El autor lleva varios meses usando una manilla inteligente y aquí comparte los pros y contras del aparato.
uando llegué a la casa con la manilla que cuenta pasos y calcula las calorías que se queman mientras se camina, me dijeron que me iba a volver un neurótico obsesivo. No dije nada porque, en el fondo, sabía que tenían toda la razón. Eso de ponerse una meta diaria de pasos cuando uno vive en una ciudad y trabaja en un escritorio podría llegar a ser angustiante, estresante, enloquecedor. Pero como uno de mis principales medios de transporte es el tradicional Dodge Patas, me llamaba la atención tener a mano un aparato capaz de medir cuántas calorías quemo cuando camino 40 cuadras. De entrada debo decir que no le presto demasiada atención a varios de los parámetros que mide el aparato, porque es más que evidente que se trata de un estimativo basado en los datos de peso, edad, tamaño de cada paso y estatura que uno ingresa cuando lo sincroniza con el computador y el celular. Así que las calorías quemadas y los kilómetros andados no son más que unas vagas referencias. Me he interesado sobre todo en la cantidad de pasos que doy.
Y, efectivamente, uno se obsesiona un poco con los pasos que da cada día, con las metas que se pone. Desde que uno se levanta lo primero que hace es mirar el aparato. Cuando uno camina en la calle, mira cada media cuadra cuántos pasos ha avanzado. Uno hace concursos mentales: “Cuando pase por ese poste ya habré acumulado 3.270 pasos hoy” o “estoy a 600 pasos de mi casa”. A altas horas de la noche, por decir algo 11:45, si uno descubre que faltan 300 pasos para cumplir la meta del día, es probable que se ponga a subir y bajar escaleras a gran velocidad, como un demente, y entre a la cocina y a la sala y vuelva a la cocina mientras mira el aparato y completa la cuota en el último suspiro del día. Además, el aparato funciona con un sensor de movimiento, así que al entrar a un bus, un carro o un avión uno mira en qué número iba el contador cuando se subió para restar del total del día esos pasos ficticios, resultado de vibraciones del transporte que el aparato identifica como pasos.
"Uno se obsesiona un poco con los pasos que da cada día, con las metas que se pone. Desde que uno se levanta lo primero que hace es mirar el aparato".
En actos como conferencias o conciertos uno lo piensa dos veces antes de aplaudir, porque el aparato puede confundir los aplausos con pasos. Y si uno lleva más de una hora sentado, el relojito le recuerda a uno que es hora de estirar las piernas al menos cuatro minutos. Es cierto. Todo lo anterior lleva a una persona normal a comportarse como un maniático compulsivo en el mejor estilo de Sheldon Cooper, el de The Big Bang Theory.
Pero, por otro lado, la manilla mide los pasos que uno jamás tiene en cuenta cuando hace sumas y restas relacionadas con el ejercicio. Cuando se hace el balance de la jornada uno se dice “Hoy caminé 20 cuadras, me demoré 25 minutos”. El aparato le dice a uno que, además de esas 20 cuadras, también caminó, y mucho más de lo que imagina, cuando se levantó, se bañó, fue a buscar las llaves, se devolvió a recoger un papel que había dejado olvidado en la mesa de noche. Todos esos pasos el aparato también los contabiliza. Así que nada de raro tiene que al salir de la casa uno ya haya acumulado novecientos, mil, a veces hasta más pasos. A lo anterior súmele la caminada a la tienda de la esquina, o lo que se invierte para ir al paradero.
Es probable que para un atleta de alto rendimiento esos pasos domésticos y de barrio no signifiquen nada. Que para quemar calorías de verdad haya que correr tres horas diarias. Pero al sedentario de ciudad el aparato en cuestión lo ayuda a darse ánimo para estirar los pies más a menudo y para sacarle gusto a las caminadas, que tanta falta hacen en estos días de sedentarismo obsesivo-compulsivo.
*Periodista y escritor. Miembro del consejo editorial de Bienestar Colsanitas.
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