Cada día, las personas con discapacidad visual en Bogotá deben enfrentarse a una ciudad que no está concebida para ellos. Acompañamos a una para documentar su experiencia.
Torpeza. Esa es la palabra que podría definirme durante el recorrido que hice al lado de Carlos Castro, un comunicador social con discapacidad visual que trabaja como asesor en el Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (MinTIC). Nunca nadie me enseñó cómo relacionarme con personas con limitaciones físicas, y al acompañarlo en la mayor parte del recorrido desde su casa hasta su oficina, compruebo que no soy la única.
Somos tres en el recorrido entre la casa de Carlos en la vereda La Balsa, en Chía, y su oficina en el centro de Bogotá. Juan Sebastián, el fotógrafo que va con nosotros, a veces está unos pasos adelante, otras unos metros más atrás según las fotografías que necesita y va tomando, mientras Carlos y yo caminamos. Pensar en que debo darle oportunidad de hacer algunas fotos donde no me vea, donde el protagonista sea Carlos, me inhabilita un poco. No puedo dejar solo a Carlos, no puedo soltarlo de mi brazo, al que se amarró con fuerza desde el momento en que nos encontramos en el Portal del Norte de Transmilenio. Bueno, fui yo la que lo encontró y tomé su mano para que se percatara de mi presencia, y luego me presenté. No puedo soltarlo porque además de la periodista hoy seré su guía, pues su bastón se averió ayer. Lo estaba desarmando, doblando cada pieza, cuando el caucho que las une saltó bruscamente y se reventó. Quizás no pueda arreglarlo pronto, pues cualquier desplazamiento por la ciudad implica una logística que debe planear con detalle.
La primera interacción que tuvimos fue minutos después de que se bajó del bus intermunicipal que lo trajo desde el terminal de Chía, adonde llegó en un carro particular que tomó saliendo de su casa. En todos los trayectos ha tenido a una persona a su lado para ayudarlo en su travesía. La primera, y la más importante, fue su mamá. Ella fue quien le enseñó a reconocer su ropa mediante las características de las prendas que más usa. Hoy, por ejemplo, sabe que el saco que trae es rojo, y lo reconoce por el botón de madera que tiene en la mitad del pecho. Su mamá, con paciencia, le ha enseñado las marcas que deben orientar su camino. Le ha explicado una y otra vez, desde los 14 años, edad en que el glaucoma afectó su visión, lo que hay en las esquinas de su casa, lo que debe reconocer en el camino que lo lleva a su trabajo y los cuidados que debe tener en el día y en la noche.
La segunda persona que estuvo con Carlos esta mañana fue el acompañante del bus intermunicipal, que siempre le da prioridad para ingresar, coger puesto y además le ayuda a bajarse del bus en el Portal de Transmilenio. Allí también le ayuda a pasar por la registradora, que le advierte si su tarjeta aún tiene saldo.
—La recargo cada 15 días, no me doy cuenta de cuánto dinero me queda hasta que la máquina me la devuelve. Ahí me regreso a la taquilla y la recargo nuevamente.
—¿Y te sale al mismo precio el pasaje? Tengo entendido que las personas con discapacidad tienen derecho a un descuento especial… —le pregunto.
—No te imaginas la cantidad de vueltas que hay que hacer para que me den esa tarifa, y el papeleo, y todos los buses que tengo que coger…
Claro, en realidad no me imagino. Nadie se imagina cómo es la vida cotidiana de una persona que no puede ver en una ciudad como Bogotá.
Después de una fila larga logramos entrar al bus J70, la ruta que lleva a Carlos hasta el Museo del Oro. Pero mi sentido común averiado nos puso en la puerta de atrás, en la que no hay sillas azules, las que dispone el transporte público para los discapacitados. No será problema, cualquiera le puede ceder el puesto cuando se dé cuenta de su condición.
Pero no. Nadie parece notar que Carlos es ciego.
—Una silla para el señor, por favor —grito en medio del gentío del bus.
—Los puestos azules están adelante —me increpa una adolescente con unas gafas enormes.
Entre el tiempo que me tomo pensando si responderle con un discurso de responsabilidad social, lanzarle una mirada agresiva o hacerle un guiño compasivo para que se ponga en el lugar de Carlos, él ya ha conseguido una silla dos filas adelante y ya empezó a contar las estaciones donde para el bus. Sabe que cuando haya frenado ocho veces deberá bajarse. Siempre cuenta las estaciones porque no todos los buses articulados cuentan con ayudas para personas con discapacidad visual.
Llegamos a Museo del Oro y Carlos ya sabe que debe salir de la estación, esperar a que el semáforo peatonal esté en verde y girar hacia la izquierda para caminar 20 minutos hasta la oficina por el sendero peatonal de la carrera Séptima. Hoy serán 10 minutos, porque vamos juntos. No le gusta caminar sobre las marcas que tienen los andenes para discapacitados en Bogotá, unas baldosas pegadas en hilera donde sobresalen círculos en alto relieve. No confía en ellas. En general Carlos es bastante desconfiado, la experiencia le ha enseñado que debe ser muy prudente para moverse por esta ciudad que no está pensada para personas como él.
En todos los trayectos ha tenido a una persona a su lado para ayudarlo en su travesía. La primera, y la más importante, fue su mamá. Ella fue quien le enseñó a reconocer su ropa mediante las características de las prendas que más usa.
En la caminata me va explicando las pistas sonoras que le marcan el camino cuando está solo. Sabe que la voz del locutor que dicta los números del bingo, en el casino del costado izquierdo de la Séptima, le indica la mitad del trayecto. Nota que una vez encuentre a la señora que ofrece lotería va a estar justo en frente de la entrada de su oficina, e identifica el olor del perfume de su cuarto guía del día, el vigilante de turno que lo ayuda a subir los 12 escalones entre la acera y la puerta del edificio.
Antes de que el celador lo alcance a coger del brazo, yo lo he impulsado suavemente junto al letrero de su oficina para que Juan Sebastián haga una foto. Al darle la espalda veo que el fotógrafo no dispara su flash sino que me lanza un grito: “¡Ten cuidado!”. Me volteo y Carlos está tropezando con las dos esca - las que lo separan del vigilante. Mi ignorancia con el tema se ha hecho evidente —una vez más—. Por más que he tratado de ser cuidadosa, olvido que debo hablar e informarle a Carlos cada paso que doy, cada acción que quiero que hagamos: los oídos reemplazan sus ojos, y cuando no hemos experimentado esta carencia todo nos parece obvio y natural. Tener una discapacidad significa desarrollar otro tipo de capacidades de las que otros carecen.
Finalmente llega a su puesto de trabajo, donde tiene un computador con un software especializado que va leyendo a gran velocidad los correos que le han llegado y las tareas que debe hacer. Lee también su calendario, los íconos del escritorio de la pantalla, las letras del teclado cuando responde correos. Está sentado en su cubículo y yo puedo respirar con calma. Como si estuviera leyendo mi mente, sintiendo la tranquilidad que por fin me acoge, Carlos me habla del trato que él añora
—La gente que me rodea está aprendiendo a relacionarse con personas con discapacidad. No es fácil para ellos, es un mundo desconocido, no saben cómo dirigirse a mí. Me gustaría que lo hicieran de la manera más natural posible —dice.
Aprovecho este momento de calma para preguntarle sobre sus gustos, sobre lo que hace los fines de semana, sobre su vida. Me enumera un montón de cosas que imagino dificilísimas para una persona que no puede ver. Es DJ de fiestas, está haciendo una maestría en periodismo y comunicación en la Universidad de la Sabana, acude al estadio con frecuencia, lidera el programa Cine para Todos, que proyecta películas en salas de cine para personas con discapacidad visual y auditiva... y el listado sigue y sigue. Compruebo entonces que Carlos está lejos de verse limitado por su discapacidad. De hecho, su condición lo impulsa a buscar sus anhelos con más carácter. Entiende que la sociedad, con el tiempo, deberá transformarse y abrirles más espacios de inclusión y entretenimiento a los que no pueden ver, oír, hablar, caminar; todos habitantes de una sola ciudad.
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