La enfermedad nos cambia definitivamente. Y nos recuerda una condición humana que mantenemos olvidada: que somos falibles, que somos mortales.
De las muchas cosas que nos pasan sin que nos demos cuenta, o mejor: de las muchas cosas que creemos sin que sepamos del todo que las creemos, la inmortalidad, o cierta creencia que se parece mucho a la inmortalidad, pasea por nuestras cabezas. Entra sin que la invitemos, y como una huésped que se va tomando atribuciones que no le corresponden, va invadiendo nuestra casa, se la va tomando hasta convertirse casi en una condición para que todo funcione sin mucho caos o desespero. Y ya verá usted que con el paso del tiempo y cierta complicidad nuestra, esa intrusa, la cierta idea de inmortalidad de la que hablo, se va convirtiendo en anfitriona. Pero no se trata de una anfitriona cualquiera, sino de una tramposa, y truculenta. Una troyana.
Cuando el ensayista inglés William Hazlitt dijo que domina a la juventud cierto sentimiento de inmortalidad, no debió dejar por fuera el resto de edades. Es cierto que suele ser la juventud la etapa en la que más a riesgo ponemos la vida: la carencia de los temores que nos van sumando los años y ese torbellino químico que ataca a los cuerpos que florecen dejan rezagados los razonamientos que invitan al cuidado y la mesura.
Pero no crea usted que esto es solo cuestión de la edad cándida. Quienes estamos en edades menos intempestivas y ruidosas también solemos evadir la consciencia de la finitud del cuerpo. No se trata de que no sepamos que hacemos parte del conjunto de los mortales, creo que tiene que ver más bien con que el cerebro busca formas de hacernos la vida más amable, más ligera, y saber que moriremos pesa tanto en ocasiones, tanto, que esa conciencia constante echaría por la borda el sentido de cualquier acción: ¿Para qué tanto trabajar si finalmente voy a morir? ¿De qué vale cuidar el cuerpo si a todos nos espera la nada? ¿Qué sentido tiene tanto desgaste si la vida nuestra es fugaz, y dura menos que un parpadeo en el tiempo del cosmos?
Sabemos que dedicarnos a la vida diaria sólo es posible si evadimos estas preguntas, o si encontramos consuelo en alguna forma de misticismo, o en algo que nos permita una especie de tregua imaginaria unilateral. Y sabemos que moriremos, pero confiamos en que no todavía, y así vamos armando nuestra vida y todo toma sentido: iniciamos proyectos, estudios, amores, y hacemos planes, y todo marcha divinamente. La intrusa se ha convertido en anfitriona: adorna la casa, abona el jardín y nos invita a creer que pronto le veremos florecer, promete una buena cosecha en el huerto, y dota todo de armonía y sentido, porque le hemos creído que no moriremos antes de que se cumplan las metas programadas. Así podemos dedicar nuestros esfuerzos simplemente en intentar que sucedan estudios, proyectos y amores, esa tregua unilateral nos quita de encima el problema mayor, que es justamente la angustia por la finitud.
Y así vamos con nuestras vidas, tasando el bien y el mal, pendulando entre el goce y la dificultad. Hasta que de repente algo revela de nuevo su carácter de intrusa, y todo se pone a riesgo de nuevo. Se trata de las muertes cercanas y la enfermedad, que son como amenazantes nubes grises que el viento trae y que prometen destruir huertos y jardines. Entonces miramos con rabia o desconsuelo a la intrusa, a la troyana, y ella hace pucheros y alza los hombros, que no es su culpa finalmente, dice, que vos y yo sabíamos que el viento es caprichoso, y que si no estábamos preparados para morir —o para ver morir a otro, o para saber que nuestros cercanos se mueren— la culpa ni suya es.
La poeta norteamericana Emily Dickinson escribió en versos la historia de un condenado a muerte que mañana ha de morir y que mira hoy hacia el atardecer, y entonces piensa que los condenados miran distinto las cosas bellas que saben que no volverán a ver. En el cielo, por ejemplo, el condenado ve pasar un ave, y dice la poeta:
Dichoso el que del ave en la pradera
espera todo menos la elegía.
El asunto es que ante ciertas muertes cercanas y ciertas enfermedades, la ficción de la tregua con la muerte que es la anfitriona, se revela intrusa, y a la casa y todo lo que sostenía le pasa como al personaje de “Visor”, el cuento de Raymond Carver en el que un hombre sin manos va por los barrios tomando fotografías con una cámara analógica adaptada para él, llega a la puerta de una casa grande, toca y abre un hombre al que lleva observando unos minutos por la ventana; la esposa y los hijos han abandonado al hombre que está en su casa, y el fotógrafo manco le dice que él lo entiende, que se siente como si a uno se le llevaran las piernas y el suelo bajo ellas. La cercanía de la muerte nos va quitando las piernas y el suelo. Sin la anfitriona nuestra casa ya no es tan nuestra, todo estaba dispuesto bajo el imaginario contrato del plazo extendido. Pero hay enfermedades que cambian la mirada, que abren las puertas a los soldados que bajan del caballo para arrasar todo.
En ocasiones, cuando tenemos la sospecha o la certeza de una fragilidad que puede ser mortal, es la mirada lo primero que cambia, y con ella el pasado, el presente y lo poco que queda del futuro. El mundo mismo se convierte en una elegía, en un poema sobre la muerte o la desgracia.
En Ebrio de enfermedad, el escritor y editor norteamericano Anatole Broyard escribe una serie de ensayos a partir de su propia enfermedad, el cáncer. Dice que es en esos instantes cuando el tiempo deja de ser inocuo, que a partir de allí nada es casual: “Me han puesto en el vientre inyecciones de diecisiete centímetros de largo, en donde noto que me cosquillea la metafísica. He tenido que usar pañales. Me han lamido las llamas, y mi sentido del propio yo se ha chamuscado. Sartre tenía razón: hay que vivir cada momento como si estuviera uno preparado para morir. Ahora por fin entiendo la naturaleza condicional de la condición humana”. Y luego dice que las personas que enferman así, de enfermedades amenazantes, “lo ven todo como una metáfora”.
Han pasado casi dos años desde que el miedo a enfermar gravemente o morir nos aisló. Han cambiado muchas cosas desde entonces. En “La soledad de las manos”, el primer ensayo que escribí para Bienestar Colsanitas, confiaba en que ante esa mutilación perceptual que nos quedaba en el panorama, ante la reducción del mundo del tacto, quizá aprenderíamos a vivir en el mundo del oído y la mirada. Era joven y miope entonces. No sospechaba que vendría algo distinto, algo metafísico, y ahora creo que entiendo qué es lo que ha cambiado cuando saludamos en la calle o por redes a alguien de cuya vida no sabemos mucho, pero cuyos asuntos no nos son del todo indiferentes. Ahora comprendo por qué esta fraternidad tan extraña con extraños.
Y es que ahora en nuestros saludos hay cierto tacto que antes no teníamos. Los “hola”, “cómo estás”, “¿todo va bien?” van acompañados de una especie de silencio con puntos suspensivos, y tememos que la respuesta sea “más o menos”, “no tanto”, que la respuesta sea que alguien querido ha muerto o ha estado cerca de morir. Tememos que la respuesta sea que el virus le ha puesto al borde, y entonces apretamos los labios.
Hace poco más de un año escribí para Revista Corónica “El año del pecado triste”, un ensayo corto en el que preguntaba si quizá, al margen de las muchas diferencias, nos estaba uniendo la multiplicación de nuestras tristezas, y que quizá era por eso que cuando vemos a las gentes en las calles, cuando se nos acerca alguien a quien queremos o cuya vida nos interesa aunque sea un poco, más temprano que tarde debemos preguntar por sus tristezas, y disponernos a sostener la mirada fija en el suelo, parpadear lento y entender que no entendemos pero que por cuenta de esa tristeza hay dos, hay miles. Que ahora estamos menos solos.
Pero no, ya no creo que sea eso del todo. Ahora sospecho que esas caras de tristeza que nos nacen cada tanto, esos temores que modifican nuestros gestos cuando nos llegan síntomas de una gripa, o cuando nos está faltando el aire, son las formas en las que se manifiesta el pensamiento metafórico de la enfermedad.
Parece tristeza, y quizá en el fondo lo sea, pero lo importante es que así, como el mío hace unas semanas, como el de mi padre hace poco más de un mes, como el de N. cuando tuvo el virus, así se ven los rostros de los condenados que ven en mi rostro no una promesa sino una elegía. Lo que ha cambiado es que ahora hay más personas en la calle viendo aves volar sobre la pradera en las mismas cosas en las que otras personas ven sólo lo cotidiano; ahora hay menos personas con nosotros, y entre las que quedan, hay más, hay muchas más que han sentido los temores metafísicos, hay más personas que han entendido que existen por lo menos dos formas de ver el mundo: la de quienes viven aún en el reino paradisíaco que ha dibujado con humo la anfitriona, y las que han descubierto a la troyana, y no pueden evitar que se les escape cada tanto una mirada distinta sobre las cosas, una mirada más finita, más sensata.
Estas líneas terminaban con el párrafo anterior, pero justo después de poner el punto final escuché una voz al lado del sofá. Es una voz que amo, y resulta que la reproducción aleatoria dejó sonar “Feeling Blue”, de Paul Desmond, y justo hoy es el primer día que puedo respirar bien después de muchas semanas, y dicen que un asteroide destruirá de nuevo todo, y parece que es cierto que el sol morirá, y entonces pienso que esa voz junto con todo esto tienen que ser una metáfora de algo, y no sé de qué, pero sí sé que esa voz es mi ave en la pradera, que ciertas formas del amor son aves en la pradera, y sé que la anfitriona ya no está en posesión de mi casa.
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