De todos los lugares a los que la pandemia no me ha permitido volver, el que más extraño es el gimnasio.
e todos los lugares a los que la pandemia no me ha permitido volver, el que más extraño es el gimnasio. Tal vez sería más correcto decir que me hacen falta las librerías o las salas de conciertos, pero lo que realmente echo de menos es la posibilidad de fuga inmediata que me concedía el gimnasio: saber que había un lugar específico y de fácil acceso para pensar menos y sentir más. Un lugar en el que, además, las metas a corto plazo parecían siempre alcanzables.
Y lo extraño todo: las máquinas engrasadas con sudores ajenos, los espejos para espiar las luchas de otros, las miradas intrusas, las mezclas nauseabundas o afrodisíacas de perfumes y fluidos del cuerpo. La ilusión de pertenecer a un club de soledades acompañadas en el que no hace falta saber el nombre de nadie ni cruzar palabra con alguien para poder reconocerse en los más íntimos gestos de animalidad, y sin sonrojarse sonreírnos. Y el dolor, sobre todo eso, el dolor feliz que deja el ejercicio intenso y que silencia o por lo menos suaviza cualquier otro quejido del cuerpo. A veces también del alma.
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Podía ir al gimnasio a buscar ese dolor. Vivo en un lugar en el que nieva y llueve durante meses, así que hacer deporte en un parque no es siempre una opción. Sé que existen miles de formas de ejercitarse en casa, pero necesito desplazarme de lugares para cumplir distintas funciones. No escribo donde duermo ni duermo donde como. Detesto sudar en el mismo lugar que habitan mis libros y más aún tener la tentación de que uno de ellos disperse mi voluntad de mover el cuerpo hasta que duela y transpire.
No recuerdo exactamente en qué momento me convertí en una fiel, pero sí que el asunto comenzó a las malas y sin fe. Dejé de ser una flaca que no hacía nada para ser flaca a los veinticinco años, y a los veintisiete vestía cuatro tallas más de la que había tenido desde los trece. Me sentía pesada y sin voluntad para no seguir creciendo a mis anchas. El médico me reveló un hipotiroidismo avanzado. Dijo que estaba condenada a tomar hormonas tiroideas de por vida, lidiar con un metabolismo lento, subir de peso con nada y perderlo con mucho esfuerzo. Tenía dos opciones: dietas drásticas o ejercicio abundante. Idealmente y por más motivos que controlar el peso, las dos. Pero para mí, una glotona sin vergüenza y sin remedio, dejar de comer lo que me plazca no es —todavía— una opción.
Hacerme una rutina de gimnasio fue dificilísimo al comienzo. Sobre todo, porque me sentía estúpida. ¿No eran los gimnasios esos lugares frívolos en los que invierten sus vidas quienes trabajan con sus cuerpos, compiten en concursos de belleza y carecen de mejores propósitos? ¿Cómo podía pasar el tiempo corriendo en una máquina que no me llevaba a ningún lado, en vez de estar viajando por el mundo y los siglos con alguno de esos libros de mi cada vez más larga lista de lecturas en espera? ¿Acaso me estaba convirtiendo en una gordofóbica obsesionada con el tamaño de mi cuerpo? Por pensamientos así salí muchas veces del gimnasio llena de pesimismo. Además, me parecía un lujo poco digno de gente como yo, sin mucho dinero y con la necesidad de elegir cuidadosamente sus lujos. Veía el gimnasio como un lugar en el que con sacrificio transformaría mi cuerpo y tal vez mi vida, pero ir me parecía un castigo y dejar de ir, un fracaso; es decir, un castigo peor. Podía disparar piedras con los ojos a quien se acercara a hablarme de sus bondades, como si la adicción a los libros o el feminismo fueran incompatibles con el gusto por el gimnasio o el deseo de sentirse liviana.
Varias veces renuncié. Sólo hasta que descubrí el impacto electrizante, casi psicodélico, de levantar pesas y correr distancias largas, y sentí el efecto narcótico que podía ofrecerle mi cuerpo extenuado a mi mente, algo cambió. O mejor: todo cambió. Empecé a salir del gimnasio sintiéndome endemoniadamente viva. Ir casi a diario no fue nunca más una labor tediosa —como fregar los platos o lavar la ropa— y se convirtió en algo tan disfrutable como el whisky de cada noche. El gimnasio, como un buen libro, empezó a servirme para volver entusiasta a la vida y poder beberla con avidez. Entendí que las rutinas no podían ser complejas tablas numéricas diseñadas para sufrir y contrarrestar calorías.
En su ensayo “Contra el ejercicio”, el crítico cultural Mark Greif describe el gimnasio como “un hospital de reclusión voluntaria en el que los enfermeros son también los pacientes y en donde juntamos el coraje para existir como un grupo de números y nos obsesionamos con las cuentas y el estado físico”. Creo que es precisamente esa interpretación, a la que es fácil llegar, la más contraproducente: reducimos así los múltiples beneficios del gimnasio a sus efectos estéticos, o consolamos la pereza con razones que resalten su superficialidad, negándonos a entender que una no mueve el cuerpo sólo para sentirse más guapa. Algunas veces conversé con los desconocidos de siempre en el gimnasio de Brooklyn al que solía ir; tomé fotos de sus rutinas, intercambiamos consejos. La lista de razones por las que estábamos ahí era tan variada como interminable, pero en algo siempre coincidimos: somos demasiado vulnerables, necesitamos sentirnos más fuertes.
No me ejercito porque quiera llevar una vida saludable y al contrario, en parte lo hago para justificar cierto hedonismo. Sólo en el gimnasio busco el equilibrio precisamente para seguir siendo desequilibrada en la vida. Corro para seguir comiendo como si mañana fuera a acabarse el mundo, sin destrozar del todo mi corazón. No necesito ser flaca pero necesito sentirme ligera. El alma y la conciencia me pesan, no quiero cargar un cuerpo que también pese demasiado.
En vez de un hospital, a mí un gimnasio me parece como una suite extravagante de un motel de lujo. La imagen de los cuerpos multiplicada en los espejos puede ser a la vez motivo de inspiración, deseo o repulsión. De repente, eres miembro activo de una orgía en la que se incentiva el voyeurismo y se prohíbe tocar. Gimes de cuando en cuando. No sabes si el que gime a tu lado siente más placer o más dolor. Descubres dentro de ti una fuerza que jamás se te ocurrió que pudiera caber en tu cuerpo, y dentro de esa fuerza, formas nuevas de placer. Puede que sean tan adictivas como el buen sexo. Pero es preferible la adicción, como sea, a marcharte de este mundo sin descubrirlas.
Es lo que le repito a las amigas que me dicen que prefieren ser buenas en sus oficios a sacrificarse cuidando obsesivamente sus cuerpos. Sin haberlo probado no puede a una ocurrírsele que ese cuidado implica placer. Y me pregunto por qué, además de la escasez de tiempo y dinero —dificultades obvias— haría falta elegir entre el oficio y el ejercicio, como si cuerpo y mente no fueran partes de lo mismo. Veo que pasamos de un extremo a otro: si ya no hace falta seguir esos modelos de belleza impuestos por una sociedad consumista y de machos, entonces reivindicamos la flojera y el derecho a la excesiva gordura. No confesamos que nos gustaría perder algunas libras porque sería tanto como aceptar que seguimos sometidas a los indeseables mandamientos masculinos.
Recuerdo esta frase que escribió Susan Sontag: “No es el deseo de ser bella lo que está mal, sino la obligación de serlo”, y me parece que ahora entendemos ese deseo como una obligación de la que no logramos desprendernos. Nos rebelamos contra nuestras preferencias estéticas como si fueran una religión impuesta que nos corrompe. Salimos de un molde para acomodarnos en otros que nos permitan caber en las camisas del feminismo. Luego decidimos que los gimnasios son para las esclavas de los moldes antiguos. Y nos perdemos de tanto… De descubrir fortalezas que ignoramos, por ejemplo, o de concederle largos monólogos al cuerpo y, aunque sea por breves intervalos, esa maravilla: dejar de pensar.
*Escribe, toma fotos, oye mucha música. Luego de una década viviendo y trabajando en Nueva York, a finales de 2020 comenzó una nueva vida en Bremen, Alemania.
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