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La autora de este testimonio vivió un mes en una casa ecológica en medio de las montañas de Taganga, un pueblo muy cerca de Santa Marta. Así fue su experiencia.
Los motivos
Fue un impulso. El anuncio de Casa Biyuka me sedujo de inmediato. Casi sin darme cuenta, di clic en “aceptar”. Pagué treinta noches en una casa ecológica en las montañas de Taganga. Parecía una locura, pero luego entendí que el alma también empuja a través de impulsos. La vida me había sacudido y necesitaba encontrarme. En septiembre del año pasado me despidieron abruptamente del trabajo, quince después terminó un matrimonio de casi diez años y en enero mi papá murió repentinamente. Luego tuve que salir de un apartamento que adoraba y buscar otro espacio. Entonces decidí salir de Bogotá por un tiempo, buscar el mar que me gusta tanto. Estaba dispuesta a vivir la aventura que me ofrecía una casa ecológica sin aire acondicionado, televisor ni inodoros tradicionales.
Llegué un viernes a las tres de la tarde con un calor era sofocante. La casa, en medio del bosque seco tropical espinoso, era un lugar lleno de curvas, triángulos, domos y ventanas circulares por donde volaban avispas, mariposas, pajaritos amarillos y una cantidad indescifrable de bichos de colores que nunca había visto. A lo lejos se veía el mar frío de Taganga: una mancha azul en movimiento.
Casa Biyuka tenía sus propios habitantes: tres perras —Trufa, Turista y Papaya—, un cachorro de orejas puntiagudas —Kike— y dos gatos —Cielo y Carbón—. Ellos, que conocían el ritmo de la casa, su magia y sus secretos, me ayudaron a acoplarme. La primera noche sentí pavor. Lloré hasta cansarme. Pero algo me sostenía: la certeza de que debía estar ahí.
El escenario
Se llama Biyuka en honor a una quebrada olvidada. La diseñó la escultora Vanessa Gocksch como un experimento de vivienda ecológica. Ella y su esposo, Juan Carlos Pellegrino, uno de los integrantes de la agrupación Systema Solar, arrancaron la construcción en 2008 con materiales reciclables. Con la ayuda del maestro de obra Rubén Reyes fueron investigando y experimentando técnicas y materiales como el adobe, el ladrillo cocido, la fibra de coco, las bolsas de tierra, la guadua, la piedra y el yotojoro.
Tardaron tres años en terminarla. La cocina es redonda con muebles de mampostería, las ventanas son de coches empotradas en tríplex. Hicieron un domo que simula un submarino, donde ubicaron la habitación de sus dos hijos, y otro domo, al lado de una especie de sala de estar, con un interesante círculo hueco por donde se asoman el sol, la luna y un enorme cactus. Con guadua construyeron la habitación y el baño principal.
Vanessa y Juan Carlos se apartaron de la tradicional estructura cúbica a la que nos tienen acostumbrados los arquitectos, para apostarle a formas redondas y ligeras que no exigen columnas para sostenerse y son más resistentes al paso del tiempo. Los pisos son de mosaico, la escalera curva está enchapada con piedras del jardín, el espejo del baño se construyó con fragmentos de espejos reciclados y el piso de la ducha, también redonda, con piedras de río. Varias paredes se pañetaron con una mezcla de cal (una alternativa amigable con el medio ambiente que evita el uso de cemento), arena, caseína y luego se pintaron con pintura blanca hecha a mano.
Uno de los retos era hacer una casa fresca que se mimetizara con la esencia del bosque seco tropical. Además, tenían que buscar una solución para el problema más grande del pueblo: el agua. En Taganga no hay acueducto y llueve entre cinco y diez veces al año. Por eso ingeniaron un sistema de recolección de aguas de lluvia con cuatro tanques en los que recogen agua que les alcanza para diez meses. También construyeron un jardín en forma de terrazas, para el que se utilizaron llantas, que capta el agua del suelo y no pide riego. Sembraron muchísima sábila, que refresca la tierra; ocho ébanos; veinte palos santos; veinte guamachos, que guardan el agua; un roble; dos tipos de guayacanes; así como trupillos, olivos, cactus y enredaderas de buganvillas.
Otra decisión clave para ahorrar agua fue hacer un baño seco, en el que los desperdicios caen a un gran hueco que se cubre con una mezcla de cal y aserrín. El sistema funciona con dos baños, uno al lado del otro. Uno sirve durante seis meses, hasta quedar lleno. En ese momento se sella y se comienza a usar el otro durante seis meses más. Luego de ese tiempo los excrementos del primer baño se han convertido en abono, que utilizan para el mantenimiento del jardín.
Al baño seco nunca le vi problema, aunque era uno de los temas que más curiosidad les causaba a quienes les contaba que me iba a vivir en una casa ecológica. El sistema es muy práctico, no genera malos olores y ahorra toneladas de agua. Biyuka tampoco produce basura: las botellas de plástico, que luego sirven como muro de contención en construcciones, se llenan de bolsas plásticas limpias; las latas y el vidrio se separan y lo orgánico se deposita en un recipiente que todos los días se vacía en el compost que está detrás de la casa y que se transforma en más abono para las matas. El método de reciclaje es tan estricto y eficaz que me di cuenta lo atrasados que estamos en el tema como sociedad, y todo lo que podríamos hacer por el medio ambiente si tan solo recicláramos mejor.
La experiencia
A los pocos días de estar en Biyuka sentí que todo encajaba. Dormía profundamente en la gran cama de guadua, me despertaba oyendo pajaritos y me la pasaba escribiendo. Leía mientras me balanceaba en alguna de las cuatro hamacas y disfrutaba de la compañía de las perras y los gatos. Trufa siempre al lado mío; Papaya y Turista siempre fieles compañeras de mis paseos a la playa; Kike, un terremoto de cachorro que me recordaba la importancia del juego y la recocha. Con Cielo y Carbón empezó mi amor por los gatos: siempre había sido una amante de los perros. Mientras Cielo pedía abiertamente cariño, Carbón, con sus ojos amarillos, se fue acercando poco a poco. Nos dimos cuenta de que yo podía confiar en él y él en mí.
"Esta experiencia me hizo comprender que es posible construir de otra manera, y darme cuenta de que necesito muy poco".
Mientras estuve allí la zona atravesó una ola de calor inclemente: muchos días la sensación térmica llegó a los cuarenta grados. Tenía que bajar y subir trochas para ir al pueblo, y tomar un bus hasta Santa Marta cada vez que quería hacer un mercado completo. Sin embargo, todo eso fue un regalo para mí: el silencio, el calor, la acogedora sensación de estar en un domo, andar descalza, ver las estrellas, tener el mar cerca, reciclar con conciencia, comprender que es posible construir de otra manera, darme cuenta de que necesito muy poco. Entendí que cuando creemos que todo se nos quita, en realidad todo se nos da.
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