Al alma humana la acosan las mismas inquietudes en todas las épocas, desde la Antigüedad hasta el futuro lejano. El sentido de la vida, la muerte, el amor, la trascendencia... Y un poeta sabe cómo mostrárnoslo.
n el año 2061 —aunque la fecha es incierta—, un niño llamado Tom hace fila con una muchedumbre de hombres adultos de su pueblo para participar en el festival que celebra todos los años el fin de la civilización. “¿Por qué estamos todos en fila?”, pregunta Tom, y uno de los adultos le responde “Mira, Tom, es el odio. El odio al pasado. Piensa, Tom. Las bombas, las ciudades destruidas, los caminos como piezas de rompecabezas, los trigales radiactivos que brillan de noche. ¿No crees que es algo tremendo?”.
La guerra, el apocalipsis tecnológico, el fin del mundo civilizado, los humanos que sobreviven como cucarachas en un planeta destruido… algo tremendo, sin duda, y de manera especial para un niño que no ha conocido una realidad diferente al caos y al odio que imperan.
Tom recordó los festivales de los últimos años. El año en que rompieron todos los libros en la plaza y los quemaron, y la gente estaba borracha y alegre. Y el festival de la ciencia del mes anterior, cuando arrastraron el último automóvil y echaron suertes, y todos los que ganaban tenían derecho a darle un mazazo al automóvil.
Ese año las autoridades han traído un cuadro para que la multitud lo escupa. Tom no sabe qué es un cuadro, ni qué es eso que tiene ante sus ojos, pues nunca ha visto una pintura y no sabe quién es la mujer que aparece en la tela, ni qué hace allí, ni qué es lo que representa. Pero Tom siente que no puede escupirla, como lo hace todo el mundo, y sólo murmura para sí “Es hermosa”. Pregunta a su vecino de fila: “¿Cómo la llaman, señor?”. Su vecino responde: “¿Al cuadro? Mona Lisa”.
Las autoridades autorizan la destrucción del cuadro, todos se abalanzan para destrozarlo. Tom logra desgarrar un pedazo de la tela y esconderlo en su puño apretado. Regresa a casa. Su madre lo interroga, su padre lo regaña y su hermano lo patea. Tom se refugia en la cama. Es de noche. Está solo. Abre su puño. “Y allí, en la mano, estaba la Sonrisa. La miró a la blanca lumbre del cielo de medianoche. Y pensó, una y otra vez, silenciosamente, ‘la Sonrisa, la hermosa Sonrisa’”.
En este mundo caótico y en ruinas causado por la guerra nuclear, en donde los hombres odian los frutos de la civilización por haberlos conducido a la muerte y al horror, sobrevive en un niño la conciencia de la belleza, el encuentro entre la sensibilidad y la creación, y sentimos de manera íntima y conmovedora que no todo está perdido, que la poesía sigue ocurriendo, que el misterioso milagro sucede todavía.
Ray Bradbury, el autor de este cuento titulado “La sonrisa”, incluido en su libro Remedio para melancólicos, fue considerado por innumerables lectores como el poeta de la ciencia ficción, lo cual suena mal e inadecuado para quien fue en realidad, y lejos de la aparatosa etiqueta de mercadeo, un gran poeta.
Un poeta que escribió encantadoras historias de terror, que transcurren en tiempos futuros y en planetas cercanos, como en Crónicas marcianas, su primer libro, o en nuestro planeta, en épocas no tan lejanas en las que reina la pesadilla, como en Fahrenheit 451, una novela donde describe el imperio de terror que gobierna a los Estados Unidos del futuro, en una época en que los libros están prohibidos y los bomberos tienen la función de censuradores del conocimiento: se dedican a quemar los libros que encuentran escondidos, y a enviar al propietario al castigo, que generalmente es la tortura y la muerte.
En los cuentos y novelas de Bradbury no hay tecnología ni descripciones aparatosas de aparatos sofisticados, como suele haberla en la literatura de ciencia ficción, porque al autor no le interesa hacer predicciones científicas sino ahondar en el misterio del corazón de los seres humanos.
En los cuentos de Bradbury abundan, por supuesto, máquinas y cohetes, y hay viajes al pasado, al futuro y a otros planetas. Pero nunca hay una descripción de cómo funcionan ni qué tecnología usan estas máquinas, porque el autor es un artista y no un hombre de ciencia ni un divulgador científico.
En la novela El vino del estío, Charlie, un muchacho de 12 años, lleva a sus amigos a conocer la máquina del tiempo, de la que les ha hablado muchas veces. Los conduce hasta una casa en el campo y les presenta al coronel Freeleigh, un anciano que vive retirado y solitario. Ante el asombro de sus amigos, que no ven ningún aparato que viaje al pasado o al futuro, Charlie susurra al coronel algunas palabras, y después de un prolongado silencio empieza a narrarles, como si los viviera en presente y los viera desfilar ante sus ojos, acontecimientos de los que fue protagonista y testigo en la guerra civil de su país. Los muchachos lo oyen sorprendidos y comprenden maravillados que literalmente están oyendo hablar a la máquina del tiempo, que los transporta al pasado. Charlie lo interpela con respecto a las batallas en las que participó en la guerra:
—Pero recuerda haber ganado, en alguna parte… —No —dijo el viejo roncamente—. No recuerdo que nadie ganara en alguna parte alguna vez. La guerra no es algo que se gana, Charlie. Uno pierde siempre, y el que pierde último pide condiciones. Todo lo que recuerdo es un montón de derrotas y penas.
En El picnic de un millón de años, una familia viaja a Marte a pasar sus vacaciones. En realidad, la guerra ha estallado y tienen que huir de la Tierra, so pena de morir con el planeta. Uno de los tres hijos pregunta cuánto durará el paseo, y el padre responde que un millón de años. Su hijo vuelve a preguntar:
—¿Cuándo veremos a los marcianos? —Quizá muy pronto —dijo papá—. Esta noche tal vez. —Oh, pero los marcianos son una raza muerta —dijo mamá. —No, no es cierto. Yo les enseñaré algunos marcianos —replicó papá.
Navegan por los canales de Marte y contemplan las abandonadas ciudades marcianas. El padre mira el cielo estrellado y escucha la radio hasta que siente la certeza de que la Tierra no existe. Les cuenta a sus hijos y a su esposa que no hay regreso posible. Pero les ha hecho la promesa de mostrarle a los marcianos, así que los invita a acercase al canal, y asomarse para mirar el fondo. Entonces ven sus rostros reflejados en el agua y comprenden que ahora ellos son los marcianos que su padre ha prometido mostrarles.
Las maquinarias de la alegría, Fantasmas de lo nuevo, La feria de las tinieblas, El hombre ilustrado, Las doradas manzanas del sol, Remedio para melancólicos, Crónicas marcianas y La niña que iluminó la noche son algunos de los títulos de los libros que escribió Bradbury durante su larga y fecunda vida. El escritor murió en Los Ángeles, el 5 de junio de 2015, a los 92 años de edad, y su obra sigue irradiando en la oscuridad.
En estos días de encierro colectivo, el tiempo se desliza como una seda mientras leo y releo los cuentos y novelas de este hombre feliz que se divertía imaginando historias de terror, y al que no me cuesta imaginar como un niño, una suerte de Miró pintando soles, y mundos de colores, y criaturas extrañas.
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