y nos arroje a una nueva confrontación. Siempre en conflicto, siempre batallando.
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Con el tiempo me apareció una dermatitis atópica, que se caracteriza por la sequedad de la piel, con una piquiña intensa que induce a rascarse. Rascarse excesivamente produce lesiones inflamatorias y descamación. Gracias a eso descubrí otro de los factores que potencian las alergias: el estrés, así como el frío, aumentaba mi rinitis. El estrés altera el sistema inmune y te hace más vulnerable a la amenaza de los alergenos.
Cada vez que debía presentar un examen en la universidad se me enrojecían los pliegues de los codos y la parte de atrás de las articulaciones de las rodillas, y me invadía una comezón insoportable. Como si la batalla esta vez fuera en el desierto, se me rajaba la piel y llegaba a sangrar. También me pasaba cuando tenía algún viaje o me anunciaban una mudanza.
Los antihistamínicos ya no eran suficientes, así que un dermatólogo me formuló una crema humectante para todo el cuerpo y otra crema con corticoides, una hormona del tipo de los esteroides que se utiliza por sus propiedades antiinflamatorias. No debía usar jabón común, pues favorece la resequedad, y debía dejar de fumar, porque el humo aumenta la sensibilidad en los ojos y la nariz. El lugar donde permaneciera debía ser limpiado con un trapo húmedo; no se podía barrer, solo trapear, ni tener alfombras ni tapetes, y debía estar ventilado e iluminado para evitar la humedad.
Llegué a tener ataques combinados de rinitis y dermatitis tan fuertes que me trataron con benzodiacepinas (tranquilizantes) para controlar mi ansiedad y provocarme sueño. Brazos y piernas se me ponían en carne viva; la nariz, destruida de tanto estornudar, sonarme y limpiarme con papel; los ojos rojos y llorosos; los párpados rajados. Asolearme y dormir era lo único que me daba sosiego. Quizás los alérgicos preferimos un mundo de ensueño, siempre soleado, sin suciedad ni humedad, con flores e insectos de plástico y comida de juguete, donde nada nos haga daño ni nos cause temor.
Supongo que algunas de mis alergias irán mejorando y me volveré sensible a otros alergenos en el futuro. En el camino he comprendido hasta qué punto me afectan las cosas de este mundo”.
Me fui haciendo a mí mismo con mis alergias y me acostumbré a esperar su visita, con la calidad de vida de quien sobrevive con diabetes o con hipertensión: siempre medicado, con la atención de un paranoico, siempre alerta. Viví períodos de paz y de recrudecimiento de los ataques. Cuando volvían, me daba rabia y me aburría. Hasta que un día, hace unos cuantos años, decidí por fin visitar a un alergólogo.
Después de oír mi historia me dijo que tenía cura, que existían vacunas, aunque debía someterme a un tratamiento de dos a tres años. Me ordenó un examen de IgE total, que dio 1.552 UI/ ml –en una persona no alérgica la cifra puede estar entre 0.1 y 100–, y un Skin Prick Test (SPT), que se usa para confirmar la respuesta a determinados alergenos. Consiste en introducir una pequeña cantidad de alergeno en la piel por medio de una leve punción en el antebrazo.
Me chuzaron con 55 aeroalergenos diferentes y el resultado es que soy sensible a 20 de ellos: varias clases de ácaros, epitelios de gatos y perros, una clase de hongo, varios pólenes de gramíneas, hierbas y cereales y la pulga de gato. Me recetaron nuevos antihistamínicos, gotas para los ojos e inhaladores para la nariz, y una vacuna inyectable contra ácaros.
Los efectos fueron inmediatos, con semejante batería de medicamentos iba por la vida como con una armadura. Por más de año y medio no tuve un solo ataque, hasta que hace unos meses volví a estornudar, los ojos me volvieron a llorar, en el pecho y en el abdomen me apareció una piquiña que me mantiene como un gato erizado. Volví donde el alergólogo y me cambió los antihistamínicos —parece que me he vuelto resistente— y me ordenó un prick test con 42 alergenos. Aparecieron nuevas sensibilidades: al polen del maíz, a dos variedades de cucarachas y a una de mosquito. Me prescribieron una vacuna más: contra el polen de la grama común, vía oral.
Supongo que algunas de mis alergias irán mejorando y me volveré sensible a otros alergenos en el futuro. Mientras tanto, se me ocurrió escribir esta historia. Algo tenía para decir, y en el camino comprendí un poco mejor hasta qué punto me afectan las cosas de este mundo.
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