Un padre monologa frente a su hijita recién nacida mientras ella le quita las gafas.
Inés nació el viernes 15 de mayo de 2015 a las cuatro de la tarde. Desde que me la pusieron en los brazos, que me sentí obligado por las miradas de los enfermeros a pronunciar alguna felicidad –y algo dije, pero me guardé el estremecimiento para mí–, sentí un tirón indigno desde la nalga y la cintura que me ha tenido viejo estos últimos seis meses. Creo que todo lo que se dice sobre el amor por los hijos es cierto. Sé que esos lugares comunes cejijuntos que se encuentra uno día por día en las redes sociales son verdades: pienso que los padres de hoy exageran, que teorizan y cacarean y fanfarronean más de la cuenta sobre su paternidad, y obligan a propios y a extraños a reconocerles que no hay nada mejor en el mundo que sus bebés sabios e ingeniosos, pero creo que están en todo su derecho.
Vivir es irse amarrando a la suerte de los otros. Y tener hijos es resignarse al suspenso. Y celebrarlos es una bella manera de enfrentársele a la incertidumbre.
Yo, por mi parte, he estado dedicándome a lo más práctico estos últimos seis meses. De tanto en tanto me sorprendo preocupándome por este mundo lleno de fanáticos políticamente correctos que no sólo embrutecen a cualquiera, sino que van por ahí despojando a los demás de su compasión –y que no se metan con mi Inés, pienso–, pero en realidad me la paso interpretando mi papel en esa puesta en escena, esa coreografía conmovedora que es una familia. Me levanto a las 5:00 a.m. Me dedico a que Pascual, mi adoración de cinco años, llegue a tiempo al bus del colegio: bañarse, vestirse, desayunarse, despedirse. Leo alguna cosa. Trabajo, por ejemplo, en este texto. Y apenas escucho los primeros griticos de Inés, que son unas sílabas hechas de vocales, salgo corriendo a su habitación como si lo mío fuera competir por ser la primera persona que ella vea apenas se despierte.
Inés, que desde el primer día me ha parecido conocida, me sonríe apenas me ve, me estira los brazos, me quita las gafas y me mira y me mira a los ojos como si supiera. Yo la alzo. Ella me agarra la cara, medio en serio, medio en broma, como diciéndome que también me quiere. Paseamos por el corredor hasta la oficina. Y sé que hasta aquí llego yo porque acaba de ver a su mamá. Yo, de ser Inés, también saludaría, abrazaría, consentiría, tendría así a Carolina. Yo tengo unos papás tan buenos que parecen hijos y unos hijos tan misericordiosos que me salvan de mi cabeza día por día, y el enlace entre los unos y los otros no soy yo, sino que es ella, Carolina. Qué raro dar con esta esposa. Qué suerte encontrar el mundo en el mundo.
Hago mi trabajo cuando no estoy escribiendo lo que sea que esté escribiendo. Cambio pañales, doy un par de cucharadas de papillas cenagosas, veo La Casa de Mickey Mouse, baño, visto, recojo cosas, traigo cosas, paso cosas (“cremas”, “medias”, “copitos”) como el auxiliar de una cirujana. Pero yo solo soy yo. Y ante esa certeza, que me ha acompañado desde que tengo uso de razón, y que entiendo mejor cuando noto cómo miran mis niños a su mamá, mi solución es limitarme a interpretar mi papel día por día por día: resignarme a levantarla, jugarle, pasearla, verla cabecear frente a la televisión como una pensionada, acompañarla mientras Isabel, su niñera, viene de la tienda, y entregársela sin falta al amor de su vida. Yo nunca había visto a un bebé consintiendo a su mamá. Y siempre me quedo mirándolas porque es de no creer.
Hay otro momento de la jornada en que Inés quiere estar conmigo: cuando está a punto de bañarse. Tiene sueño. Tiene ganas de que comience su noche. Y espera que me acerque para quitarme las gafas otra vez. Soy miope, pero, cuando ella me quita los lentes, la veo perfecto. Juro que la conozco de alguna parte, y se me quita de golpe el dolor de la espalda y descubro que tengo un monólogo agobiante sobre la paternidad en la punta de la lengua. Y sin embargo no tengo tiempo de darle vueltas al asunto, ni de articular lo que estoy sintiendo por mi niña –y cuando trato me sale una especie de plegaria, pero me la guardo–, porque ya es la hora de dormir.
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