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Bienestar Colsanitas

De cómo terminé en una academia de baile

Fotografía
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El autor de estas líneas estaba seguro de saber bailar hasta que salió con una bailarina de salsa. Aquí cuenta su experiencia. 

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unca imaginé que iría a una academia de baile por gusto y no por necesidad. 

Bailar me había parecido siempre una cosa de bares y fiestas, una urgencia que surge de una buena canción, una vaina como reír con todo el cuerpo porque la alegría, la nostalgia o un yo-no-sé-qué en la música se contagia. No se me pasó por la cabeza que fuera a disfrutarlo completamente sobrio, varios días a la semana al finalizar la jornada y frente a un espejo. Tengo clarísimo que no habría llegado a hacerlo si la vida no me hubiera puesto delante una situación incómoda. Pero ahora ninguna parte de mi cuerpo lo duda: es increíble. 

No soy bailarín. Más bien me considero un rumbero empedernido, amante del ron y la cerveza, de la salsa y la música latina y del ambiente festivo prolongado hasta el amanecer. El gusto por el baile viene de familia. Mi abuela era imparable, loca de la carranga y otros ritmos; mi padre fue de esos que dejó de dormir incontables veces al ritmo enloquecido del recién nacido mambo, allá por los años cincuenta; mi madre fue una de las que dejó el alma en la pista con el auge de la salsa brava setentera, el vallenato ochentero y el merengue noventero. Los primeros pasos se enseñaban temprano, con la esperanza de que cumpleaños y matrimonios bastaran para ensayar lo suficiente antes de llegar a la edad de salir a las propias ocasiones, listo para gozar como es debido. Y sus enseñanzas bastaron para emparrandarme y sudar en la pista por años. Hasta una aciaga y terrible noche. 

Era la segunda vez que salía con Andrea. Invitado por ella, llegamos a un bar donde todos se conocían. Pedí una cerveza y ya con algo de extrañeza me senté con ella a ver una clase que –ahora lo sé– no falta dentro de la programación de los sociales, las rumbas de los bailarines. Luego comenzó la fiesta y ahí sí quedé frío. Además de literata, Andrea es bailarina, profesora e investigadora de la danza y aunque todo hubiera podido salir mal, seguimos juntos desde aquella noche en que quedé mudo, impedido, bloqueado después de verla bailar con una docena de bailarines un estilo cubano llamado casino, desconocido para mí por ese entonces. Intercambiaban parejas, hacían figuras con giros improbables, gritaban dichosos ¡agua!, todo sin perder el ritmo y con un sabor que nunca antes había visto. Quedé soldado a la silla. Solo después de tomar varias cervezas hice acopio de valor suficiente para sacarla a bailar Idilio de Willie Colón. Amacizados y en paso básico por cinco minutos enteros. Duré días preguntándome qué carajos me había pasado.

Es sorprendente cuánto esperamos de nosotros y de los otros al bailar en Colombia y en muy buena parte de América Latina, en especial de la caribeña. En La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Junot Díaz cuenta que los dominicanos tienen una palabra para el que se queda mirando, sin bailar y sin participar de la fiesta: pariguayo, del inglés party watcher, es decir: una apocado, un subnormal, un alienígena. Esa noche por primera vez, supongo, me sentí así. Intimidado como estaba, pensaba que a lo mejor sabía bailar, pero solo lo suficiente para aburrir a quien sí supiera. O tal vez no fuera así, pero me sentía incapaz de salir de esa nueva fijación. En fin, quién sabe. Lo que sí fue ineludible fue un hallazgo: aunque peco de tipo dedicado a las palabras, sentí que estaba falto de vocabulario, escaso para la expresión en una lengua que hasta esa noche había sentido muy mía, materna. Después de un corto tiempo fue claro para mí que solo habría una forma de arreglarlo. Así llegué a la casa cultural Sin Visa, un café-bar en la 71 con 11, en Bogotá, donde tiene su sede la academia Son de Habana, y en donde me apunté a cuanto curso pude.

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"Bailar me había parecido siempre una cosa de bares y fiestas, una urgencia que surge de una buena canción".

La salsa es un concepto que reúne un puñado de géneros con sus propias características musicales como el boogaloo, el mambo, el chachachá, la pachanga, el son, la salsa brava, la salsa romántica y la timba. Cada uno invita a bailar en un estilo particular, con una corporalidad y unos pasos que les son propios, aunque se pueden mezclar. Ahí, frente al espejo, el cuerpo y el oído comienzan a entender que la música y el baile son lenguajes que, como las palabras de un poema o una canción, habitan el tiempo, le dan forma con sus golpes de sonido y sus deslices, lo cargan de sentido, lo alargan, lo aceleran, lo repiten, lo devuelven, lo aprietan en espacios de diferente dimensión. Se sorprende uno con lo mucho que cambia bailar con pasos y giros que caben perfectamente en esos tiempos, que dialogan cada uno mejor que el otro con lo que hacen las trompetas, los trombones, la conga, la clave, el piano, las voces e incluso los silencios en cada canción. Comienza uno a sentir que no hay mejor inversión que volverse un políglota del ritmo. Es adictivo.

Que sea adictivo, por lo demás, tiene sentido. El cuerpo lo sabe, pero también lo sabe la ciencia, como anotan diferentes estudios de neurociencia y medicina: por ejemplo, una nota de On the Brain, publicación de Harvard, señala que bailar dispara las hormonas que nos hacen sentir bien, previene el desarrollo de enfermedades del corazón y de osteoporosis, fortalece los músculos, desarrolla el equilibrio, la coordinación y la conciencia corporal (esa que nos permite hacer cosas que antes no sabíamos que podíamos hacer), sin contar que a nivel cerebral desarrolla la neuroplasticidad que nos ayuda a aprender y a cambiar de situación tanto como agudiza el oído para aprender a distinguir orquestaciones, instrumentos, claves y ritmos, entrenando por añadidura la memoria que necesitamos para aprender los pasos, las figuras y las secuencias. Un estudio realizado durante 21 años en adultos mayores y publicado en The New England Journal of Medicine demostró que el baile es la única actividad física y/o intelectual capaz de prevenir en un 76 % la aparición de cualquier forma de demencia en la vejez (frente al 35 % que ofrece la lectura, por ejemplo). Y si todo esto no fuera suficiente, todavía nos falta lo obvio: el baile ofrece incontables oportunidades para experimentar el placer de compartir con otros. 

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Bailar dispara las hormonas que nos hacen sentir bien, previene el desarrollo de enfermedades del corazón y de osteoporosis, fortalece los músculos, desarrolla el equilibrio, la coordinación y la conciencia corporal.

Ya era bueno ir allá a bailar antes de la pandemia, pero después de ella, con todo el aislamiento que hemos cargado a cuestas, se ha convertido en un placer de dioses. Entre clase y clase, mientras se comparte un café o una cerveza, uno termina conociendo a los demás. Aunque el tema central casi siempre es el baile, el proceso de cada uno, los gustos. Resulta asombroso, cuando no desconcertante, que tantos utilicen conceptos hoy populares de la psicología como “salir de la zona de confort”, “mejorar el autoestima”, “volver a conectar conmigo”, “trabajar en mí” y tantos más a la hora de dar cuenta de su experiencia en las clases, de sus motivaciones para empezar y para seguir, y de los hallazgos más valiosos que cada uno se ha encontrado. Que quede claro: asistimos a clases de salsa, bachata, kizomba, tango, pero no de danzaterapia, que es otra cosa. Y nadie lo niega: efectivamente nos mejora el ánimo, aprendemos mucho y se goza sin tregua. A lo mejor el lenguaje psicológico ha calado tan hondo que se nos ha vuelto una forma de dar cuenta de todo en nuestra vida y, por ende, de expresar lo que nos pasa incluso en un salón de baile. 

Por mi lado terminé afiebrado al estilo colombiano, esa forma prodigiosa de bailar nacida en Bogotá y en Cali, tan acorde al virtuosismo musical de la salsa brava. Concentra su atención en los pies y en la cadera, en la velocidad y la precisión, e invita a combinar innumerables pasos que tan bien le quedan a los discos de Fania. Aunque también estaría mintiendo si no anotara que el casino es toda una experiencia de diversión, coordinación y trabajo en equipo con sus infinitas figuras en pareja y rueda para bailar timbas, que pueden durar hasta doce minutos; o que cualquiera queda enamorado de la salsa en línea para bailar en pareja con sus decenas de juegos de manos, vueltas estilizadas y crosses –cambios de posición–; y ni hablar de lo que ofrecen la bachata, la kizomba o el tango. Cada lengua es un mundo, decía la escritora Herta Müller, y con el baile es la misma vaina. Así de simple, así de rico. 

Andrea, que nunca me pidió nada de lo que hice, ahora se ríe cuando me ve sacar mis pasos cada vez que nos sorprende un chachachá o una salsa mientras cocinamos o trabajamos. Yo sonrío encantado. Pienso que ahora sí: nadie me quita lo bailado.

 

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Fanático de las historias contadas con calma, hondura y gracia. Escribe entrevistas, crónicas, ensayos y artículos de análisis para Bacánika y Bienestar Colsanitas. En 2022, publicó Música para aves artificiales, su primer poemario.