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Bienestar Colsanitas

El barbero de “La Pequeña Moscú”

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“Las barberías fueron desapareciendo y yo me negué a desaparecer como barbero. A mis ancestros no los iba a dejar morir”.  

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ruzó la calle dando un par de saltos agigantados para estrechar con firmeza la mano de su interlocutor. Sus manos son gruesas, su piel morena, el cabello blanco y no desvía la mirada al hablar. Al sonreír, las pequeñas grietas bajo sus pómulos revelan que el pasar del tiempo no ha sido del todo amable, sin embargo, para su edad conserva una figura bastante atlética y las mangas de su camisa dejan entrever unos antebrazos fuertes y ejercitados. Sentado en un café bogotano, con una infusión de frutos rojos en una mano y agitando la otra al ritmo de sus palabras, Marcelo Navarrete recuerda con nostalgia su vida.

Quizá no sea el mismo joven de diecinueve años que entró el 2 de noviembre de 1971 a la Barbería Colonial para aprender a afeitar, o el niño que ensayaba con su hermana menor para aprender a hacer un capul y fracasaba en el intento. Pero hoy, pasados más de cuarenta años trabajando como barbero, sigue afilando su cuchilla con el mismo esmero y recuerda con una precisión casi quirúrgica cada anécdota relatada. 

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En Viotá, un terruño colombiano conocido como “Pueblo Rojo” o “La Pequeña Moscú”, corría el año 1955 cuando el chozno del barbero Maximiliano Navarrete, bautizado como Marcelo, salía de su tierra en compañía de su familia para llegar a Bogotá. Con siete años conoció la primera barbería de la que aún guarda recuerdos. Se trata de Ansonia, un local que estuvo ubicado en los sótanos de la plazoleta de la Universidad del Rosario y donde trabajó su abuelo hace más de medio siglo.

Marcelo rememora cómo su abuelo lo consentía cuando atendía a la familia del actor colombiano Víctor Mallarino de Madariaga. Lo sentaba cerca a su silla y lo dejaba verlo trabajar. Las tijeras, los cepillos, las sillas, las toallas, cada detalle lo fue enamorando.

—La primera generación de los Mallarino puede dar fe de mis palabras —dice, apuntando con su dedo índice y con una gran sonrisa en su rostro mientras sopla el vapor de su infusión.

A sus nueve años, tras ver a su abuelo y a su padre trabajar con cabello y barba se antojó de empuñar el peine y las tijeras. Así que hizo lo que muchos niños habrían hecho para saciar su curiosidad: le pidió a su hermana que lo dejara cortarle el pelo, y tras varios intentos no pudo nivelarlo y la dejó, en sus palabras, como un borreguito. Su padre lo regañó y su abuelo, con el cariño que le guardaba, le enseñó a hacerlo. Sin darse cuenta, Marcelo se estaba convirtiendo en la cara de la sexta generación de barberos de su familia.

Navarrete terminó su bachillerato y se escapó del uniforme militar para vestir guayos y camisetas de las divisiones inferiores de Millonarios, Santa Fe y Cali. También se paseó por el Olaya eludiendo defensas y anotando goles. Quiso ser veterinario, pero la condición económica en la que se encontraba no le permitió estudiar. Eso y que era “un vaguito”, según él mismo.

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—Don Marcelo, ¿por qué la barbería?

—Vea, yo cogí la fácil. Mi papá me dijo una vez: “Es que yo nunca he trabajado”. Eso me sorprendió. Por lo que le pregunté que la peluquería qué era y tranquilo me respondió: “No, hijo, la peluquería y la barbería para mí no son trabajos. Con esto yo me divierto, me recreo y aparte de eso me pagan”. Eso me quedó adentro —dice sonriendo—, debe ser interesante no trabajar y que le paguen a uno, ¿no?

A sus diecinueve años entró por la carrera séptima con calle diecisiete, por el pasaje del Banco Popular a la que si no era la mejor, era una de las mejores barberías del país, la Barbería Colonial. Alcanzaba toallas, recibía y cepillaba los sacos de los clientes e intentaba que siempre se sintieran bien atendidos.

Poco a poco fue ascendiendo. Aprendió sin maestros, aunque admite que hubo personajes que con solo observarlos le enseñaron mil cosas. Por ejemplo, Marcial Arce, un barbero boliviano a quien describe como un monstruo para manejar la tijera, le dijo: “Póngame cuidado”.

—Verlo trabajar fue impresionante —confiesa.

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Durante veintitrés años Marcelo afeitó a Nesin Mugravi a las siete de la mañana, sin falta. Ese hombre, que tenía varios almacenes de tela en el centro de Bogotá, fue quien pagó su casa con todas esas citas. Juan Manuel Santos, Luis Carlos Galán, Franky Linero, Silvio Ángel y Jimmy Salcedo también se sentaron frente a él para que les arreglara la barba y el pelo. Cuando habla de Jimmy dice, con peculiar orgullo, inflando el pecho y levantando el mentón: “Esa barba era obra mía”.

Cuando Marcelo empezó a trabajar las barberías tenían como tradición tener la revista LIFE para poder ver los referentes más modernos en cuanto a estética masculina. También tenían la revista Playboy, que le dio “muchas cosas más en las cuales pensar”, dice Marcelo entre risas. Pero los cortes populares eran similares a los actuales. Por ejemplo, el corte del Tercer Reich de Hitler, ese mismo que se ve tanto hoy en día, con un flequillo largo peinado de lado y con los costados casi rapados también se hacía en ese entonces.

—Lo clásico empezó a agonizar cuando aparecieron The Beatles, la baretica y las mechas largas. Pero no me malentienda, yo siempre optaba por poner The Beatles, Sinatra o el Barbero de Sevilla cuando trabajaba, aún lo hago —dice Marcelo.

Al otro lado del mundo los cambios políticos y sociales no paraban de suceder, bombardeos en Oriente Medio, asesinato de John Lennon y muerte de Bob Marley. En Colombia, el Nevado del Ruiz hacía erupción y el M-19 se tomaba el Palacio de Justicia. Mientras, un Marcelo Navarrete de treinta años veía cómo el champú llegaba a las barberías y la moda empezaba a cambiar.

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—Entonces, llegó la revolución —dice Navarrete.

La melena empezó a cobrar fuerza, la música, el hippismo, las largas cabelleras empezaron a opacar a las barberías. Hasta el momento la moda era mantener el pelo corto, como los gerentes de banco, los presidentes o magistrados, pero las Volkswagen combi empezaron a tomar fuerza.

—En ese momento empezaron a morir las barberías reales, —concluye.

—¿Por qué morir?

—Me atrevería a decir que todos los barberos en ese entonces eran empíricos, no existía esa moda de rasurarse, de hacerse figuritas, pelarse la cabeza. Primero fue el pelo largo, sin lavar, después raparse y en ese proceso nacieron los peluqueros urbanos. Que no son barberos, ellos podrán decir que sí, pero no —dice.

Estos nuevos negocios urbanos comenzaron a opacar a las barberías clásicas, que fueron desapareciendo paulatinamente. Entonces, los clientes que siempre habían ido a su barbería entraban al primer local que tuviese un barber pole para darse cuenta de que ya no era lo mismo.

Los salones de belleza, que estaban destinados al corte de pelo de las mujeres, comenzaron a abrazar la idea de cortar el pelo de hombres también. Así se difundió la peluquería unisex y ese fue el fin de una tradición.

—Hoy en día, quizá, la Barbería Colonial y la Holandesa se mantengan en cierto porcentaje. Pero, por ejemplo, la Holandesa se fusionó con un salón de belleza y la Colonial comenzó a contratar peluqueras, se perdió la esencia.

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De repente las barberías dejaron de ser de barberos, los dueños eran empresarios a los que les interesaba el volumen de clientes mas no el servicio, todo empezó a ir de mal en peor. La manera como se atendía a los clientes dejó de primar, ya no importaba la asesoría, sólo la cantidad de cortes al día. Las barberías agonizaban y de sus cenizas surgían peluquerías y salones de belleza. Pero Marcelo se negó a desaparecer como barbero.

—Yo tuve la convicción de que a mis ancestros no los iba a dejar morir, así que me negué rotundamente a trabajar en peluquerías unisex, hasta cuando yo monté la mía —dice.

Lo impulsaron los recuerdos que guardaba de su infancia. Su padre y su abuelo fueron su motor, Marcelo no iba a dejar de ser barbero. Pero ¿qué es ser barbero?

—Un barbero es aquel… [suspira] Vea, yo lo comparo con las artes marciales: el barbero es el cinturón negro décimo dan de la peluquería, esto porque ha pasado por todo el curso de lo que se trata la belleza. La barbería es la cima donde uno interpreta, desde el momento que entra el cliente, qué es lo que va a hacer. Uno adquiere una sensibilidad y un gusto por hacer las cosas que aprende a sacarle provecho a todos y cada uno de defectos que tenga el cliente. Desde ese punto de vista, a mí no me pueden venir a decir que la ciudad está llena de barberías.

Dice que respeta totalmente la labor de quienes hacen figuras en la cabeza de sus clientes, pero siente que eso es muy de “pueblo”, ya que no se imagina al presidente de un banco haciéndose un rayo en la cabeza. Define su función dentro de los locales en los que trabaja como la de un formador, igual que su padre o su abuelo: él les transmite a los demás la esencia de la barbería.

La conversación se ve interrumpida por la vibración del celular sobre la mesa. Un cliente está llamando a Marcelo. Este le indica su deseo por cortarse el pelo y afeitarse, además de comentarle que pasó por la barbería en la que usualmente se encontraban y no lo vio.  Navarrete le aclara que no está trabajando allí y que si él gusta puede ir y atenderlo a domicilio. Una vez concretada la cita, cuelga, sonríe y dice: “Ve, no es por creído, pero el cliente sabe qué le conviene”.

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***

—Don Marcelo, ¿la barba ha cambiado?

—Lo que pasa es que el clima ayuda muchísimo. La tendencia a dejarse la barba aumenta en climas fríos. Pero el cliente tiene que ir a donde es para tener una buena barba, hay muchos hombres que jamás se han hecho nada y se les ve bien, pero la diferencia es marcadísima, el protocolo tiene sus bemoles.

Marcelo explica el proceso de la barba tomando como referencia la primera barba que ve en el café. Dice que al tener una barba rala, o como un partido de fútbol —once a cada lado, explica riéndose—, es necesario cortar más de una parte que de otra, que si el pelo está reseco hay que disponer de aceites específicos. Si uno quiere quitar una cara redonda puede alargar la barba del mentón, o si es larga acortarla, poblando las mejillas, sacarle provecho a cada rasgo.

—Quien entra a una barbería no tiene la razón —explica Navarrete: la persona que va a cortarse el pelo y la barba se ve todos los días al espejo pero no sabe cómo lo ven los demás.

Entonces comienza el proceso. Limpia la piel con crema y brocha para quitar la grasa, no importa si solo va a afeitar la barbilla, se debe limpiar todo. Luego Marcelo comienza a manipular la piel, la templa, traza líneas, la estira, la masajea, en la zona yugular quita pelo por pelo, todo con una delicadeza propia de un escultor. Al terminar recomienda arreglar las cejas, aunque dice que el hombre es renuente a arreglarlas, es sumamente necesario. “No es maricada”, afirma.

—A mí me llena la metamorfosis que le hago al paciente. Cuando termino de trabajar llega el impacto: no reconocerse en el espejo —dice.

—¿Qué opina de la cantidad de productos que hay para solucionar la falta de barba?

—El mercado ha sido invadido por un montón de productos. Pero es más el furor. Yo llevo 46 años trabajando en esto y no he encontrado la receta mágica que cure la alopecia. Todos esos productos son mentira, ese efecto de abundancia lo puedo causar con mis manos. El cliente cree que le está creciendo más, pero no es verdad.

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Marcelo afirma que al tocar una hebra de cabello ya sabe qué hacer, mantiene una conversación con el pelo, con el cuero cabelludo, con los poros. Aunque sigue cambiando constantemente de local, por las discusiones que suele tener con los administradores de las barberías, procura continuar cumpliendo su misión de formar y cambiar, como un nómada, a sus pares. Actualmente lo hace en Sir Barber, local donde trabaja. Sus clientes lo siguen llamando diariamente, buscándolo, sin importar dónde esté en ese momento, prefieren esperar a dejar que alguien más les corte la barba y el cabello. 

Pasadas varias horas de conversación, entre risas y suspiros, Marcelo se despide. Limpia su boca con una servilleta, agradece a la mesera por el servicio y se aleja con afán hacia la carrera quince para coger un bus que lo lleve a su casa.

Los años pasan, las tradiciones cambian pero hay quienes, como Marcelo, siguen trabajando por pequeños pasajes y locales que se niegan a morir. Su arte, aquel que perfeccionó por décadas fue heredado a sus hijos, los dos son barberos, la séptima generación en su familia. El barbero Navarrete jamás fue impuesto, siempre fue una elección, por amor, por curiosidad o simplemente para no trabajar nunca.

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Nicolás Rocha Cortés

Periodista. Redactor de Editorial Bienestar.