La histerectomía, o extirpación del útero, es un procedimiento preventivo relativamente común en mujeres mayores de 40 años que han tenido hijos. La autora de este testimonio cuenta el impacto físico y emocional que trajo hacerlo a una edad temprana.
Recuerdo que era un sábado de octubre de 2020. Acababa de despertarme y aún seguía en mi cama cuando sentí el abdomen hinchado; empecé a tocarme con la mano y en la parte inferior derecha del vientre palpé un bulto redondo del tamaño de una pelota de pimpón. Era duro y sobresalía de todo lo demás que tenía bajo la piel. Me preocupé y supuse que era mi útero; no era la primera vez que algo no andaba bien con él.
Cuando tenía 24 años unos médicos encontraron un par de miomas, unos tumores benignos compuestos de tejido muscular que crecen de manera anormal. Algo poco usual en una mujer tan joven, pero según ellos, nada para preocuparse. En ese momento los incómodos cólicos menstruales y el sangrado desbordado los combatí con anticonceptivos hormonales y nunca más me preocupé por ellos, hasta ese sábado de octubre de 2020. Tenía 32 años.
No había consultado todavía, pero yo sabía que era mí útero. Con ese presentimiento fui a hacerme una ecografía trasvaginal unas semanas después. La doctora que hizo el examen fue rápida y contundente: “tiene hartos miomas”, me dijo. Me entregaron las imágenes y el dictamen: hicieron una descripción de los cinco miomas más grandes encontrados; uno de ellos medía 68,4 milímetros de diámetro, más grande que una pelota de pimpón que mide 40. Los demás tenían 35 milímetros o menos. Al final de la hoja decía: “MIOMATOSIS UTERINA CON COMPROMISO UTERINO SEVERO”. Así grande, en mayúsculas. Mi mente quedó en blanco. Me fui de allí con el vacío que se siente al caer de un precipicio.
Sabía algunas cosas sobre la miomatosis, como que era un padecimiento común en mujeres en edad fértil, que puede ser asintomático o requerir cirugía cuando se complica. Si ese es el caso, la miomatosis puede hacer difícil la concepción. También sabía que la solución definitiva, la alternativa para no preocuparme nunca más por mi útero era sacándolo.
Mientras regresaba a casa mis pensamientos se atropellaban: ¿Voy a operarme? ¿Cuándo, cómo? ¿Mejor finjo que no ha pasado nada y sigo con mi vida? ¿Me voy a morir? En fin, ninguno de mis miedos era tan grande como pensar en contarle a mi mamá: ¿cómo compartir mi angustia con ella sin hacerla sufrir? Decidí que no iba a decirle nada hasta no hablar con un ginecólogo que me diera certezas sobre cómo abordar esta situación.
* * *
Un par de días después estaba en el consultorio de un ginecólogo de Profamilia con mis exámenes en la mano. Llevaba semanas pensando en mi útero todos los días, pero nunca había hablado del tema con nadie. Al hablar de la situación, esta tomaba forma, cobraba vida, y el miedo también. Cuando el médico me preguntó por qué estaba allí tuve que respirar profundo porque no podía hablar. El ginecólogo leyó los exámenes y conversamos: “Esto es de cirugía. ¿Usted quiere tener hijos?” preguntó. “No”, fue mi respuesta.
De las pocas cosas de las que tengo certeza en la vida es que no quiero ser mamá. Sé que a muchas mujeres mi afirmación tajante y radical les parece una exageración, pero es mi verdad. No quiero y punto. “Bueno, entonces opérese ya. Usted es muy joven pero su caso lo amerita”, respondió el ginecólogo. Luego me explicó que la histerectomía es un procedimiento que se indica a mujeres mayores de 35 años que por lo general ya han tenido hijos. Yo en cambio tenía varias bolas de pimpón pegadas al útero y apenas iba a cumplir 33 años. El procedimiento indicado, ya que había dicho que no quería tener hijos, era una histerectomía total, que es extirpar el útero, y una salpingectomía bilateral, es decir, remover las trompas de Falopio; había que retirarlas también para disminuir el riesgo de cáncer. Los ovarios los dejarían intactos para no afectar la función hormonal.
Pero había más: el ginecólogo palpó mi útero y descubrió que había aumentado 10 veces su tamaño normal. “Así es el útero de una mujer con cuatro meses de embarazo”, dijo. Quedé sorprendida porque hacía varios meses me sentía panzona, pero creía que era por comer de más. El ginecólogo también recomendó que mi útero de embarazada fuera retirado con una laparotomía, una cirugía en la que se abre el abdomen; no podía hacerse de una forma menos invasiva por el tamaño que había alcanzado el órgano.
Caminé desde Profamilia hasta mi casa. Ya sabía qué tenía, ya sabía qué debía hacer y estaba aterrorizada pero decidida. Me iba a operar. En otras circunstancias habría pensado más antes de dar semejante paso, o incluso habría desistido, pero la motivación que venció todos mis miedos era que después de la cirugía sería completamente estéril. No había nada más que decir.
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Mi mayor miedo era contarle a mi mamá; no quería asustarla, pero si necesitaba el apoyo de alguien, era el de ella. La llamé y le conté todo. Al otro lado de la línea escuchaba una voz angustiada y quebrada que me decía: “Eso es muy duro. ¿De verdad te quieres operar? ¿De verdad no quieres tener hijos?”. Algo de resignación había en esa última pregunta a la que nuevamente respondí que no, pero esta vez la ansiedad me carcomía, esa era la llaga en la que no quería meter el dedo.
“Bueno, te acompaño en esto”, dijo mi mamá entre sollozos. “Te acompañé a que te pusieran tu primera vacuna cuando eras bebé y te voy a acompañar siempre”. Ahí la que se quebró fui yo. “Gracias, mamá”, respondí con los ojos encharcados. Seguí su consejo de buscar una segunda opinión; ella guardaba la esperanza de que existiera otro camino menos extremo, pero yo ya había tomado la decisión. Sin embargo, me parecía sensato reconfirmar todo lo que me había dicho el primer especialista y por eso consulté al doctor Carlos Bonilla, ginecólogo y oncólogo de Colsanitas.
El doctor Bonilla revisó mis exámenes y estuvo de acuerdo con el diagnóstico inicial; pidió más pruebas y me contó sobre otras opciones como extraer solo los miomas —esa cirugía se llama miomectomía— o iniciar un tratamiento con hormonas para que los bultos dejaran de crecer. Ninguna de esas alternativas me interesaba y las sentía como un premio de consolación. Sí, aunque nunca dejé de sentir pavor, vi la cirugía como la oportunidad de vivir mi vida en mis propios términos. Además, me parecieron opciones poco prácticas, pues que me sacaran los miomas no evitaba que reaparecieran, y el tratamiento con hormonas solo frenaba el crecimiento; si dejaba de tomarlas los miomas volverían a aumentar su tamaño.
Agradezco haber encontrado especialistas que me explicaron lo que tenía, que respetaron mis decisiones y que nunca intentaron disuadirme de hacer algo diferente a mi voluntad. No todas las mujeres pueden decir eso. Hay una frase del doctor Bonilla que nunca voy a olvidar: “la función principal del útero es la concepción, pero si no lo tienes igual puedes vivir una vida normal”. Fue crucial escuchar esas palabras del médico que me iba a operar, porque otro de mis temores era dar con un alguien que se negara a prestarme un servicio que necesitaba y al cual tenía derecho por el prejuicio de que lo más importante, lo único a lo que podemos aspirar las mujeres es a parir y que, de no hacerlo, solo somos dignas de lástima o repudio. Estaba, pues, en buenas manos.
De cualquier forma, el miedo seguía presente y luego de fijar la fecha para la cirugía no hice nada distinto a pensar en todos los escenarios catastróficos posibles. Me aterrorizaba la anestesia y pensar en que iban a dormirme y que no despertaría nunca. O tal vez sí lo haría, pero estaría tan desubicada y delirante que iba a pegarles o a escupir a las enfermeras. Me imaginaba revolcándome del dolor en la cama del hospital pidiéndole a mi mamá que me diera la mano o rogando entre berridos que me sedaran. Pensé en que me iban a abrir por la mitad, como en una cesárea —yo, que nunca quise tener hijos— y que me iba a desangrar. Pensaba y pensaba tanta basura que una semana antes de la cirugía, por el estrés, apareció un sarpullido que me cubría del cuello hasta el vientre. Los médicos no sabían qué era y estuvieron a punto de cancelar la cirugía cuando estaba por entrar al quirófano.
* * *
Me operaron el 16 de abril de 2021. Ese día sentía como si me hubiera tomado tres latas de Red Bull en ayunas, el vértigo me revolvía el estómago, pero trataba de actuar con tranquilidad. De hecho, todo transcurrió de esa forma: llegué a un consultorio en el que tuve que desnudarme y ponerme dos batas azules y un gorro de tela. Luego esperé sentada en una silla acolchada muy cómoda; allí una enfermera me canalizó la vena de la mano izquierda y me conectó a una bolsa de suero.
Después llegó un médico a explicarme lo que iba a suceder y me preguntó si tenía alguna duda. Ahí pude haberme atacado a llorar y gritarle que tenía mucho miedo, pero en cambio le pregunté por la anestesia, no sabía qué opción era mejor, por “mejor” me refería a menos tenebrosa: si la anestesia general —de la que pensaba que nunca volvería— o la regional —en la que te duermen de la cintura para abajo, pero en la que estás consciente durante toda la cirugía—. El médico, que me escuchaba atentamente, no pudo evitar reírse con ternura de mis exageraciones; con paciencia y cariño me recomendó la anestesia general: “se acuesta a dormir y no se da cuenta de nada”, dijo. Finalmente me decidí por esa y ya acostada en la camilla del quirófano lo último que recuerdo fue haber sentido muchas ganas de dormir y nada más.
Cuando desperté, contrario a lo que imaginaba, lo hice con tranquilidad y consciente de dónde estaba; recordé que me habían operado y que si estaba despierta era porque todo había terminado. “Duele” fue lo primero que dije cuando sentí un fogonazo en el vientre, pero apenas abrí la boca apareció el anestesiólogo a ponerme un medicamento y el dolor desapareció. Los días siguientes fueron la comprobación de que el miedo solo tenía sentido en mi cabeza: pasé una noche en el hospital sin mucho dolor e incluso pude comer horas después de la cirugía. Al día siguiente pude levantarme —con dificultad, eso sí—, dar algunos pasos encorvada y bañarme sola. Por supuesto que había dolor, el primer intento para sentarme fue nefasto e infructuoso, creí que se había abierto la herida del vientre y que se me iban a salir las tripas. Por fortuna eso nunca pasó y en general ninguna de mis ideas catastróficas se hizo realidad.
Regresé a la casa de mis papás un día después. Pude subir las escaleras despacio y con ayuda de mi mamá que me llevaba del brazo, pude caminar por lapsos de cinco minutos, pude ir al baño. Pude mantenerme de pie durante un rato. Hice muchas cosas elementales que pensé que no podría hacer en meses. Tampoco quiero decir que sea fácil porque no lo es, la recuperación total en mi caso se tardó casi dos meses en los que no pude agacharme, no podía hacer ningún tipo de fuerza ni cargar cosas, no podía hacer ejercicio, debía estar en cama casi todo el día y siempre tener a alguien al lado para que hiciera por mí todo lo que yo no podía. Al revisar mi recuperación en retrospectiva empecé a sentirme como una diva, una potra empoderada que había tolerado lo indecible.
Ha pasado más de un año desde que extrajeron mi útero y siento que ha sido la mejor decisión que he tomado en la vida. No volví a pensar en la menstruación, en los cólicos, en las hemorragias, en comprar toallas higiénicas, tampones o copas menstruales. Esa preocupación hace parte de la vida cotidiana de muchas personas y se asume como algo normal, como pagar el recibo del agua o de la luz. Sin embargo, siempre será gratificante quitarse de encima esas obligaciones que tenemos normalizadas. Sin mi útero también olvidé los anticonceptivos para controlar mi ciclo menstrual y mi fertilidad; ya no necesito tomar hormonas, el terror de quedar embarazada ya no existe. Sé que esta decisión no es fácil para ninguna mujer, especialmente si la maternidad es un anhelo, pero yo escogí esto para mi vida y soy feliz.
* Periodista. Colaboradora frecuente de Bienestar Colsanitas
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